lunes, 29 de abril de 2024

UN MINUTO QUE CAMBIÓ MI VIDA

 

 

            Un viento helado atravesaba el barrio. El tiempo de vacaciones arrebataba a los pocos transeúntes las ganas de andar. Todos se hubieran querido quedar en su casa y descansar, pero siempre hay gente ocupada. Clarisa se vistió con poca dedicación ya que entre el frío y el viento, no sólo se arropaba, más bien se disfrazaba. Era extremadamente friolenta. Cómoda, le decía su mamá cuando aun vivía con sus padres. Pero ella que ya no era una joven adolescente, hacía caso omiso a su presión. La mujer quería verla vestida como las jóvenes de las telenovelas.

            Buscó una bolsa de la alacena y sacando la llave de una pequeña percha que servía para no perderlas, cosa que le ocurría seguido, salió. Un ráfaga helada la traspasó. Haciendo un esfuerzo para no volver, se alejó hacia el supermercado. Allí la temperatura era agradable. La joven que la atendía siempre en la panadería, le sonrió y con voz cómplice le dijo:- Aquí, Clarisa, están sucediendo cosas raras. Fíjate, que esta mañana oí al señor Charles gritar en un idioma que nadie comprendió.- y se ocultó tras el mostrador haciendo un ademán de silencio.

            El hombre, dueño desde hacía sólo un año más o menos, se acercaba con el rostro adusto. Sus ojos orlados por negras ojeras, parecían pintadas por un artista del oriente. Masculló un saludo para Clarisa, que siempre le hablaba amable y se alejó por entre las góndolas. Desapareció tras una pequeña habitación en la cual vivía.

            Clarisa, se proveyó de facturas y pan roseta. Luego fue hasta los lácteos y buscó leche sin colesterol para su abuela que vendría el próximo lunes, queso magro y manteca. Siguió por el café, sacó unas cajas de té y un paquete de yerba mate, ya que esa tarde venía su prima Isabel a copiar unos temas de la computadora. Era una adicta al mate, Isabel, y en su casa no, sólo de vez en cuando su papá bebía en saquitos o si lo cebaban bien tomaba tres o cuatro mates. Por eso ella no bebía esa infusión. Luego, cuando iba a pagar, observó que el señor Charles se acercaba distraído. Cuando de repente, vio por la vidriera que un automóvil oscuro se detenía y de él, descendían cuanto hombres envueltos en gabardinas negras. Se puso muy pálido y trató de esconderse, pero era tarde. Los extraños personajes lo habían visto y apuraban el paso. Entraron y allí mismo esgrimiendo un arma cada uno, le hablaron en un raro idioma que Clarisa, nunca había escuchado. Fue un minuto en que todo cambió.

            Ella trató de interponerse haciendo que no comprendía, como para ayudar al señor Charles. Éste, le dio un fuerte empujón que la hizo caer. Eso evitó que un proyectil, le atravesara el pecho o la cabeza. El tiroteo fue corto, cortísimo. La poca gente que compraba,  gritaba y corría asustada. Los repositores y las cajeras estaban sudando en el suelo. Nadie pronunciaba una palabra, cuando los hombres salieron, ascendieron al coche y huyeron por la calle Los Patos, doblando por Río Azul. Clarisa, se acercó a Charles que murmuraba en un idioma extranjero. Asido a sus manos le suplicó en un tosco castellano entrecortado, que llamara a un número que su mano temblorosa le tendía. Un hilo de sangre le corría por el brazo, y su pecho se iba coloreando lentamente. Una vez que todos se tranquilizaron, tomó el papel que le daba el herido y marcó un número. En el mismo extraño idioma, le hablaron. Ella en un perfecto inglés escolar, le explicó como pudo lo sucedido. La persona que estaba del otro lado dio un rugido de dolor y en inglés le pidió que no llamara a la policía. ¡ Algo extraño estaba pasando!

            Clarisa, trató de deshacerse del compromiso, pero el señor Charles se había aferrado a su pantalón y así no se podía mover. Llegó una ambulancia. Alguien desde un celular la había llamado. Los paramédicos y el médico sacaron al hombre urgentemente del negocio y con el ruidoso movimiento de luces y alarma, hicieron que se aglomerara el gentío. El médico, distrayendo a la gente le habló. Creyó que Clarisa era pariente o empleada del moribundo. Debe acompañarnos al hospital. Y la empujó hacia la ambulancia. Los empleados trataron de salvar el error pero fue inútil, ella ya estaba junto al camillero.

