Allí,
frente a mi mesa en el bar encontré sus ojos. Era un hombre triste, con
recuerdos ocultos en el pelo de la barba candado, en los párpados enrojecidos
por no dormir de noche. Miró lo que leía. Dos o tres revistas y libros de
arquitectura. Era corpulento, pero tenía el cuerpo como acurrucándose sobre sus
pena.
No es mi
costumbre mirar a los parroquianos de los lugares que frecuento, pero me dejó
preocupada y sentí deseo de hablarle. Mauricio, el mozo que siempre me sirve el
cortado con una medialuna caliente, se acercó y disimulando su voz me dijo. Se
le acaba de morir la mujer en España y dejó al hijo de trece años solo allá.
Está desocupado y no sabe qué hacer.
El hombre
estaba derrotado. Y yo sentí todo un mundo de pena por él. Como trabajo en una
empresa de viajes, le escribí en una servilleta que si podía hablar con él.
Apenas leyó el billete. No levantó la cabeza. Me hizo una leve seña de difícil
comprensión. Me acerqué acompañada por Mauricio quien le explicó quien era yo y
que podía ayudarlo.
Entablamos
un breve y extraño diálogo. Ofrecí un pasaje de atención, esos que acumulamos
con nuestro trabajo y así él, podía viajar a buscar a su hijo, pero no aceptó.
Agradecido
me dio la mano se irguió y salió dejando dormidos sus libros y revistas sobre
la mesa. Nuestro nexo, Mauricio los recogió y guardó en un estante. Me contó
que antes iba todos los domingos a tomar café cortado con leche sin azúcar en
la confitería de la peatonal entre las 12 y las trece. Entonces se quedaba
escribiendo o leyendo largas cartas que le mandaba a su hijo o recibía del
chico. Desde que se quedó sin trabajo en un famoso estudio dejó de ir y desde
ayer había vuelto. Era el espectro del que fue.
Quedé
anonadada, cuando al salir para la oficina lo vi. ahí, anclado en la vereda
mirando la nada. Su cabello corto estaba desgreñado y alborotado. Había mermado
el color de su piel y se acercó como si los pies fueran de plomo.
Señora.
Disculpe. Quiero que me venda dos pasajes a España yo le voy a pagar con un
reloj de oro de mi padre. Sólo eso tengo para poder ir. Él, me necesita. Allá
tengo algunos colegas y amigos que seguramente me ayudarán.
Le sonreí y
le extendí la mano. Temblaba. Su ropa sport, estaba algo ajada pero se notaba
que había tenido una hermosa vida. Mi ropa era la ritual de una oficinista que
vende sueños para otros. Lo invité a seguirme hasta el negocio. En la puerta,
grande fotos con paisajes de playas remotas y palmeras, un coliseo romano
vetusto y un enorme crucero, intimidaban a los que nunca pudieron subirse a un
avión, a un barco.
Le completé
los trámites y guardé el reloj. Yo esperaría su regreso para devolverle ese
precioso objeto que seguro era muy preciado. Él, se sintió agradecido. Creyó
que lo tomaba como pago.
Lo dejé de
ver. Mauricio recibió una carta desde Madrid, diciendo que regresaba en
primavera. Una mañana que fui a la cafetería lo vi. Estaba acompañado por un
muchacho hermoso, muy parecido a él. La silla de ruedas en la que se movía era
muy moderna. Sabía que había sido a causa del accidente con la madre, donde
ella murió y el quedó vivo. Le dejé el reloj en la mesa, en un momento en que
se paró para ir al baño. El chico no entendía nada. Yo desaparecí rumbo a casa
donde mi esposo me esperaba para tomar el avión hacia una de esas playas de
ensueño que adornan la vidriera del negocio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario