viernes, 21 de enero de 2022

PESCANDO SUEÑOS


 

 

ILUMINAR EN UNA NOCHE CÁLIDA, LA CUNA DE UN BEBÉ  QUE DUERME PLÁCIDAMENTE.

 

                Por la ventana ingresaba una suave brisa marina. A lo lejos, se oía el estrépito de las olas que trepanaban el silencio de la noche. Lucila, apagó el candil, se agachó a besar la frente de los niños y abrió la puerta para salir de la alcoba. Una casa pobre de pobres pescadores. Un enorme amor de familia en espera de cambios. A lo lejos las barcazas desfilaban hacia el mar. Toda la esperanza del día, puesto en esa marcha por la ruta desdibujada de la costa.

            Se acercó a la chimenea y agregó unos pocos leños para atizar el fuego que adormilado se desprendía del calor con avaricia. En un caldero un olor de ajos y cebollas con pescados daban el humor de hogar al recinto. Se acodó en la hamaca con el costurero, tomó el pantalón de brin y enhebró la aguja con hilo encerado. Tenía que ponerle un parche en ambas asentaderas, gastadas por sentarse sobre las maderas del bote, la sal y el agua que todo lo consume.

            Tomó un trago de ponche, comió un trozo de pan de centeno y siguió dale que te dale peleándole a la tela. Pensó en Bartolomeo, que sin fatiga echaba las redes todos los días al atardecer en las aguas heladas de la bahía. Recordó el día que lo conoció. Era verano y lo vio acodado en la baranda del muelle con la mirada perdida en el azul del mar  que se apareaba con sus ojos azules. Antes tenía el pelo largo y anaranjado, como su hijo y su madre. Ahora le quedaban algunos mechones canos que se volaban con el viento bravío de la marejada.

            Pensó en los besos que le daba, y un pequeño remolino se le apretó en el vientre. Sintió el roce de sus manos ásperas por las faenas y trabajos de arrear velas y trinquetes. Despertó el bebé, que había dormido en la paz de la tarde, descubrió al pequeño y lo atrajo a su pecho, manantial de leche. Retozó el niño y alegró la madre su día de labores, terminó de mecerlo y lo dejó en la cuna que labrara su anciano padre cuando llegó la niña, la primera.

            Un relámpago iluminó el cielo a la distancia. Supo que regresaría pronto el bote al muelle. Dispuso en la mesa un mantel a cuadros rojo y blanco, que comprara en la feria hacía como unos cuatro años atrás. Puso dos tazones y una jarra con vino tinto. El pan brilló con el rojo del hogar y la cuchara resbaló sobre el acuadrillado gastado. Esperó. Otro trueno y un relámpago. Ya llega, pensó y tomó la imagen de santa Bárbara para prenderle un candil.

            Serena siguió cosiendo. El ruido de los afanes de Bartolomeo la distrajo. Abrió la puerta y una luz hizo que desatendiera lo que tenía entre las manos y la sonrisa ufana de su esposo la despertó del silencio. “He pescado mucho esta noche, tendremos que ahumar bastante. El mar estaba raro, como esperando los botes y las redes parecían a punto de reventar”. Bajó las cestas con variedad de peces. Algunos cangrejos y pulpos que colgó con alambres en la campana de argamasa del fogón.

            Lucila buscó la sal y el pimentón. Sacó el cuchillo afilado y comenzó a desescamar y limpiar desesmallando las patas artríticas de los cangrejos. Restos de valvas de mariscos entre los peces y fracciones de hilos de redes rotas que enredaban las aletas y branquias de los animales. Comenzó a cantar. Ya no tendrían que salir por algunos días al océano. Por la ventana se iluminaba el bebé con la luz engañadora de los refucilos y la carita sonrosada, plácida y feliz del niño, llenó el ambiente de insospechado jolgorio.

            Bartolomeo, se bañó en la tina que con agua tibia le preparó Lucila, se vistió con su ropa de cama y prendió la pipa que con perfume de chocolate envolvió la estancia.     Esa noche notable había marcado un momento de auténtico provecho. Ella, le llenó el tazón con la caliente comida jugosa y se sirvió un vaso de vino. El la tomó por la cintura y la besó largamente. Su día memorable estaba completo. De pronto se abrió la puerta y apareció la niña  que volaba de fiebre. Tenía las mejillas rojas por la calentura. Corrió Lucila con una hila mojada en agua helada y se la colocó en la frente. Bartolomeo la alzó y depositó en el lecho. Húmedas de sudor, sus mantas se arremolinaban sobre la almohada.

            Corrió el padre, se puso una gabardina y salió en busca del médico. Cuando este llegó, el perfume de espliego y menta, lo tranquilizó. ¡Esta es una mujer que sabe, pensó! Es una amigdalitis, pasará pronto, les dijo. De las curtidas manos cayeron las monedas que habían atesorado. El galeno les puso unas medicinas en un sobre e indicó cómo debían usarlas. Los regañó. ¡Demasiado calor en este ambiente!

            Lucila se durmió sentada al costado de la cama de la niña. Al despertar estaba peor. Respiraba con gran dificultad. Volvió el doctor y aconsejó llevarla al hospital. Allí, descubrieron que tenía tifus. A los dos días dejó de respirar. Lucila lloraba amargamente. Bartolomeo tratando de ser fuerte abrazaba al bebé con suma ternura.

            Esa noche, llovía a torrentes sobre las calles solitarias y en la casa de los pescadores, un murmullo de ángeles revoloteaban cerca de la ventana por donde las luces caprichosas del cielo iluminaban el dolor hecho padres.   

 

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