            En el nosocomio, sacaron rápido las órdenes y lo ingresaron al quirófano. Él seguía  murmurando en  idioma extranjero. Un joven residente se acercó a Clarisa y comenzó a hablarle en el idioma, ella le explicó la confusión. El muchacho sonriendo, le habló en español. Es árabe. El hombre debe ser sirio o libanés. Mi abuelo, me enseñó el árabe de niño y ahora lo hablo cuando puedo. ¿ Siempre es útil, verdad? El rostro de Clarisa era un bosquejo. Estaba perturbada y se había involucrado sin querer en quién sabe qué problema. Pensó en Bin Laden, en las Torres y los atentados, en Hezbollah y cayó desmayada. Ella estaba inserta en una emboscada de los terroristas.

            Un grupo de jóvenes médicos se habían acercado a socorrerla. Les habló, pidiendo que llamaran a su padre. Así lo hicieron y en pocos minutos toda su familia estaba allí.

Aunque el hombre del teléfono le dijo que no llamara a la policía, al mismo tiempo que su familia, llegó un inspector y comenzó a interrogarla. Sólo explicó que ella era una clienta y que había quedado en medio de todo ese tumultuoso suceso. No dijo que había hablado por teléfono con alguien y que le pidieron discreción. Salió del hospital, pero se dio cuenta que no le habían creído. Llegó a su departamento y descubrió que en su bolsillo estaba el papel con el número de teléfono que le diera Charles, que se llamaba Ibrahim y era refugiado árabe. Su terror, la hizo pensar que ahora vendrían por ella. Llamó a su amiga Georgina. Ella era abogada y la podía ayudar. Le pidió con tanta desesperación que fuera a su casa, que la joven, tomó un taxi y llegó en minutos. Cuando le relató lo sucedido, se quedó pensando un rato. – Debes ser astuta, nunca consientas que tienes ese número. Escóndelo. Cambia tus rutinas todos los días. Verás así, si te siguen los malos.

            En la T.V. relataban el hecho, como un asalto más de la inseguridad que vivía la gente en el país, otros clientes del supermercado relataron el hecho con variedad de acciones. Cada uno le agregaba un matiz diferente. Al día siguiente ya se relataba otro suceso parecido en un supermercado chino, cerca de Belgrano y así, día a día se fue diluyendo lo acontecido. Clarisa le pidió al padre que fuera a averiguar en el negocio, qué había pasado. Todo estaba en orden, sólo que aun Charles o Ibrahim, no había regresado, pero había llegado un primo y su esposa desde la capital, para hacerse cargo. Tranquila, comenzó a olvidar lo sucedido. Una tarde que fue al supermercado, sintió que la mujer, envuelta en un traje típico, la miraba insistentemente. El hombre también, no le sacaba los ojos de encima. Cuando llegó a la caja para pagar, la mujer, le tomó la mano y la invitó a que la siguiera hasta el pequeño despacho detrás del negocio. Tuvo un ahogo de miedo. Le sirvió un té y mientras lo bebía le preguntaba si recordaba el número de teléfono al que ella había hablado aquel fatídico día. Comenzó a sudar. Trató de no mirarla a los ojos. Eran negros, grandes, expresivos y rodeados de kohol. Indagó en su memoria y dijo. – creo que era algo así como ...419...creo que tenía un cinco. No recuerdo. Yo estaba muy nerviosa y me lo iba dictando entre sus ruidos agónicos, porque se moría, le juro que don Charles se moría. La mujer la estudiaba. Entró el hombre. Se presentó como Mohama Alí y no le dio la mano. Eran muy religiosos, eso se notaba en sus ropas y ademanes. Les volvió a relatar la historia, haciendo hincapié en que con el miedo y el manotón que le diera don Charles, ella no había visto la cara de los hombres. El primo le indagó si recordaba qué auto era y si vio la identificación en la chapa. Negó rotundamente. En verdad ni se había fijado. Sólo recordó que era oscuro, grande y hacía ruido y chirridos al escapar. La despidieron con mucha ceremonia. Salió casi corriendo y al llegar a su casa se encontró que alguien había entrado y había revuelto sus papeles. Clarisa llamó a su padre y le pidió que la ayudaran a mudarse. Realmente allí estaban pasando cosas raras y ella no quería terminar en la morgue. Un sobresalto le produjo el sonido del teléfono. Una voz con acento extranjero le pedía una cita. Ella se negó. Cortó la comunicación y comenzó a prepararse un bolso con ropa y libros. Así dejó su amada casa de estudiante. Fue a vivir a una residencia universitaria cerca del complejo de la facultad de arte donde daba clases de escultura y pintura.

