Usted no lo conoció. Asdrúbal Segovia, el hijo del hacendado, gustaba de las rameras. Verlas caminar semidesnudas por el lupanar; con sus nalgas bailoteando en su andar por los pasillos, con las tetas algo flácidas en vaivén de acá para allá. Siempre buscando un granuja que las atrapara. Les sacaban todo el dinero que tenían. ¡Eso era lujuria! ¡Y eso era su única dicha!
No era malo el
Asdrúbal. Era tan sólo un miserable lleno de desconcierto sobre la vida. Un
insecto lleno de miedos y que olisqueaba el perfume de cebolla que descargaban
los sobacos de las pupilas. ¡Ni hablar de las jóvenes nuevas! Esas que llegaban
aterradas, desterradas de sus ranchos por ignorantes y padres mal entretenidos.
Las seguía como el
zorro en celo. No podía sentir el olor de la fritanga de ajo y cangrejo que
había en los pasillos del lupanar. Eso era el éxtasis, se excitaba y deliraba,
pero sufría. Un pillo desvergonzado e ignorante que fue cuidado por una madre
enferma de tisis que lo dejó siendo niño. Su existencia fue un desastre. El
olor caliente de los intestinos flojos de su mamama, o de la “Niña”, lo
enloquecía. Salía por las siestas abrasadoras buscando la orilla del río, donde
desnudo retozaba, hasta que vio a un mulato atrapar una muchacha y escondido entre
los matorrales aprendió. Quiso ser igual de atrevido y ganador. Tenía trece
años y ninguna lectura. Ni números en el ábaco.
Así creció el Asdrúbal,
como perro en celo. Su hermana,
Ya el muchacho, no
recordaba su cara ni su figura. Sí, cuando dormía, soñaba con los gritos que
daba cuando golpeaba a los animales del corral, a los azotes que daba en la
baranda del balcón profiriendo blasfemias. Un bebedor que dejaba su huella en
los bares de poca monta del poblado.
Una mañana lo
encontraron tirado en el portal de la hacienda con un enorme tajo en los
brazos, un ojo hinchado y negro; casi desnudo, con barro y sangre por cada
orificio de su cuerpo. ¡Era una venganza de algún petimetre del lupanar!
Lo llevaron al médico,
que no quiso atenderlo, en principio. Cuando vio los billetes, llamó a su mujer
y luego de lavarlo, comenzó a coserlo como a un fiambre. Los gritos se oían
desde una calle abajo. Así se quedó en la casa de su familia.
El cloroformo lo dejó
medio dormido por muchas horas y cuando despertó no podía hablar ni moverse.
¡Menos mal, decían todos! Pero los días pasaban y las cosas seguían igual. Así
es que la casa parecía un hospital. El olor de los remedios y tisanas, el ruido
de los pasos sordos de cada familiar era un cambio fenomenal en la hacienda.
Tomaron a un “toruno”,
un muchacho joven muy fuerte que lo levantaba en brazos para poder cambiar las
sábanas y limpiar su cuerpo de las heridas malolientes. Apenas hablaba el mozo
y Asdrúbal, gemía por el dolor caliente de sus costuras, esas que le habían
salvado la vida. De noche despertaba a los gritos, soñaba con la muerte.
Mamama hizo traer a un
fraile de
Largo fue su tiempo en
el sanatorio y tan diferente regresó, que desde entonces se trata de otra
historia.
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