viernes, 19 de marzo de 2021

LLEGANDO A TAIWÁN

  

Fue un viaje mágico. Al pisar tierra y enfrentar ese mundo de gente arremolinada con sus bártulos, ver cada rostro con sus ojos llenos de luz, me sentí que entraba en un el territorio irreal de otro planeta. No veía en ningún rincón un occidental y pensé que estaba irremediablemente en otro mundo. Entendí lo que es ser analfabeto. Cada cartel, cada señal, me era ajena. No entendía qué decían esos signos que ordenaban la vida de los humanos. ¡Gracias a Dios iba rodeada de mis amigos que sí, eran taiwaneses y me ayudaban!

Estaba invitada a la boda de uno de mis alumnos que había alfabetizado en castellano en Argentina. Viajé con toda esa hermosa y generosa familia de 35 personas. Apenas pasamos aduana subimos a una trafic para ir a Taichung, nuestro destino. Cansada y sorprendida, miraba un verdadero enjambre de autopistas que se enrulaban en distintas direcciones y en distintas alturas una sobre otra como los edificios de departamentos de las grandes ciudades.

Desde la ventanilla miraba sorprendida en las casa luces rojas. En mi ignorancia pensé: “¿Cuántos Hoteles Alojamiento o Burdeles?” Cosa que no congeniaba con el estilo de vida de los “budistas” y siendo tan estrictos con la educación de las tradiciones. ¡Me equivocaba! Supe al llegar a la casa de los mayores, que eran los “altares familiares” que se entronizan en cada vivienda a los Antepasados.

Esa noche caí redonda al lecho. Habían alquilado una cama occidental, para mí, ya que ellos duermen en edredones en el piso de la vivienda. A la mañana siguiente sentía la sangre como si hirviera. Era el haber dado vuelta alrededor del mundo hacia oriente. Me esperaban en la casa de al lado. Las viviendas tienen cuarenta metros cuadrados. Y son muy pequeñas. Poseen un baño mínimo, pero con una profunda bañera con agua caliente que disfruté. No tienen cocina al estilo occidental, ya que el ama de casa se sienta en un pequeño escabel, corta las verduras en un recipiente y por orden del gobierno no pueden acumular desperdicios por cuestiones ecológicas. Ya no hay espacio para la contaminación. Es una isla de alrededor de seiscientos kilómetros cuadrados con una montaña en el medio y agua alrededor con más de cuarenta y cinco millones de habitantes. ¡Hasta los perros están en jaulas apiladas una sobre otra en las (ínfimas callejuelas) como en propiedad horizontal!

El desayuno excelente. El cariño indescriptible. ¡Pero me tenía que adaptar a su tradiciones! Por lo que la primera tarea fue asistir a saludar a los ancianos de la familia. En la casa de la “Abuela” caí como un extraplanetario. Me acercaron a la dama que ocupaba un sitio importante. Allí, yo, ignorante recibí un “rosario de cuentas budista” y que tomé afectuosa y le “plantifiqué un beso en la mejilla a la abuela”. ¡OH, el ¡Ay! ruidoso de toda la familia me paralizó! ¿Qué hice? Ella sonrió y dijo algo en taiwanés. (No se preocupe… he visto en televisión que los occidentales se dan besos). ¡Era la primera vez que alguien en su vida le había dado un Beso!!! Ni siquiera el esposo, ni los hijos, ni los nietos. ¡Ni sus padres! Y yo, mendocina ignorante le dí el primer beso de su vida. No sabía dónde esconderme. Pasado ese momento, me subieron a un auto y por tortuosas callejuelas me llevaron a un sitio donde según me explicaron tenía que honrar a el “Abuelo” que había fallecido hacía poco tiempo. Llegamos a un parque de no más de una manzana. Allí había una especie de tumba redonda frente a un atrio donde a los costados había dos estatuas de cerámica de colores vivos, que representaban a un hombre y a una mujer. Vestían trajes tradicionales. Me entregaron tres varillas de incienso color rojo con letras doradas, me indicaron que pidiera autorización a las figuras de cerámica para acercarme a la tumba. Así lo hice. Explicando quién era yo, y luego comenzó mi ceremonia de bendición y honra al “Abuelo”. Lástima que no tenían una filmadora, sería genial para una película ver una mujer occidental, haciendo reverencias con el fuego sagrado de las varillas. Luego el resto de la familia hizo sus bendiciones. Yo como católica me sentí muy emocionada, Dios, pensé está aquí junto a mí.

Cuando regresamos a la casa, me sentí muy feliz. Pero…debía ir a la casa de otro familiar a cenar por mi condición de docente de los futuros esposos. Allá fui, con un regalo: Un disco de Tangos, porque la dueña de casa amaba el tango Argentino. Conocía todas las letras de memoria: Gardel, Tita Merello, Discépolo, Del Carril…en fin yo ni se la mitad y tampoco lo aprendí a bailar, cosa que siempre lamento. Esa noche me recibieron como una reina. Catorce platos diferentes era el menú. ¡La esposa del hijo mayor, cocinaba sin participar de la cena! Yo no lo podía creer.

Antes de la boda, me llevaron a conocer el Instituto donde habían estudiado mis alumnos. Era un colegio Jesuita. El director, un norteamericano, sacerdote, hacía diez años que vivía en Taiwán y a través de mi italiano, ya que no hablo inglés y mínimo mandarín, le pedí la Eucaristía. ¡Nunca lloré tanto como en ese momento! Tan lejos de mi patria, rodeada de budistas y tomado la Santa Hostia, era un regalo que me deparó la vida.

Luego de la ceremonia donde se prometieron Kuo Wei y Pey Ti, me invitaron a conocer el sur; tomamos el tren a Caushung, y atravesamos los campos de arroz de esa hermosa isla. Isla que fue nombrada en la antigüedad como “Formosa” por jesuitas portugueses…y realmente es hermosa. Pasé veintinueve días increíbles.

Siempre me sorprendo reconocer que no conozco zonas de mi país y recorrí de norte a sur y de este a oeste aquella maravillosa y pujante isla: Taiwán.

 

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