            Un mes después, su vecina le avisó que su casa había sido saqueada, que habían cerrado el supermercado y que se murmuraba, que en el hospital, habían asesinado a Charles. Ahora, el pobre, estaba en la morgue, esperando que alguien reclamara su cuerpo. Clarisa se persignó y comenzó a buscar en Internet una beca en el extranjero. Su vida dependía del reloj.  

UN ÓLEO ANTIGUO

 

Hermenegildo Gueraldez Paxoa bajó por el río en el “Homero”, por pedido de la familia Romero Santos. La nao era un falucho desvencijado. Ruidoso y pobre. Cuando arribó al muelle del Rosario, lo esperaba una volanta. El cochero, hombre de pocas palabras, tomó su bolso y sus petates. Chasqueando el látigo partió hacia la estancia. Tras unas horas de silencio, roto por el jolgorio de las aves, vio la arboleda y los techos. La casa era grande. Lo esperaba la gobernanta con un mensaje de sus patrones. Regresarían en dos días de Asunción.

La cena opípara, le fue servida en la habitación. Pronto se despeñó la noche y el sueño entró como un fugitivo en su espíritu. Se durmió.

Tras la corta espera, arribó la familia. El padre comerciante en ganado era próspero y alegre. Doña Saturnina, la esposa, en el rictus, mostraba ser quien llevaba las riendas y el coraje. Cinco muchachos y tres niñas, revoloteaban entre la algarabía de perros cazadores. Su tarea, dijo la señora, será retratar a mi esposo y a las niñas.

Comenzó con Don Augusto. Cada sesión fue descubriendo el carácter bondadoso y suave, que transformó su óleo lentamente. Siempre dibujaba en escorzos duros rostros de caballeros enérgicos. Pasaban a la historia como rígidos y sobrios.

                Con ese hombre fue imposible. Sus ojos destilaban amparo. Una luz de ternura penetraba su piel y sus pupilas. Ni hablar cuando entraba Clementina, la hija menor. Una cofradía de sol inundaba la cara. Don Augusto, escribía en sus ratos de ocio. ¡Un poeta! Saturnina, despreciaba su verba y rezongaba. Igual, las niñas se encargaban de escuchar las largas odas que recitaba con voz engolada el padre. Los muchachos, se dormían, jugaban a las cartas y peleaban sobre quién seguiría manejando la estancia.

Hermenegildo comenzó a participar de las comidas de las noches junto a la chimenea y, de largas caminatas, invitado por Don Augusto. Supo así, cómo había concebido la compraventa de animales traídos desde Holanda y mestizados. De carne noble, se salaba en el puesto junto al muelle del río. Salía en barcos hacia Europa, teniendo varios compradores y destinos inciertos para él. Su esposa, llevaba los libros y recibía a los banqueros que traían libras esterlinas y otras monedas que cambiaba por oro.

El retrato estuvo listo y cuando lo pudieron ver, un suspiro amoroso, salió de cada boca. ¡Ese era el padre, el mejor hombre, el muy amado por sus hijos! Sobre la pared del salón, quedó enmarcado en oro y plata. Una luz especial, iluminó la pintura.

Le tocó primero a Guillermina, que con sus dieciséis años, ya era una mujer para los padres. No aceptaban aún su crecimiento. De cabellos oscuros y ojos celestes, tenía asegurado una boda excelente. Era fuerte. Lectora incansable de obras clásicas y poco amante de labores manuales. La retrató sentada frente a la ventana, con un libro en el regazo. Luego le tocó a Josefina. Chiquilla por demás callada y triste. De cabello cobrizo, ojos pardos y tez pálida, insinuaba su semblante que dejaría el mundo en cualquier recodo del camino. Con la Biblia en la mano y un gato a sus pies, dejó claro que había entrado en un desfiladero de silencio. El cuadro, tal vez, fue el mejor logrado. Luces y sombras que declamaban abandono del mundano vivir.

