Llegó a la escuela trasladada de
una escuelita de frontera. Llegó así de pronto, con sus ojos azules, profundos
y bellos, el cabello canoso y rizado. Callada, tenue y bondadosa.
Nadie se atrevía a calcular su
edad. La piel quemada por los fuertes soles y vientos arrachados de la montaña,
no nos permitía imaginar cuántos años había pasado allá, entre los criadores de
cabras.
Cuando acariciaba a un niño, con
sus manos callosas y arrugadas, parecía que regalaba pétalos de flores
silvestres.
Se llamaba Justina. Su nombre hacía
mérito a su bondad y dulzura, ya que siempre tenía una palabra amable y una
sonrisa en los labios, para todos. Era soltera y estaba sola.
Cuando alguien no sabía realizar
alguna tarea de cualquier tipo, ella calladamente se ofrecía para hacerla en su
lugar.
Era "la maestra"; la
madre; la amiga; pero, ¡estaba tan sola! Cuando terminaba la jornada, tomaba su
portafolio y con pasos lentos salía de la escuela, sin apuro, hacia el oeste.
Vivía sola. Ahora, ¡imagino su
habitación, que debía oler a espliego y colonia fresca! Prolija, ordenada, limpia y tal como era ella,
una dama a la antigua.
Un día llegó a la escuela un hombre
calvo, delgadísimo, que transportaba, una
vieja y gastada valija de cartón. ¡Oh, maravilla, había llegado el
"titiritero", con la magia de sus muñecos de pasta, madera y trapos
coloridos!
Cuando vio a Justina, parada en el
patio; rodeada por los niños que gritaban y corrían en el recreo; tembló como
un muchacho joven y se quedó parado, clavado en el piso, tal si nunca fuese a
despertar de ese sueño increíble.
¡Hacía más de treinta y cinco años,
que buscaba a esa mujer...! Pálido y presuroso, a grandes pasos se plantó
frente a ella. Mudos, ambos, se contemplaron.
Unas lágrimas suaves comenzaron a
recorrer las mejillas de esa adorada mujer y del cansado
"titiritero".
La escuela siempre bulliciosa, de
golpe se quedó silenciosa, todos intuían un gran acontecimiento; los niños como
pájaros callados, los rodearon, los miraban y esperaban ansiosos algún suceso,
que creyeron estaba ahí, ante sus ojos.
Las manos avejentadas, tendidas y
trémulas, apenas trataban de tocarse; pero no se atrevían, no lo hacían, para
no romper el hechizo. Era un éxtasis tal, que apenas parecía que los corazones
se oían al unísono.
Caminaron hasta la calle, juntos, y
salieron, sin decir nada.
Todos nos quedamos callados y
volvimos a nuestras tareas, con una rara sensación de sorpresa.
Al día siguiente, volvió Justina a
la escuela muy alegre, feliz, pero silenciosa. Como siempre. Nadie se atrevía a
preguntarle nada, sobre lo acontecido. A la hora del té ,las maestras la
rodearon expectantes, ella sonrió y comenzó
a decir... -El, se llama Nicolás y fue mi primer y único novio, allá por
mil novecientos cincuenta y siete, pero mi padre, que era muy severo, me
prohibió verlo, me llevó muy lejos, a vivir en el campo y no lo vi más. ¡Nunca supe la causa!- dijo mientras revolvía
su té frío. -Ayer cuando lo miré, mi corazón casi se detuvo. No podía creer lo
que veía! Él, también me buscó durante todos estos años, como yo lo esperaba
.Dejó su carrera de profesor y se dedicó a esta vida trashumante, buscándome. ¡Nunca
se casó y me encontró después que hemos sufrido mucho! -se quedó callada y
respetamos su silencio.
Pasaron los días y vimos como se
transformaba. Estaba alegre, cantaba. Usaba ropa clara y fresca; hasta parecía
mas joven.
Llegó el otoño, y una tarde entró
un policía al colegio, buscándola. El revuelo fue tal, que hizo que todas las
maestras saliéramos al patio.
- Un accidente, un micro había
atropellado al "titiritero"- habían encontrado en su vieja y destartalada
valija, cartas, fotografías y sus muñecos, como mudos testigos del amor y
fidelidad infinita, junto a la libreta de casamiento de Justina y Nicolás.
Justina no volvió a la escuela.
Tratamos de acompañarla en su dolor y soledad pero ella se resistía.
Hace unos días, un alumno de mi
grado, que es muy andariego, me dijo.-Señorita Rosalía, sabe, vi a la maestra
Justina, dándole de comer a las palomas en la plaza de Godoy Cruz, toda vestida
de negro, yo me acerqué a saludarla, pero no me reconoció y me preguntó si yo
no había visto a Nicolás, el "titiritero" - y a todos los que pasaban
les regalaba una flor.-
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