Sólo murmuraba: “Se
acabó no la puedo aceptar”.
El hombre como sonámbulo
caminó con el cuchillo en la mano. La calle se alejaba dejando atrás a Diomara.
Ella yacía en el polvo del camino que la trajo con engaño de amor.
Entonces,
la muerte, se acercó con un suave beso metálico. La ira los envolvió. La
parturienta comenzaba a pujar cuando Feliciano Arroyo le hincó la faca en el
pecho. Ciega por la sangre que perdía, siguió pariendo con dolor, pero alegre
de completar la dicha de ser una mujer. Elevó la vista hacia el resplandor que
se avizoraba entre los árboles. El vagido del niño despertó su esperanza. Fue
desplegando un heroico par de alas de color ceniciento rojizo. Una mano amiga
recogió al pequeño y ella voló. Voló hacia la luz que se asomó junto con un
rayo de sol. La melodía y el aroma
de rocío y azahares afloraron junto con la vida de su cuerpo herido. De su
pecho manaba leche para el niño ángel que nacía a la vida y ésta era más fuerte
que la furia y el odio de Feliciano Arroyo.
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