Clementina fue la última y la que creó un círculo de fiesta. Era una niña, adolescente tierna. Trece años. Su melena castaña, alborotada y libre, escapaba en rulos por la nuca y la frente. Mirada gris con chispas que le brotaban de la profunda alegría de ser amada. Su padre no podía evitar el solaz de su presencia. Rica en imaginación y charlatana, corregía las odas y poemas, que él, repetía sin tregua. Su imagen, cambiante como ella, le costó al pintor mayor dedicación que con el trabajo de las otras hermanas. Se movía constante, cambiaba el peinado, su ropa difería. Nunca quieta. Casi fue un bosquejo. Pero Hermenegildo Gueraldez Paxoa se enamoró perdidamente de esa niña. Sus veinticuatro años y su pobreza no le daban chance para pedir la mano.

Igual habló con Don Augusto que, con sorpresa, llamó a su mujer. Ésta, casi desmayada, se sentó en el sillón del escritorio, tartamudeó un sinfín de palabras huecas. Que es la más pequeña. Que no sabe nada de la vida. Que esperamos algo diferente para ella. Es nuestra compañía. Regresó solo y sin siquiera una promesa. El falucho que lo repatrió, vibraba como su triste corazón. La madera podrida y el olor nauseabundo del río, le mordió el alma y se prometió volver con poder, dinero y oro. Clementina sería suya.

Al llegar a su tierra, pintó un óleo hermoso, perfecto. Lo llevó a la casa del gobernador, a quien pidió una suma interesante. Las libras tintinearon contentas en su bolsa. Comenzó una carrera contra el reloj. Pero nunca llegaba a la suma pretendida para tan ansiado viaje. Pasó un año, dos y el tiempo fue trocando su esperanza en miedo. ¿Lo esperaría?

 Su vuelta fue en un velero nuevo. Cuando llegó a la casona, encontró un revuelo de lamento y tristeza. ¿Será Clementina? No. Doña Saturnina dejaba su lecho para partir al camposanto. Guillermina, exhibía un embarazo avanzado, junto a un joven atildado y flaco. Josefina, con hábitos de Carmelita Descalza, rezaba rosario tras rosario; seca y siempre gris. Mientras su amada, sostenía al anciano y sus brazos serenos, contagiaban seguridad y ternura.

Los ojos recobraron vida al mirar a Hermenegildo. Sonrió a pesar de la pena. El luto congenió con el tiempo de recomponer la casa. El viudo sorprendido por la muerte impensada, se aprestó a mudar de jefe. Clementina se hizo cargo de todo.

Llegó la boda de su hija predilecta, sin mayor inconveniente para él, que ya envejecido, aceptó a Hermenegildo con cariño. Pronto llegaron niños que llenaron la casa de risas y juegos infantiles. El padre pintó bellos cuadros de cada uno, llenando las paredes con alegres caritas.

Los hermanos emigraron a estudiar a países lejanos, donde formaron su familia. Sólo alguna esquela de vez en cuando los hacía presente. Algún daguerrotipo, luego fotos. Pero nunca volvieron.

Una mañana, cuando Clementina se acercó a besar a su padre, notó que acechaba la dama de sombras. Descorrió las cortinas. Abrió la ventana para que entrara aire y sol. Sintió el leve suspiro final. Cerró los ojos amados del anciano. Partió éste, junto a su adorada esposa hacia el espacio de la verdad y duda.

Para tenerlo cerca, colocó el retrato de Don Augusto, que pintara su esposo, en el comedor. Notó al momento que de los labios de la pintura partía una miríada de mariposas. Volaron con la brisa, igual que aquellos viejos poemas recitados.

¡Por lo menos eso nos han relatado de generación en generación! Y debe ser verdad porque siempre hay que abrir las ventanas para que salgan al jardín decena de mariposas.   

 

LA PISADA

 


Quiso tatuarse la pisada que quedó grabada en los lienzos  del lecho. No pudo. El sudor le corría por la piel e iba borrando la tinta. Su mano apretaba la aguja de oro con la que sostenía su túnica y servía, mojándola, en un jugo de limón con carbón en polvo, para herir meticuloso la piel del pecho. Ella había huido de entre sus brazos. Volvió a mirar la puerta por donde ella había desaparecido. La quiso abrir. No pudo.

