Mañana volveré con la persona indicada para esta tarea, dijo la vieja. Nadie ha podido construir un muro tan alto y tan eficaz en todo el condado. Partió cubriéndose el rostro con un manto negro. Su figura apenas se movía entre las lúgubres callejuelas empedradas. La bruma la fue desdibujando y sólo se oía el taconear de sus gastados zapatones de madera.
El
terreno era de un extraño formato, mitad herradura mitad horqueta. Salía por
las calles del norte y del sur, pero también tenía un largo pasillo hacia el
este. Por allí él, el hombre, había concebido hacer el discreto pasaje al nido
de amor. Un nido escondido a los ojos de los seres comunes que no entenderían.
Ese amor prohibido que lo trastornaba todo. La gran casa del Norte se
construyó. Magnífica en sus detalles. Allí llevó a la querida Eloisa, su
esposa. Sus pequeños hijos vivirían entre jardines exquisitos y pájaros
exóticos. Mientras ella, la más extraña mujer jamás imaginada, viviría en la
casa del este. Allí quedaría su jaula de oro, su pequeño ovillo mágico. María
Laura, la que fuera encontrada en medio del fango, ahora, era una flor abierta
a sus dichas olvidadas.
Uno a
uno fueron armando los muros de ladrillos y concreto. Altos, lúgubres,
altaneros. Luego en la calle sur la salida de obreros, secretarios,
jardineros...nadie podía sospechar su embrollo. Sólo la vieja. Pícara y astuta.
La vieja había hecho la tarea de limpiar a la pequeña callejera. Estaba
hermosa, era inteligente y casi tan imprevisible como un animal salvaje. Su
larga cabellera casi dorada, su boca adamascada, sus piernas perfiladas y
altivas. Era bella. Cantaba con una voz de pájaro cautivo. En ese serrallo la
conquistó, la amó sin que nadie supiera que existía. La amó hasta el delirio.
Su
esposa no tenía penas. Todo lo tenía de su mano enérgica y generosa, incluso las caricias. Los hijos
un tiempo extra que como mago sacaba de la nada.
Un
tiempo de gracia...pidió la niña, quería ir al pueblo. Él, no se pudo negar.
Salió envuelta como una muñeca de escaparate. Toda llena de cintas y de flores.
Sus pocos años se le saltaban del escote y de los pequeños pies. Por la calle
alegre miraba todo lo que hacía un tiempo le era vedado. La plaza con su
fuente, el mercadillo de flores y el de carnes y verduras. Tomó su generosa
bolsa con billetes y monedas y compró con la alegría de los pájaros en
primavera. Se asombró con un enano haciendo mil piruetas, con el traga sables y
el faquir. Cuando comenzó el regreso, cargada de bolsas y paquetes...tropezó
con él. Él era un joven de no más de veinte años. Moreno aceitunado de mirada
fuerte y caliente. La traspasó con su sonrisa de dientes blancos, desparejos y
felices. Le tomó la cintura y le cantó una ronda. Arrancó una flor de sus
sombrero de paja y dándole un beso, la dejó en el escote. Ella se quedó
temblando y en silencio. El muchacho le tiró un beso con la punta de los dedos
y le dijo: - Mañana a las doce de la noche en la fuente de las Palmas...te
espero. Y salió corriendo.
La vieja
la regañó hasta el hartazgo. Era fiel al Señor. Pero la niña no pudo. Se le
prendió una espina en el corazón de carne madura. Estaba enamorada. Así noche
tras noche se encontró con su amante luego de dejar al Amante. Vivió días de
sol y de nieve. Supo de lágrimas y risas. Pasó el tiempo. Cada noche de luna
llena saltaba la tapia de su jaula de oro. Se abrasaba en abrazos, se quemaba
en besos de un fuego impronunciable. La vieja no podía con el impulso
irrefrenable del amor caliente de los jóvenes amantes. El hombre comenzó a
sospechar...ya no era tan tibio el lecho, ni tan alegre el canto. Comenzó a
espiarla. Supo. Entendió que la traición la gobernaba. Sollozó y tomó su
determinación. Una noche de luna llena se escondió entre el follaje. Vio como
se unían entrelazando los cuerpos. Se quedó quieto, turbia la mirada pensando.
Encontrar
al muchacho fue un juego de niños. Cuando el triste Adrián se presentó en el
despacho. Trémulo de terror escuchó la sentencia. Debía abandonarla. Nunca más.
Él supo de lo imposible de cambiar su destino. Casi enloqueció por lo duro del
castigo. Trastornado deambulaba por las calles hablando solo.
Una
tarde de enero, el señor, el amo, apareció muerto con un golpe de machete en la
cabeza y desmembrado. La capa le cubría el miembro mutilado. Nadie había visto
nada y nadie sabía quién pudo hacerlo. La muchacha ahora era libre. No tenía
adónde ir . Ni donde quedarse, sino en su jaula de oro. Siguió sola y esperando
al amor perdido. Adrián...estaba trastornado. No sabía qué hacer para ver a su
amada. Ella era siempre la que acudía a su encuentro.
Pasó un
tiempo triste. Un día, Adrián, decidió
colgarse de un enorme roble en la plaza
del pueblo. Allí lo encontraron después de un día de luna llena. Había
tormenta esa noche y no se veía nada. Las calles desiertas. María Laura trató
de sostener el cuerpo inerte. No pudo. La muerte lo apresó en sus brazos de
piedra. Después...jamás dejaron de notarse los 25 años de ella. Nadie pudo
sujetar sus impulsos. Siguió saltando la tapia cada noche de luna llena. Siempre
ayudada por la vieja. Una mañana apareció con profundos golpes y algunos cortes
en distintas partes del cuerpo.
Como
pudo la vieja la había auxiliado. Debajo de la cama del perturbado Adrián,
apareció el machete ensangrentado y aquella carta de amor y despedida que María
Laura, no leyó jamás porque alguien la guardó en el ataud del joven.
¡Esa
carta de amor que reaparecía cada noche
de luna llena en su regazo!
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