Los remolinos de tierra caliente envolvieron el cuerpo frágil. Nora se sentó junto al pozo. Lloró un corto tiempo y pequeños hilitos de barro rayaron la piel rosada. Gritón ladró. La mirada de la niña recorrió a su alrededor. Parecía que la rodeaba un desenfreno de abalorios. Rió de pronto como hacía años que no se reía. Sola en la inmensa soledad de la tierra. Carlos ya no estaba. Desinflado como un muñeco de hule, colgaba el estrafalario ropaje que usara para bajar al pozo. ¿Ya no volvería más?
Entonces se sacó las sandalias y caminó entre las viñas recogiendo uvas maduras de un raro tinte morado. Las apretó entre los dedos y le sorbió el jugo caliente y dulce que se desparramaba por entre los dedos. Se enjugó las lágrimas y hablando al parral le contó que nunca más le pegarían con el rebenque, que ahora podía jugar con el perro y que su madre regresaría al caserón para volver a amasar el pan de cada día. El viejo astuto, yacería entre los ladrillos del pozo y difícilmente podría llegar hasta el brocal para hacerles daño. Miró por entre los viñedos y vio el carro que dejaba a su hermana y a su madre cuando volvían de cosechar.
Corrió y les dijo que Carlos, el malvado, había caído al pozo de agua y ella no pudo ayudarlo a salir. La madre y la hermana la abrazaron y caminaron lentamente hasta la puerta abierta de la cocina para comer. El sol se ocultó tras las montañas y el silencio se derramó por la finca. Los grillos, sólo los grillos hicieron su eterna melodía de nostalgia amorosa. Durmieron por fin en paz.
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