Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia
fuera.
Un fuerte
portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha
discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”.
Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no
saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser
mujer.
Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.
Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.
Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!
Doctor, el teléfono celular de
María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin
aviso. ¿Qué hacemos?
Bueno ya mando una persona a su
departamento.
Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.
El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.
Tumor encefálico muy avanzado con
dolores que han hecho crisis. “Hace
por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que
eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor
de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su
ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.
Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es
ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios
apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar
nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.
Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.
La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.
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