El Víctor descorchó el último champagne y abrazó goloso a
No era rubia. El peluquero había hecho maravillas para que luciera así. No importa. La tomó por la cintura sentándola entre las piernas. Sintió escalofrío. Esa mujer lo volvía loco.
Ella con una corta mirada sopesó el salón, la ropa, los muebles y la vajilla, que había desplegado el hombre. Su calva relucía con tanta luz y los ojitos, casi cerrados por el alcohol, la desvestían con su desvergüenza de borracho.
A una seña de Ronaldo, se acercó a la boca del tipo y lo provocó a un beso. Escapó a tiempo con un gritito histérico y comenzó a cantar un bolero de moda. Él sollozó por el cuerpo perdido. Ella escurridiza, lo incitaba con mohines teatrales. Era el candidato preciso y precioso para timar. Cuarentón, soltero y con guita. El Ronaldo le hizo un signo y alargó un pie desplazando el tajo del vestido que envolvía la pierna. Un muslo fuerte y cobrizo, engolosinó al hombre que la manoteó sin pudor. Cayó en un sillón, apoltronando el cuerpo apetecible en los brazos y alargó los dedos rasguñando, agatunada, el rostro sudoroso de deseo. Acarició torpe los senos de la hembra. Dio un salto, y volvió a cantar con voz de loba en celo.
Había aprendido eso después de escaparse de su casa. Allá en medio de fincas y huertas nada encontraba divertido. Soñaba con las novelas que veía en la televisión y pensando que la vida era fácil, una tarde de otoño, cuando un mantón dorado cubrió el verde, huyó de lo que creía era una verdadera esclavitud. Una noche de tiniebla la acogió. La ciudad la deglutió sin fantasía. No tuvo escapatoria. ¡Prostituta! Eso fue. Era. Sería por siempre.
Un día de tormenta, la enganchó el
Ronaldo. Las contrató, a
Cada fin de semana había una fiesta. Cada vez más podridas, con cocaína, crac y juegos pervertidos. Aprendió a vestirse de otra manera, a pintarse mejor. Se tiñó el pelo casi blanco. Frente al espejo se cantaba “La rubia Mireya” y se paraba como las viejas actrices de los cincuenta. ¡Esas viejas sí que eran bárbaras!
Él se le reía en la cara, el Ronaldo, digo, porque ahora en los brazos de ese gil, se sentía Marilyn Monroe. A ella qué le importaba si lo timaban después, “Era el destino de los lujuriosos”, leyó en una “Gente”. Y, si lo decía, Mirta Legrand era fija. Esa noche, el Víctor después de varios morbos depravados, se durmió en su cuerpo. Cuando despertó, no estaba ni la rubia, ni su dinero, ni los cubiertos de plata de su abuela, ni las pieles de su difunta madre. ¡Todo se había esfumado como en un sueño! No podía denunciarlos. En el Banco, la tele, la radio y el club, hablarían de su berretín de andar con putas y travestidos. No, no podía.
Llegó la época de Vendimia, la
ciudad se llenó de turistas y de gente exótica. Las calles hervirían de patanes
cargados de billetes de todos los colores. Pero, esa noche no quiere salir.
Prende la tele y se queda pasmada frente a la pantalla. Comienza a llorar y
—Mirá, che, ésa que va en el
carro, esa bonita, la reina, es mi hermanita menor,
La compinche la abraza y llora
con ella.
—¡Si me hubiera ido en época de
cosecha, no estaría tan lejos!
De pronto, en la pantalla, la imagen del Víctor enfrenta a los
televidentes abrazando por la cintura a la niña. Lo muestran como un galán
atrapando el cetro que tiene
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