Olfateó el fuerte olor a humo y cenizas. El volcán bramaba y desparramaba su lava sobre las viviendas, las villas y los mercados. Corría un río de fuego por las calles. Todo fue tapándose y en silencio quedó en el tiempo.

Pasaron siglos hasta que los arqueólogos pudieron llegar hasta ese hogar de la villa antigua. Antaño, era un espacio intocable. Cuando con nuevas tecnologías absorbieron todas las cenizas y escombros, en el mármol de una habitación encontraron el cuerpo de un hombre, hecho piedra, con las manos atrapando un alfiler de oro y una extraña pisada marcada sobre la loza de la que fuera un lecho de amantes olvidados.

LA COTIDIANA Y MONÓTONA VIVENCIA DE GENTE QUE NO TIENE TIEMPO PARA DETENERSE A SOÑAR.

 

En el camino se avistaba un quitrín que brillaba con el sol que ya se iba tornando rojo en el horizonte. Los caballos negros también relucían por el sudor y el galope.

Elina se zarandeaba con los baches y saltos que debía soportar en el asiento. Un suave temor la envolvía. ¿Encontraría a la madrina Arcelia y al tío Bernardo?

Había salido de la hacienda durante los primeros rumores de la revolución, ellos la empujaron que viajara a la tierra de sus antepasados. Allá en la casa de piedra en la que vivieron sus abuelos paternos estaría a salvo. Partió muy joven, apenas con dieciséis años. Ahora ya había pasado los veinte y se sentía madura para atravesar todas las vicisitudes que le deparara el destino. A los lejos avistó la vieja casa con las altas chimeneas renegridas por los años. Los árboles estaban enormes y el camino desastroso, lleno de piedras y ramas caídas, que dejaran saltando el quitrín.

Cuando se vio muy cerca miró con amor la gruesa figura del tío, que miraba el reloj con los ojos tan cerca que comprendió que apenas veía. Atrás delgadísima su madrina y cinco perros reumáticos que afónicos ladraban como para hacer un coro de recepción. Los dejó cachorros y estaban viejos y desdentados. Los amó. A su historia no podía restarle esos recuerdos amorosos de la infancia.

Llegó, descendió del coche y apareció el anciano Alfonso arrastrando una pierna que tomó las riendas y recibió los bolsos con los pocos valores que traía. Elina, volvía a su tierra con muchas esperanzas. Su vida, allá lejos, había sido tranquila pero con su trabajo de institutriz; monótona y sin poder dedicarse a sus sueños.

De muchacha soñaba con ser actriz. ¡Imposible con la revolución!

Los abrazos y besos la dejaron mareada. Los perros le habían mordisqueado los tobillos con sus mandíbulas flojas y estaba impresionada; la habían reconocido.

Ingresaron a la gran recepción donde el hogar entibiaba las pedreras de paredes húmedas y añejas. Un olor penetrante y agrio a col hervido y a carne de conejo, llenó sus pulmones acostumbrados al salitre del mar, allá en su refugio.

Su madrina la miraba con arrobo y el tío sacaba sus viejos lentes y los limpiaba tratando de tener una visión más clara de su muchacha. Perezoso un gato blanco se acercó, la olfateó y se restregó en sus piernas cubiertas por medias de algodón indio.

Estaba cansada y hambrienta. La jovencita que traía una bandeja con comida y limonada, era una cara nueva en ese momento. ¡No la conozco, pero es igual a Clarita, la cocinera! Tomó de la mano de la niña la copa con líquido y bebió a fondo. Tomó un trozo de pastel con perfume a salvia y a tomillo. Era conejo desmenuzado y tierno. La chica la miraba asombrada. Era la nueva “señora” de la casa. Supo que se llamaba Carla y que era hija de Alfonso y Clara. Una doncella de cabello naranja que escapaba de la cofia con desorden, ojos de un celeste profundo como el agua del mar y arrebol en las mejillas llenas de pecas. ¡Hermosa!

Comenzaron los relatos vividos en la época de su ausencia, los soldados saqueando los gallineros y conejeras, matando los cerdos y ciervos del bosque para alimentarse.

Escondida estaba Carla en esa época, era pequeña pero en la gran casa no pudieron encontrarla. Se llevaron la platería y hasta los retratos de los antepasados. Quemaron muebles y libros, pero sobrevivimos, dijo el tío carraspeando.

