Un pájaro volaba sobre su cuerpo tumefacto, en la penumbra parecía un espectro gigante, era un ave inmensa. Su aleteo despertó al niño dormido en la playa. Las olas mansas lamían su cuerpo frágil. Miró hacia el cielo y el sol que se escondía lo deslumbró en rojos y naranjas brillantes. Se incorporó lentamente mirando asombrado a su alrededor. Estaba solo. Había algo extraño que no recordaba. ¿ Qué hacía allí? Una bandada de gaviotas caían picoteando la arena a su alrededor, los pequeños caracoles y moluscos entre las algas mórbidas eran un festín que retenía a las aves. Eran una lluvia de pájaros negros que caían sobre la playa y su cuerpo, sintió que estaban muy cerca y comenzaban a picotear su piel reseca y áspera. Miró hacia el mar brumoso y la silueta fantasmagórica de un barco lo trajo a la realidad. Habían naufragado en la borrasca. Hundido el barco a mitad de su cáscara de madera y plástico era una trampa en la lejanía. Notó en su mano que tenía empuñado un objeto. Se distrajo con el vuelo rápido de un ave que gritando lo atropellaba en la oscuridad creciente. Descubrió repentinamente el miedo, el horrendo miedo que atravesaba su cuerpo. Su garganta seca, cada vez más seca...un grito, su grito, desparramó a los pájaros que huyeron asustados con chillidos agudos. ¡Su garganta desgranaba sonidos ancestrales! Miedo, terror, horror, sentía. Se incorporó observando la playa desierta. Frío, sintió frío y abrazó su cuerpo que descubrió desnudo. Estaba descalzo y sólo la piel helada y azul, le cubría el alma. Las rocas que se mezclaban con la arena se desparramaban entre las olas suaves que lamían la orilla. Pequeños moluscos, corales móviles que danzaban su inagotable danza marina ondulatoria, pececillos multicolores, brillantes, fríos, se desplazaban entre las filosas rocas agudas. Cuchillos, dagas, puñales, parecían las rocas con la suave luz de la luna. Las aves eran los artistas solidarios de su miedo revoloteando entre las dunas. Un teatro infinito de silencio roto por el rumor del tiempo que se movía.
El sol era un enorme ojo de cobre que le
revoloteaba como un ave de fuego raspando su piel abrasada. Su cabeza cubierta
de sal y arena le pesaba. Sacudió el cabello y se metió en el agua para
despertarse de su agonía nocturna. Seguía desnudo y
sus pies ardían. En
la playa vio unos bultos que azotaban las olas. Negros bultos inmóviles. Pensó
en sus compañeros de naufragio. Tadeo, Jeremías, Enrico ...corrió
hacia el primer
bulto. El horror le escapó un alarido de ira. Cubrió el sonido el cuerpo
tumefacto, hinchado, reseco, que comenzaba a ser devorado por los cangrejos que
por
cientos, miles, como
ejércitos de fieras cortaban la carne del hombre. Lloró desconsoladamente.
Quiso arrastrarlo pero el mar estaba lejos. ¿Lejos? Si el olor yodado y la sal
lo patinaba todo. Las olas golpeaban sus pies hinchados, rojos, doloridos.
Empujó al hombre, arrastró la carga y ésta se fue desprendiendo de las voraces
pinzas para hundirse en las aguas arenosas y desaparecer. El mar benigno devoró
el cuerpo. Olvidar. ¿Olvidar? Si sólo iba a vivir unos cortos momentos en ese
sitio de náufragos olvidados por Dios. Recordó su nombre, a su padre, a su
madre, recordó...recordó. El viaje fue magnífico. Maravillosos días
transcurridos en el barco. Su amada
Melisa, sus besos, sus brazos tibios, su cuerpo suave. Recordó su risa y el
dolor agudo de la soledad le estampó un golpe en el rostro. Caminó
desconcertado por la playa. Las gaviotas lo observaban desde las rocas, sobre
las olas, sobre su cabeza, amenazantes. No sintió sed ni hambre. Con paso
inseguro se desplazó por la arena pegajosa y ladrona, hacia las palmeras que
rodeaban las dunas. Un hilo de agua fresca le caía en la boca. Una voz humana
le daba alegría, no estaba solo. Miró sorprendido el enorme
pájaro que rotoreaba apareciendo entre las palmeras. Su padre allí. ¿Su padre?
Lanzado desde una portezuela su padre había caído desde un enorme helicóptero
en su rescate. Trató de abrazarlo, sintió un beso en la frente ardiente. Un
beso de amparo que cambiaba su vida en ese hueco de horror. Sintió a las
gaviotas pasar chillando por su lado. Despertaba de su agonía, de la angustia,
del dolor. Los pájaros giraban y giraban sobre su cuerpo. ¿Su padre allí?
Imposible. El ruido del helicóptero le estallaba en el cráneo . La
metralla impedía acercarse al muchacho herido. Quiso correr hacia ellos. Las
piernas no respondían a su orden. Un extraño sonido hacían sus pulmones
anegados de sangre. Temblaba mucho, temblaba y su respiración expulsaba sonidos
que ahuyentaba los pájaros que revoloteaban su cuerpo mutilado. Un muchacho,
ojos oscuros, lo miraba desde la orilla. Jugaba con un pequeño objeto. ¿Era una
granada? Le sonreía. Se reía con sus ojillos negros y
profundo odio. Vio
la insignia, mejor dicho alcanzó a ver al guerrillero con su consigna clavada
en la mirada. Matar matándose en ello. Juntos, comenzaron a transitar en un
silencio amarillo
que se iba agrandando en una noche punzante, arrastrándose al fin en un
profundo hoyo marino. Un griterío de aves negras rasando los cuerpos
destrozados que se hundían en la profundidad de la muerte.
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