Diles que no sé qué fue de Florencio. Que sólo recuerdo que esa noche había luna y era esas noches en que todo tiene una calma extraña. Diles que cuando él, asomó por la ventana no me dijo adónde iba. Creí que al amanecer aparecería con una flor en la oreja y la corbata al descuida en el hombro. Diles que tal vez huyó atrapando las sombras de un sueño. Yo no lo vi regresar entonces y cada madrugada cuando cantan los pájaros siento su alegre silbido y me despierto, pero es tan sólo un sueño. Mi sueño de viejo triste al que le nacen de los ojos unas varias mariposas color naranja. Cuando pienso en Florencio se me anuda en el cuello un sonido parecido a un suspiro, pero no es tampoco eso. Es la tristeza que se trepa desde abajo y se abraza a mi pecho como una sanguijuela.
Esa
noche prendí la lámpara verde, esa que era de su abuela, la de aceite. Esperé
sin palabras, en mi lecho y se me fue introduciendo lentamente y perezosa la
idea del no retorno de Florencio. Recordé su estúpida charla diciendo que se
había enrolado en la lista de unos bastardos. Esos que le dan pelea a los
señores del pueblo y fue una boa constrictora que me apretaba las ganas de
salirles gritando. Diles que nunca supe a dónde ha ido, qué hizo por su mujer
que lo esperó, hasta ayer. Que apareció en el acantilado, de bruces sobre las
rocas, con sus polleras desgarradas al viento. No le digas que yo la recogí y
la envolví en su vestido de gala. La llené de flores nuevas de colores
brillantes y la dejé junto al muro del cementerio como a todo suicida. Diles
que me humillé esperando el permiso que no llegaba nunca. Dale en
agradecimiento este fajo de billetes para adormecer sus conciencias. No le
digas que aún espero. Ni le nombres a los niños que ya están por los catorce.
No vaya que los recuerden y les dé por buscarlos. Diles que soy el padre que
está perdido en su olvido de los ochenta años vividos entre los mares. Qué sólo
sé dónde como, que sólo repito fechas de historias tan olvidadas como las
guerras pasadas. Diles que ya ni el nombre de Florencio he recordado. Hoy
caminé por la calle buscando algún rostro amigo, y no conocí a nadie. Que los
barcos en la dársena son distintos y ya no podría lanzarme al mar en busca de
pesca. Diles que no soy ya el hombre que algunos conocieron, que chocheo. Es
sólo para despistarlos. Los niños me necesitan, no vayas ha denunciarme. Diles
que Florencio ha muerto y que ellos ya lo saben.
El
viejo sale con su bastón blanco hacia la calle. El comisario desde su ventana
lo observa. -“Ese viejo zorro debe saber muy bien dónde está el hijo”. Ya va a
caer.- murmura entrando a su guarida. La calle engulle al viejo que se desliza
en su pena hacia la casa solitaria y sombría. ¿Adónde estará Florencio, adónde?
¡Carajo!
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