Ahora hay que comenzar todo desde el principio. ¡Adiós a los sueños de Elina! Volvería todo a los antiguos ritos familiares, a restaurar cada rincón y cada cosa perdida. A la monótona vida de los ancianos que la salvaron de una guerra.

 

viernes, 26 de abril de 2024

MEDIANOCHE


 

            La calle se había poblado de ruidos extraños. Un racimo de nubes parecía esconder la figura mezquina de la muerte. Acechaba en cada oscuro rincón del arrabal. Retumbaba el taconeo de una mujer que buscaba un retazo de piel para conseguir comida. Un compadrito, un obrero, un pibe. Nada. Nadie.

            Su larga cabellera negra apenas cubría la desnudez de su hambreado cuerpo anonadado.

            Se detuvo un coche, azul, brillante y altanero. Lentamente fue descubriendo el rostro de un hombre cuya mirada lasciva inquietó su figura recorriéndola como despellejando cada trozo del cuerpo.

            La luz de la cantina colmó de colores el breve vestido de la “hembra”. Un rumor  de bandoneón, violín y piano se destrabó entre los vidrios mugrientos y abrazó el cuerpo de la “mina”. Un tango de Cadícamo apretó la garganta reseca de un forastero que pasaba y la miró con pena.

            Una seña. Subió al auto y partieron con el calor húmedo de la calle del bajo. El puerto olía a bacalao podrido y a ratas merodeando los resumideros. Sonaba un tango dentro de automóvil, se detuvo y se bajaron y ahí con el solo alumbrar de un farol ahumado y amarillo, bailó un tango con el influjo demoníaco del fuego de ese “macho”. Bailaron hasta que la luna se aburrió de alumbrarlos y el farol se quedó ciego. La dejó en la esquina. Ella miró la hora en el campanario del puerto. El reloj, nunca había movido las agujas. Era la medianoche y ella siguió esperando que alguien la llevara para ganar unos “morlacos” y pudiera comer algún puchero.

 

 

martes, 23 de abril de 2024

El titiritero:

 

Llegó a la escuela trasladada de una escuelita de frontera. Llegó así de pronto, con sus ojos azules, profundos y bellos, el cabello canoso y rizado. Callada, tenue y bondadosa.

Nadie se atrevía a calcular su edad. La piel quemada por los fuertes soles y vientos arrachados de la montaña, no nos permitía imaginar cuántos años había pasado allá, entre los criadores de cabras.

Cuando acariciaba a un niño, con sus manos callosas y arrugadas, parecía que regalaba pétalos de flores silvestres.

Se llamaba Justina. Su nombre hacía mérito a su bondad y dulzura, ya que siempre tenía una palabra amable y una sonrisa en los labios, para todos. Era soltera y estaba sola.

Cuando alguien no sabía realizar alguna tarea de cualquier tipo, ella calladamente se ofrecía para hacerla en su lugar.

Era "la maestra"; la madre; la amiga; pero, ¡estaba tan sola! Cuando terminaba la jornada, tomaba su portafolio y con pasos lentos salía de la escuela, sin apuro, hacia el oeste.

Vivía sola. Ahora, ¡imagino su habitación, que debía oler a espliego y colonia fresca!  Prolija, ordenada, limpia y tal como era ella, una dama a la antigua.

Un día llegó a la escuela un hombre calvo, delgadísimo, que transportaba, una  vieja y gastada valija de cartón. ¡Oh, maravilla, había llegado el "titiritero", con la magia de sus muñecos de pasta, madera y trapos coloridos!

Cuando vio a Justina, parada en el patio; rodeada por los niños que gritaban y corrían en el recreo; tembló como un muchacho joven y se quedó parado, clavado en el piso, tal si nunca fuese a despertar de ese sueño increíble.

¡Hacía más de treinta y cinco años, que buscaba a esa mujer...! Pálido y presuroso, a grandes pasos se plantó frente a ella. Mudos, ambos, se contemplaron.

Unas lágrimas suaves comenzaron a recorrer las mejillas de esa adorada mujer y del cansado "titiritero".

La escuela siempre bulliciosa, de golpe se quedó silenciosa, todos intuían un gran acontecimiento; los niños como pájaros callados, los rodearon, los miraban y esperaban ansiosos algún suceso, que creyeron estaba ahí, ante sus ojos.

