Hermenegildo Gueraldez
Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos.
La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle
del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras,
tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia.
Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda
y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de
sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.
La cena opípara, le fue
servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un
fugitivo en su espíritu. Se durmió.
Tras la corta espera,
arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña
Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el
coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros
cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.
Comenzó con Don
Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que
transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de
caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.
Con ese hombre fue imposible.
Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas.
Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol
inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta!
Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de
escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos,
se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la
estancia.
Hermenegildo comenzó a
participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas
caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa
de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el
puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios
compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y
recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que
cambiaba por oro.
El retrato estuvo listo
y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el
padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón,
quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.
Le tocó primero a Guillermina,
que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún
su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda
excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de
labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el
regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De
cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría
el mundo en cualquier recodo del camino. Con
Clementina fue la
última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece
años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la
frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser
amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y
charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen,
cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de
las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca
quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró
perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance
para pedir la mano.
Igual habló con Don
Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en
el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de
la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó
solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su
triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el
alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.
Al llegar a su tierra,
pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien
pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó
una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado
viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo
esperaría?
Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó
a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña
Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un
embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de
Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras
su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y
ternura.
Los ojos recobraron
vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con
el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada,
se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.
Llegó la boda de su
hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a
Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y
juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las
paredes con alegres caritas.
Los hermanos emigraron
a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de
vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca
volvieron.
Una mañana, cuando
Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras.
Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el
leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada
esposa hacia el espacio de la verdad y duda.
Para tenerlo cerca,
colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al
momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas.
Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.
¡Por lo menos eso nos
han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay
que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario