Estoy en el umbral de la vida. He
perdido mi historia, no viene a mi memoria ni quién soy, ni qué hacía, ni si
tenía sueños. Esto de ser una persona sin recuerdos, es muy malo.
Me muevo por el embaldosado de la
casa como un duende. ¿Es nuestra casa? A veces veo caras y creo reconocer a
alguien, para luego dejarla pasar por mi lado sin pestañar
Como si acá en el rellano de la
escalera, se hamacara un silbido herrumbrado de cobre, un viejo saxofón, un chelo
derribado. Siento ruidos y sonidos agradables o torpes, pero no reconozco la
música que solía cantar junto al piano.
¿Yo era pianista? Repaso en mi
mundo con ahínco pero no encuentro nada.
Hay una mujer que viene y me trae
perfumes, cremas y alguna prenda; dice que me quiere y yo la miro, pero no se
quién es. No me acuerdo. Me dice mami y se sonríe cuando le digo que no la
conozco. ¡Es una linda mujer!
Ayer o antes o recién, me miré
las manos. Parecían de otra persona. Uñas cortas, limpias y suaves. En esta
casa no hay espejos. No se porqué. Tal vez para que no nos reconozcamos, para
que seamos otras, o alguna que se fue y se perdió en la calle.
Hay un reloj de péndulo detenido
a las cinco y veinte. Nunca se mueve. Es como si estuviéramos detenidas en el
tiempo. Tampoco hay hombres, sólo mujeres viejas.
Cuando llegues a buscarme, a
liberarme de este encierro, tráeme la memoria. Uno a uno los recuerdos que he
perdido. ¡Ah, por favor, no te olvides de decirme mi nombre!
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