En una de
esas tarde de otoño, Antonia, quiso sacar las cartas de truco de la gaveta del
secreter. Junto a ellas, en el cajón del viejo estaba el revolver sobre unos
guantes azules.
Abrió la
boca y los ojos sorprendida. Tomó coraje, lo sacó, y apuntando al piso,
temblorosa, casi corriendo, encaró al tío.
-¡Fuiste
vos, hijo de puta…! ¡Fuiste vos!- gritó al borde del desmayo.
Con
parsimonia calculada el hombre dejó la lectura y la miró. Severo, por sobre los
anteojos la observó iracundo.
-¡Qué mal
mijita, qué mal! Tan viva que parecés. Tan viva y no te pusiste los guantes.
Ella
petrificada sostuvo el revolver con todo el peso del mundo.
-¡Sí, no me
puse los guantes, tío! Pero ayer compré veneno para roedores en un barrio
alejado de casa. Tu desayuno, tu almuerzo y ese té que de tu hermosa taza de
porcelana bebes ahora, me servirán para explicar tu deseo de suicidarte al
morir tu amada hermana y
-Estás
loca.- dijo el hombre aterrado.
-Mira ya te
está haciendo efecto, lo veo en tu color ambarino, en la espuma que sale de tu
boca y toca tu bigote…
El hombre
se llevó la mano al pecho, un sordo ronquido lo despidió de la vida.
Antonia
guardó el arma, nunca le había dado veneno. La conciencia sucia del tío y un
corazón débil por la vida disipada y el miedo se cobró venganza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario