sábado, 20 de marzo de 2021

EL INTRUSO

 

 

                     Había dejado de llover. Leandro entró al comedor y comprendió que había llegado demasiado tarde. Se oía  la cascada de los desagües desagotando agónicos el canal de la azotea sobre el pequeño patio interior. Estaba solo. Unas sombras se alargaban en los mosaicos mojados. Dejó el paraguas húmedo como pena, apoyado en la silla. Se quitó la bufanda y los guantes que hacían juego con el hilo de sangre que se diluía en el torrente hacia la pequeña rejilla de la terraza. Lo vio allí caído. Solo, quieto. La cabeza destrozada  contra las frías baldosas. ¿Por qué a él? ¿Por qué en su traga luz? ¿Por qué ese hombre que llenaba de sueños sus largas tardes grises de domingo?

                     Ahora que era  primavera, él le dejaba ese regalo entre sus plantas. Cortó una flor de un tiesto. Se la puso en la mano y fue al teléfono. Marcó el número que él, un día le dejara. Se sentó y lloró. Quedó solo. La noche  cubría la ventana como cortina de pena.

                     Lo miró a los ojos, quería escrudiñar su alma... quería saber si aun su amante lo odiaba. Te extrañaba, pensó. Pero no esperaba que me hicieras algo así, tan desatinado. Todos se enterarán que éramos amantes. Se reirán de ambos, sin piedad.

¿Quién llenará mi alcoba con perfume de almizcle y romero en las siestas de verano?

Llegó la ambulancia y llamaron a la policía. No podía explicar lo sucedido. El cuerpo de Luciano masacrado. Los vecinos vinieron a mirar y se admiraban de lo limpio que estaba todo. Las plantas del traga luz perfumando el pasillo y los departamentos cercanos.

Leandro demostró que no había estado en casa. No había un arma ni huellas por ningún lugar. Nadie había escuchado gritos ni peleas. ¡Son tan discretos estos chicos! Raro, muy raro. La puerta no estaba rota ni las ventanas. Se llevaron a Luciano envuelto en una sábana blanca con el monograma que bordó la tía Felicitas. Parecía un duende.

La policía  rebuscaba algo… para inculparlo. Él, estaba anonadado. Les mostró cada rincón, cada resquicio, cada escondite de la casa. Nada. No encontraron nada.

Se fueron sospechando que había algo escondido.

Desde el altillo de la casa de al lado, una ráfaga mostró un rasguño de sangre en la pared. Se movió alguien en la ventana. Era un muchacho hermoso que lo miraba con odio. Leandro cerró la puerta y corrió la cortina. Supo que había sido él. El intruso. Mañana lo denunciaría.

Al amanecer salió rumbo a la calle y no vio el arma.

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