sábado, 9 de mayo de 2020

LA ABUELA, EL ALZHEIMER





            La  tierra ha perdido conmigo, un puñado de arcilla, porque la ceniza de mi memoria se mezclará en el alba con la tempestad del olvido. Mi cuerpo será polvo mezclado con las flores.
            Cuando no ando en las nubes ando como perdida y el hada de mis sueños juega con mi sombra entre los árboles quietos. Y el ángel de mi nombre bailotea conmigo.
            Hoy no me hables, quiero estar  contigo. Tu presencia se escapa entre celajes de silencio y un misterioso nombre hace eco en la tarde y no encuentro tus ojos para besar tus parpados de terciopelo y nácar.
            Cuando me llaman mía no soy de nadie. Tengo alas de humo que cortan cadenas invisibles, echo a volar inquieta a la profundidad  de mi corazón sediento de perfume. Libre como un  pequeño pompón de seda.
            La cumbre de mis sentidos, son como alfombras mágicas, vuelan y vuelan por espacios celestes. Cuando comienza mi día siento nacer nuevamente y al pasar el día, con sus horas inclinando su manto de olvidos. No recuerdo sino lo viejo, lo que pasé cuando era niña. Me miro al espejo y desconozco esa mujer que está allí frente a mí, con canas y arrugas en el rostro.
            Me busco en la frente, con un pensamiento de ayer, de cuando vino mi hijo y me trajo sus besos y un chocolate que endulzó el tiempo, ese que se escapa en mi recuerdo y vuelvo a ser la niña que creía en los cuentos que me relataba mi hermana, esa que se fue una tarde y llegó en triste con las cuencas vacías. Y arrecia el misterio del ahora. ¿Acaso soy una figura de escaparate cerrado, abandonado a su suerte? Sin caminar en las huellas del camino, de los senderos tachonados de piedras y azucenas, de los cielos que se escapan con nubes ambarinas del sol del poniente entre los picos de nuestra cordillera. Donde estoy ahora. ¿Qué es esta mansión de aullidos que nadie escucha y yo oigo con frenético dolor de auroras insomnes, de lechos húmedos y orines insalubres?
            Igual, una mano me peina el diminuto silencio, me baña con tibieza de algodones floridos, me alimenta con pequeños guiñapos de pastas saludables, y el odio que chorrea de la garganta seca de mi sabor a niebla. Así, vuelvo a ingresar a mi nada. Los recuerdos me siguen jugando en las cornisas. Bailotean los pañuelos dorados de adioses de cuentos, y otros, los negros que escondo en las grietas de mis viejas heridas.
            ¿Dónde están mis peonías, mis bellos tulipanes, mi padre y mis amigas? ¿En que estrecho colmenar se han quedado dormidas?  Recuerdo mi niñez. El patio de la escuela donde nunca fui elegida a izar la bandera. Mis dibujos, mi canto de “Aurora” en la mañana. ¡No recuerdo el rostro de mis hijos! Las fechas de las bodas. Ni a sus hijos.
            Soy un ave que vuela sobre un manto de escombros. Una casa vacía, un jardín sin rosales, un pájaro sin canto que despierte en el alba. Mis manos son dos garras de uñas afiladas que arrancan la piel de los recuerdos. Tengo algunas visiones. Escucho voces. A veces pido, quiero oír a Haendel o a Beethoven. Ya no puedo tejer, ni enhebrar los hilos de colores y pierdo la esperanza de dejar la belleza en un costado de mi frente.
            Las veo rodear mi soledad y me acompañan. Son ajenas a mí, son peregrinas que quieren hacerme volver en la memoria. ¿Te acuerdas de nosotras, abuela? Y las miro, sonrisa desdentada que duele por inerte. No las reconozco. Son vestales, cariátides de mármol; son personas amables que me traen dulces y nostalgias de otra gente. Abro los ojos grandes para verlas mejor. Soy la loba que agranda su garganta para engullir la prole en la nieve de mi noche. La oscuridad me desalienta. Las invito a jugar a la rayuela o a la casa de muñecas que guardo en mi axila izquierda. Se ríen con mi fábula de Esopo repetida en latín y luego se van con sus pañuelos al aire. Con sus manos llenas de no me olvides. ¡Tiene Alzheimer, dicen! Y empiezo a revolver mi corazón de carne que mana una sangre clara sin el color del amor, ni del destino para la caridad de antaño. Sólo veo rostros que me acunan en sus sonrisas de madres sustitutas. Soy ajena a la suerte de quienes buscan quererme, sin respuestas de mi infancia perpetua.
            Me canso, me encojo en el sillón de terciopelo que trajo un hermoso muchacho, que dijo ser mi nieto. ¡Qué lindo, que maravilla la suavidad del verde terciopelo! Me duermo. Tal vez, luego despierte y divague como siempre por las habitaciones de la casa abandonada en mí sueño. Me duermo. Sueño. Duermo. Muero.


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