Aun la calle tenía ese sabor de la tierra virgen,
como de potrero. Separaba la zona nueva de la vieja, era un callejón sin forma.
Cerca, el ferrocarril, que transportaba mercadería a Bs. As., congregaba alrededor de sus veredas, a
trabajadores golondrina en espera. Junto al callejón se quedaban sentados, le
daban un cierto vapor siniestro a las cuadras que circundaban los vetustos
galpones. Había gente muy pobre, hambrienta, que se paraba en las veredas de
tierra apisonada, esperando ser convocada para alguna changa. Obreros casuales,
alcohólicos escondiendo su botella en las acequias, groseros en el lenguaje y
peleadores, pero respetuosos de las señoras y niños de la zona. Recuerdo que le
despojaban a ese lado del barrio la posibilidad de crece y modernizarse. Incluso
había una fonda que llamaban: “
Pero había un límite. Era el callejón de los Rabilostky,
donde florecía la panadería más surtida de la alameda. Allí paraban autos
modernos, carretelas, bicicletas y motonetas para abastecerse del mejor pan y
facturas de la zona.
Ningún hombre que no estuviera sobrio se atrevía
a pasar por allí, pues don Samuel, que tenía cinco hijas mujeres era como un
gladiador cuidando su puesto de combate. Rubias y de ojos celestes, las
muchachas, solían atender en épocas de vacaciones. Eran estudiantes brillantes
y todas llegaron a ser abanderadas del Max Nordeaux, el colegio hebreo de calle
Alberdi.
Una mañana del verano del 63, un voraz incendio
apresó la casa que estaba detrás de la panadería, donde habitaba la familia de
don Samuel. Un enjambre de curiosos se arremolinó tratando de hacer algo, pero
nadie se atrevía a saltar la tapia, con las llamas que tentaban al infierno.
Sólo un hombrecito de la esquina del ferrocarril, uno de esos eternos
esperanzados por trabajo; se metió en la acequia, empapó sus pobres ropas y
trepó por el muro del callejón. Así fue ayudando una a una a las muchachas, que
chamuscadas, lloraban a los gritos. Por último saltó la madre que cayó en
brazos del valiente obrero. Don Samuel,
encendido y despatarrado, cae en la tierra del callejón, aun agitado por
el esfuerzo y el terror. Un grito de “Viva” explotó en las gargantas de los
mirones y un abrazo fraternal con lágrimas negras de hollín, surcaron los
rostros de los dos hombres.
Después de la reconstrucción, el valiente
salvador, comenzó a trabajar en la panadería y envejeció al lado de don Samuel
que le enseñó el oficio.
Nací
en un barrio que crecía con diversidad de razas, de religión y gente. En la
vieja Alameda convivían los gringos, con sus caras redondas de pelo alborotado;
había una Mezquita con sirios y libaneses que abrían las tiendas junto a los
judíos. En la calle España estaba
Hoy
después que el barrio cambió tanto, me acerco a saludar a los fantasmas de
aquella niñez mía, tan difícil. Pero a veces, siento las voces de la gente que
se agolpa para saludarme y me pregunta por cada uno de los que se han ido.
Algunos a barrios cerrados y otros lejos. No quiero hablar de los que por
vejez, ya no están juntos a nosotros, es la vida que corre como el agua del
Tajamar y las acequias. Esa Alameda que
dicen que plantó San Martín y que fue el eje de vitalidad, de sueños, de penas
compartidas, alegrías propias y ajenas. Allí aprendí a amar la diferencia, a
respetar a cada uno por ser quien era y cuando paso con la premura de este
tiempo, no sé si debo llorar o reír… siento que pertenezco como un grano de sal
en el mar de la vida a ese espacio llamado barrio.
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