jueves, 6 de enero de 2022

EL HOMBRE DEL BASTÓN

 

Amanecía en “Las Compuertas”, campo si los había, pletórico de sembradíos. El trigo en paños se movía como la cabellera rubia de una doncella, los girasoles, abrazaban el sol con un esfuerzo supremo de convertirse en ese inmenso disco de fuego, alabando al demiurgo, el maíz estiraba sus verdes brazos hacia el infinito con sus penachos dorados que inseminaban los granos de los maíces.

El ladrido de los dogos, alteraban el suave sonido de las aves. Unas nubes rosadas se almacenaban sobre los eucaliptos al oeste. Entre la vegetación, sobresalía la casa. Antigua y dura. Las piedras con musgo empobrecían las viejas paredes despintadas y la cal sólo se enseñoreaba en las zonas altas. Los ventanales distraían la mirada de los que se atrevían a llegar hasta el portón de hierro en la entrada. Atadas con cadenas, se retorcían los postigotes rotos por las tormentas.

Un parterre de flores amarillas, apretaban sus pétalos dorados, confiando en la orilla de la escalera la entrada. La puerta, despintada había sido verde. Una aldaba de bronce, con la figura de un extraño duende o demonio, servía de anzuelo para llamar a los habitantes de ese caserón avejentado.

Celmira, se asomó, cuando los animales comenzaron a desgarrar sonidos agudos. Una sombra se deslizaba sobre los pastos duros del camino. Un sombrero negro, ocupaba el cuerpo de un alguien atrevido y ajeno. La capa soportaba el torso desgarbado del personaje y un bastón sobresalía a cada tranco que revoleaba para sacarse de encima los perrazos.

¿Quién vive? Gritó la mujer, secándose en el delantal las manos húmedas de miedo. Deténgase o disparo. Los animales dejaron de ladrar y zigzaguearon alrededor del cuerpo mustio y desgarbado. Ella, abrió la ventana con cuidado. Apenas asomó el rostro y el perfume del tabaco fino y a humedad del susodicho, le dio en la nariz.

Mi nombre es Plácido Villoria. Vengo desde el Cortijo de Andrada. Me envía don Lezica. Quiero hablar con usted o con su padre.

Celmira, sintió un escalofrío. ¿No sabía Lezica que su padre yacía en un lecho perdido, sin conocer a nadie, ni siquiera a ella? Cerró la ventana y pidió licencia para acomodarse un poco. En realidad, buscó el viejo revolver de Francisco y lo escondió bajo su delantal de cocina. Abrió lentamente la puerta. Lo miró de frente. Unos ojos negros se clavaron punzantes en su rostro. Hable conmigo, mi padre duerme y no lo voy a despertar por un desconocido. Hizo un ademán y la rodearon los mastines.

¿Puedo pasar?- dijo el desconocido. ¡De ninguna manera! Acá no entra nadie sin mi consentimiento o el de mi capataz. Francisco ha ido a comprar herraduras y un barril al pueblo. Regresará más tarde. ¿Qué necesita?

Disculpe mi atrevimiento, pero, don Lezica y su tío Andrada, me pidieron que viniera a por la cosecha del trigo. Quieren comprarla y yo se las voy a llevar al molino de Ahumada. Quieren que me diga un precio a pagar por todo el grano.

Celmira, se acomodó contra la pared, necesitaba aire. ¿Cuánto podría pedir por semejante cantidad de trigo? Se restregó las manos. El hombre clavó sus ojos de ascuas en los dedos deformados por el trabajo duro que veía en ellas. Lo voy a pensar. Esperaré que venga mi capataz y haré números con mi padre.

Plácido Villoria sonrió, le brilló un diente forrado en oro en una boca austera de otros dientes. Si quiere lo esperamos. O despierte a su padre y él, podrá decirme cuánto quiere. Sacudió el bastón sobre el lomo de un animal que se acercaba mucho. ¡Ey, no me muerdas tunante!

Sal de ahí, Ulises, el señor te tiene miedo. Y el animal bajó las orejas pero el brillo de los pelos marrones, erizados, reflejaba su astucia y atención. ¡Dije que no pasa nadie a esta casa!

A lo lejos una nube de polvo se acercaba. Era Francisco que regresaba antes de lo previsto. Llegó con los caballos sudados y sedientos. Al apearse, mostró el trabuco en su cintura. ¿Qué anda buscando el caballero? Doña Celmira, vaya adentro que yo me arreglo con este señor.

Ulises, se sentó entre ambos gruñendo. Celmira, ingresó, pero quedó con las orejas pegadas a la ranura de la puerta. Desconfiaba de ese hombre. Difícil que Lezica y Andrada, no supieran que su padre tenía demencia senil. Ellos, si bien hacía tiempo no venían por el campo, sabían por los obreros, que el dueño de Las Compuertas, ya no sabía ni que su hija era ella. Quien lo cuidaba, le daba de comer en la boca y lo afeitaba. Difícil era bañarlo. Y el médico venía una vez por mes a revisarlo, darle algún remedio o tizana para que no tosiera tanto. De golpe sintió un estampido.

Abrió la puerta y Ulises, saltó sobre el bandido. Le asió con sus colmillos la mano y evitó que detonara otro balazo a Francisco. Éste, yacía bajo un charco de sangre. Un calor agrio le atravesó el cuello a la mujer y un grito salió apenas de su garganta herida.

La empujó y con el bastón le hincó un afilado puntazo en el pecho. Ulises, cayó herido también, y se vinieron los demás animales y desgarraron al asesino.

La noche se desparramaba sobre la escena cuando llegó un desorientado Lezica, herido pero vivo. Él, no había logrado desatarse antes, para avisarles a sus vecinos que ese matrero les venía a robar.

Cuando abrió la puerta de la habitación del viejo, éste, lo miró y dijo: Lezica, ayude a mi Celmira y a Francisco. Algo malo ha pasado. Yo nunca he podido. Y se volvió a perder en su universo de olvidos.

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