Las paredes de la sala están soñando una piadosa pintura que oculte la humedad y las grietas del tiempo. Los postigos caen como mechones de crines verdosos sobre los alfeizar de las ventanas. Sin embargo, se siente la tibieza de los fuegos que se entremezclan en el aire desde la cocina. Imelda, hace magia con las ollas y el cuchillo del abuelo. Saca exquisitos menús de la pequeña huerta y el gallinero. Algunas veces, los primos traen liebres o conejos silvestres que cazan en los campos del patrón. ¡Siempre a escondidas, puesto que él, ha prohibido que se cace en su finca! Todo es de su “señoría” y los muchachos como aventura se van en días de niebla o lluvia y hacen sus “fechorías”. Comer esas delicias es nuestro privilegio casi infantil.
Este otoño, nos propusimos
recolectar setas y hongos, para lo que Diana y yo, salimos por los caminos a
buscar en los pinares los tan codiciados por Imelda.
Esa mañana, cuando regresamos
el patrón nos obligó a darle nuestra cosecha de setas. Yo, me quedé llorando.
El viejo gruñón es maligno. Es tan avaro, que se le revientan los pantalones en
los bolsillos por llevar monedas y billetes. No suelta nada, y a veces cuando
anda husmeando por la zona, es sólo para ver si los muchachos están cazando o
holgazaneando en los bosques de pinos juntando piñones.
Lamentablemente encontró a
Bernabé con dos liebres colgando de su espalda. ¡Se armó de una fusta y lo puso
de rodillas para golpearlo hasta sangrar! Y no pudimos hacer nada. Yo fui a
buscar al boticario, que llegó y al verlo se estremeció. ¡Es un demonio, este
hombre, dijo! Se lo llevó en grupas del caballo hasta la ciudad. Dejó una queja
en el cuartel de policía. Pensó que podría ayudarlo. Fue peor. Lo arrebataron
de la sala donde lo curaban y lo llevaron al cuartel. Yo supe por un vecino que
nos avisó. A la tarde me preparé. Le
llevé una cesta con queso y pan que hizo Imelda. Y cuando lo vi casi muero de
pena. Lo habían dejado en el cepo, colgaba con la cabeza abajo y le sangraban
las manos. Le dejé a un guardia la comida. Me prometió que le daría. Lo dudo.
Corrí calle abajo y regresé a la casa. Vengo de verle la piel, hecha jirones,
con diez golpes, marcas de sus manos que acariciaron mi cuello, sin ningún
sobresalto en cada una de mis siete palpitaciones del corazón desgarrado.
Imagino que así debe ser la vida en el
futuro, sólo penas y resistencias.
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