lunes, 4 de mayo de 2020

MARIMAR




Llegó la sombra que envolvió apacible el lecho del río, en la primavera cumplió  con la promesa de un amor efímero.

            Dicen que no hay paisaje más bello que la pradera a la llegada de la primavera. Nuestra visión se demora en los pastizales que rodean el río, especialmente ese olor a tierra húmeda y a setas, el brillo de los juncos que se mueven con un ritmo de góndola veneciana. ¡Y el color! Color de ámbar y oliváceo con fulgor esmeralda, el rojo de las vallas que picotean las aves buscando candorosas alimento para sus pichones. ¡Ay, Marimar! Qué tiempo hermoso es la primavera. Lástima que te fuiste tan lejos.
            Esa mañana apareciste en la sala, con el vestido de los domingos, peinando tu largo cabello en trenzas que enroscabas en la cabeza; tus ojos enrojecidos por la noche en vela, llorando. ¿Qué había pasado en tu corazón de mujer joven y enamorada? Él, se había ido prometiendo regreso. Y esperaste días, meses y años, no muchos hasta que llegó aquella carta con sello de un remoto país de África, donde un sacerdote que misionaba por esos países, te relataba la dura y larga enfermedad que había soportado tu amado Julián. Y tomaste la decisión de ir y embarcarte para una aventura ignota.
            Llevabas poco de lo que creías te serviría para sobrevivir. Luego, después de ese enorme y estrafalario periplo, llegaban tus fotos con unos atuendos que nada tenían que ver con los preciosos vestidos que usabas en casa. Tu cabello rapado, tus manos llenas de ampollas y llagas de trabajar en lugares horribles. Allí no había agua, ni confort en las llamadas casas. Parecían taperas o chamizos de barro y paja como en las láminas que coleccionaba el abuelo Mauricio.
            Albergabas unas sonrisas asombrosas. Nos preguntábamos por qué, si era una zona de espanto. De lluvias torrenciales o sequías mortales. ¿Qué encontraste allí Marimar? ¿Hallaste al amor perdido? ¿O sentiste que tu vida cobraba un sentido diferente?
            El día de Gracia, cuando llegó tu misiva con unas fotos y te vimos con ese hermoso nativo abrazada, nos quedamos en silencio. En la mesa, el mantel estaba un poco menos blanco que nuestros rostros. Pero elegiste explicar que era algo somero, que allí no había compromisos como en nuestra tierra y te creímos. Porque siempre fuiste tan directa, tan tú y tus verdades.
            Tu madre, comenzó a declinar con penas incomprensibles para algunos, no para mi. Yo entendía que ella no soportaba el cambio entre Julio y ese Munbhata.
            Era como si hubieras regresado al pasado neolítico. Pero mirando bien, era un hombre fuerte que tenía una mirada sana y dulce. ¡Sus manos! Eran como dos rocas esculpidas a cincel y su pecho, cubierto de tatuajes entintados con dibujos raros, me llevaron a buscar las láminas del abuelo. Las encontré en un arcón en el desván.
            Mi ansiedad me hizo pasar por alto tantas cosas bellas. Esa jungla dispar y los insectos y bestias que sólo se ven en los zoológicos de Londres. Luego, llegó la noticia que regresabas. ¡La fiesta que prepararon tus hermanos era para los periódicos de sociales! Llegaste sola. ¡Tan cambiada! Eras otra Marimar, diferente en todo.
            Habías decidido entrar en un convento de misioneras. Y luego de abrazar a todos por muchas horas y algunos días, volviste a aparecer en la sala, con los ojos enrojecidos por el llanto. Con una túnica blanca y el cabello cubierto. Una alforja con dos o tres prendas útiles, tal vez, en esa nueva vida que emprendías. Me invitaste a caminar cerca del río, una primavera incipiente acomodaba nidos entre los almendros florecidos. Me narraste lo efímero que fueron tus dos amores. Hablaste de Julían y de ese desconocido Munbhata que te había amado hasta el delirio. Ambos presa de la malaria y tú, me dijiste que contrajeron lepra. Y la inestimable patrona de larga túnica negra y maligna había hecho un trabajo ejemplar. ¡OH, muerte! Nunca inevitable con los que aman.
            Ahora, como misionera, recorres los caminos cuidando a gente débil y sencilla. Tus manos, siguen creando un mundo aceptable. Le regalas justicia y amor. Cuidas sus cuerpos deshilachados y grises. Y yo, acá,  sigo buscando en cada amanecer los colores del alba, rosados, carmesíes, violetas y morados.  Los perfumes deliciosos de los duraznos maduros y las flores, miro el sol de plata insistente en calentar la tierra o la luna naranja que anuncia tormentas. ¿Te extraño Marimar! Nunca me atreví a decirte…Cuánto te amo. Alfredo.

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