viernes, 19 de marzo de 2021

EL CALLEJÓN DE LOS RABILOSTKY

 

Aun la calle tenía ese sabor de la tierra virgen, como de potrero. Separaba la zona nueva de la vieja, era un callejón sin forma. Cerca, el ferrocarril, que transportaba mercadería a Bs. As.,  congregaba alrededor de sus veredas, a trabajadores golondrina en espera. Junto al callejón se quedaban sentados, le daban un cierto vapor siniestro a las cuadras que circundaban los vetustos galpones. Había gente muy pobre, hambrienta, que se paraba en las veredas de tierra apisonada, esperando ser convocada para alguna changa. Obreros casuales, alcohólicos escondiendo su botella en las acequias, groseros en el lenguaje y peleadores, pero respetuosos de las señoras y niños de la zona. Recuerdo que le despojaban a ese lado del barrio la posibilidad de crece y modernizarse. Incluso había una fonda que llamaban: “La Cueva del Chancho”. ¡Era sucia y temible! El olor a grasa y fritangas invadía varias casas.

Pero había un límite. Era el callejón de los Rabilostky, donde florecía la panadería más surtida de la alameda. Allí paraban autos modernos, carretelas, bicicletas y motonetas para abastecerse del mejor pan y facturas de la zona.

Ningún hombre que no estuviera sobrio se atrevía a pasar por allí, pues don Samuel, que tenía cinco hijas mujeres era como un gladiador cuidando su puesto de combate. Rubias y de ojos celestes, las muchachas, solían atender en épocas de vacaciones. Eran estudiantes brillantes y todas llegaron a ser abanderadas del Max Nordeaux, el colegio hebreo de calle Alberdi.

Una mañana del verano del 63, un voraz incendio apresó la casa que estaba detrás de la panadería, donde habitaba la familia de don Samuel. Un enjambre de curiosos se arremolinó tratando de hacer algo, pero nadie se atrevía a saltar la tapia, con las llamas que tentaban al infierno. Sólo un hombrecito de la esquina del ferrocarril, uno de esos eternos esperanzados por trabajo; se metió en la acequia, empapó sus pobres ropas y trepó por el muro del callejón. Así fue ayudando una a una a las muchachas, que chamuscadas, lloraban a los gritos. Por último saltó la madre que cayó en brazos del valiente obrero. Don Samuel,  encendido y despatarrado, cae en la tierra del callejón, aun agitado por el esfuerzo y el terror. Un grito de “Viva” explotó en las gargantas de los mirones y un abrazo fraternal con lágrimas negras de hollín, surcaron los rostros de los dos hombres.

Después de la reconstrucción, el valiente salvador, comenzó a trabajar en la panadería y envejeció al lado de don Samuel que le enseñó el oficio.

 

 

Nací en un barrio que crecía con diversidad de razas, de religión y gente. En la vieja Alameda convivían los gringos, con sus caras redondas de pelo alborotado; había una Mezquita con sirios y libaneses que abrían las tiendas junto a los judíos. En la calle España estaba la Sinagoga  y el club, que servía a los hebreos para juntarse. Por eso allí aprendí a respetar las diferencias, a amar a la gente distinta y cuando íbamos a misa pasando por los zaguanes saludábamos a cada uno y a todos sin distinción de origen ni de religión. Tan sólo eran nuestros vecinos…

 

Hoy después que el barrio cambió tanto, me acerco a saludar a los fantasmas de aquella niñez mía, tan difícil. Pero a veces, siento las voces de la gente que se agolpa para saludarme y me pregunta por cada uno de los que se han ido. Algunos a barrios cerrados y otros lejos. No quiero hablar de los que por vejez, ya no están juntos a nosotros, es la vida que corre como el agua del Tajamar y las acequias. Esa Alameda  que dicen que plantó San Martín y que fue el eje de vitalidad, de sueños, de penas compartidas, alegrías propias y ajenas. Allí aprendí a amar la diferencia, a respetar a cada uno por ser quien era y cuando paso con la premura de este tiempo, no sé si debo llorar o reír… siento que pertenezco como un grano de sal en el mar de la vida a ese espacio llamado barrio.

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