El viejo Cantalicio
Valdez pertenecía al suelo agreste desde niño. Muchos años transitados en la
tierra árida y ventosa del secano lo había cincelado como a la corteza de los
árboles el viento. Patagonia gélida y maldita. Para algunos una suerte de
bravía esperanza de dinero, para otros el castigo infringido por la vida.
Su mujer, lo había
abandonado hacía muchos años. Cuando llegaron los gringos e impusieron sus
leyes. Eran los que compraban tierras que pertenecían a los aborígenes y al
país. Nadie iba a quejarse por lo que veía el Cantalicio. Primero llegaban
carromatos con maderas y troncos hachuelados finamente desde la lejana isla. El
viento alejaba los obreros ingleses que apenas se distanciaban hacia la ciudad
los patrones, se iban al sur y escapaban con algún barco pesquero a su patria
maldita. ¡Maldita, sí, por quedarse con las tierras de pastoreo de su ganado!
Él tenía algunas ovejitas y guanacos que le daban lana para vender y comprar
yerba, tabaco para la pipa y harina. Los rubios de ojos de hielo, levantaron un
palacio. Llegaban en el ferrocarril muebles y trapos que ponían en cada rincón
del edificio. Trajeron animales, ovejas buenas de cara negra, que duplicaban en
lana a sus pobres bichos. Ellos hablaban muy mal “la castilla”, casi peor que
él, que a veces a pesar de tener pocas palabras, no sabía el nombre de ciertas
cosas.
Un día vio venir a su
cabaña a un “rubio” pipa en mano y con cara sonriente, el muy cretino. Golpeó.
Él, no le contestó. Volvió a golpear, con fuerza bruta esta vez y salió.
Escupió al suelo un salivazo oscuro como su ira. El hombre lo miró de arriba
abajo. Le habló como pudo. Necesito contratarlo para el campo. Yo no. Sí,
usted. Es el mejor por acá. Un Valdez nunca trabaja para otros. Le pagaremos
muy bien. No. Sí, le pagaremos tres veces lo que usted gana en un año, por mes.
La puta que lo parió. Bueno, está muy lejos y yo lo necesito en la casa y la
majada. Veré. Lo espero. No mucho. Lo espero. Le dejó una carabina y un morral
con dinero. Volaban los billetes cuando lo abrió.
Se metió al rancho. La
rabia le carcomía el alma. ¿Qué voy a hacer? La plata lo sedujo, nunca había
visto tanta. Nunca.
Dejó pasar dos semanas
y caminó tres veces alrededor de la casa. Golpeó con furia. Apareció una mujer
flaca como una espina, rubia como el trigo y fea como el demonio. Sin palabras
lo hizo ingresar a un recinto cubierto de pinturas con caras de hombres y
mujeres igual de feas que la fulana. Apareció el “rubio”. Le tendió la mano. El
no lo tocó. Pensó en mandinga. Este debe ser hijos de Lucifer, por eso es tan
blanco tan colorado y tiene ojos de pescado. El hombre le mostró la cocina,
allí había una negra linda, criolla, que apenas lo vio se sonrió mostrando su
boca desdentada. ¡Linda hembra para el catre! Siguió al patrón. Al entrar al
galpón vio máquinas raras, nuevas, brillantes y aperos de cuero fino, monturas
y mil herramientas que lo dejaron boquiabierto
¡Una preciosura! Salió hablando entre dientes. Tenía que ayudar con el
campo, con la tropilla de caballos y las majadas de ovejas. Luego con la
esquila. Le pagarían bien.
Pasó el tiempo y se
emparejó con la “Negra”, la cocinera. ¡Esa era buena junta! Ya no tenía tanta
bronca. Los patrones habían cumplido con la paga y le habían dado muchas cosas
traídas desde Inglaterra. Ropa y botas, montura y aparejos. Unas ovejas cara
negra que no eran de las mejores pero para él, eran hermosas. Las apareó con
las suyas y tuvo más animales. La “Negra” hilaba y tejía en un telar indígena.
Los ponchos salían de sus manos como flores de primavera. Cocinaba rico y con
poco, pero hacía unos dulces con las frutas que plantaron los patrones que
hacían relamerse los bigotes.
Cantalicio se había
encorvado. Le dolían las piernas y los huesos. Pero todavía trabajaba en la
casa.
Un día llegaron los
hombres del ejército. Había una leva de jóvenes para una huelga en el norte. Los
llevaron en tren. Había una revolución y a él, no le iba ni le venía, pero vio
que los ingleses, llenaban cajones con libros y cuadros que habían comprado en su
tierra, muebles y hasta las luces de las grandes lágrimas de vidrio que
brillaban en las habitaciones, las cargaban en el tren para sacarlas del país.
Vino un comandante con unos emisarios del gobierno que traían papeles para
impedir que se llevaran esos valores pero… las libras de oro pasaron a sus
manos y se fueron “chitón” en boca. Y la casa quedó desolada como el páramo. El
patrón vino con la flaca y lo abrazó, se iban a su tierra. Se llevaban todo.
Todo. Y Cantalicio tuvo que quedarse solo a cuidado de la casa que se había
envejecido. Se parecía a él y la Negra , que ya no podía con
sus dedos endurecidos por el agua dura y el trabajo enorme de tantos años de
trajinar la vida.
Cantalicio, se quedó
esperando. Nadie venía. Un día apareció un apoderado de la ciudad. Los echó a
los dos, que volvieron a su rancho. El nuevo dueño, era atropellador y grosero,
un vil pedante usurpador de la tierra. Vendió las majadas y las tropillas y
sembró centeno. Pero no preguntó y se quedó sin nada para cosechar.
En un ataque de furia,
los obreros que había contratado, prendieron fuego a todo con él tipo adentro.
Desde muy lejos se veía el cielo rojo por las llamas. Cantalicio lloró y la Negra , lo abrazó y se quedó
con medio cuerpo dormido. Nunca se atrevió a ir para ver lo que había quedado.
Al tiempo se lo llevó la “Hembra de Afilada daga”. Quedó allí, en su campito
junto a su Negra.
Dicen que en las noches
de luna llena, se lo ve al Cantalicio, merodear por las ruinas de la casa
quemada
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