Las manos avejentadas, tendidas y trémulas, apenas trataban de tocarse; pero no se atrevían, no lo hacían, para no romper el hechizo. Era un éxtasis tal, que apenas parecía que los corazones se oían al unísono.

Caminaron hasta la calle, juntos, y salieron, sin decir nada.

Todos nos quedamos callados y volvimos a nuestras tareas, con una rara sensación de sorpresa.

Al día siguiente, volvió Justina a la escuela muy alegre, feliz, pero silenciosa. Como siempre. Nadie se atrevía a preguntarle nada, sobre lo acontecido. A la hora del té ,las maestras la rodearon expectantes, ella sonrió y comenzó  a decir... -El, se llama Nicolás y fue mi primer y único novio, allá por mil novecientos cincuenta y siete, pero mi padre, que era muy severo, me prohibió verlo, me llevó muy lejos, a vivir en el campo y no lo vi más.  ¡Nunca supe la causa!- dijo mientras revolvía su té frío. -Ayer cuando lo miré, mi corazón casi se detuvo. No podía creer lo que veía! Él, también me buscó durante todos estos años, como yo lo esperaba .Dejó su carrera de profesor y se dedicó a esta vida trashumante, buscándome. ¡Nunca se casó y me encontró después que hemos sufrido mucho! -se quedó callada y respetamos su silencio.

Pasaron los días y vimos como se transformaba. Estaba alegre, cantaba. Usaba ropa clara y fresca; hasta parecía mas joven.

Llegó el otoño, y una tarde entró un policía al colegio, buscándola. El revuelo fue tal, que hizo que todas las maestras saliéramos al patio.

 

- Un accidente, un micro había atropellado al "titiritero"- habían encontrado en su vieja y destartalada valija, cartas, fotografías y sus muñecos, como mudos testigos del amor y fidelidad infinita, junto a la libreta de casamiento de Justina y Nicolás.

Justina no volvió a la escuela. Tratamos de acompañarla en su dolor y soledad pero ella se resistía.

Hace unos días, un alumno de mi grado, que es muy andariego, me dijo.-Señorita Rosalía, sabe, vi a la maestra Justina, dándole de comer a las palomas en la plaza de Godoy Cruz, toda vestida de negro, yo me acerqué a saludarla, pero no me reconoció y me preguntó si yo no había visto a Nicolás, el "titiritero" - y a todos los que pasaban les regalaba una flor.-

 

                                Tolón- Tolón; Tilín, tilín, este triste cuento llegó a su fin.

 

EL FIERO CRECIMIENTO

                                                                                  

Tengo que contarlo así...

                        ...Realmente parecía que lo normal era lo visible y lo no visible, en ese ser tranquilo. Pero nadie advirtió lo que lentamente sucedía en su interior. Hasta que Dámaso Leiva espetó un objeto atrevido. Acepto, que resultó extremadamente estrafalario. Sólo se podía observar a través del artilugio acrisolado por manos inocentes. Tal vez por ángeles o por espectros seráficos. Su sola consistencia cuárcica, convexa por ambas caras, gelatinosa o acuosa, según se lo moviera; era el único resquicio por donde se lograba observar el lento...casi imperceptible crecimiento que ocurría a cada una de sus entrañas. Hay que aceptar, eso es verdad, que en el origen sólo ocurría en una arista inapreciable a simple vista y que había que tener una mirada diestra en la curiosa vigilancia. Vale explicar que Dámaso Leiva , como parapsíquico, podía ver con una grácil visagra, propia de su erudición.

                        ...El primero en alcanzar un leve atisbo  fue el "niño", tal vez por ser el más cercano a lo simbólico. Cerca de ser angélico e inocente. Miró durante un tiempo despoblado de relojes y de regulación mecánica. Él, incluso entrevió un tenue color bermejo que aparecía. Como era lego, no pudo determinar si la tonalidad era parte del movimiento. Se distrajo como todo ser que crece. Después vino "ella", la más joven y logró con un diálogo desahogado y atrevido. Empinándose en la hendidura encubierta, despejando un obstáculo semejante a un leve paño tejido con hilachas de sueños. Pudo ver y casi palpar ese bulto acrecentado por múltiples dilataciones grotescas de un color taheño oscuro. Ya también era maloliente y acre a la sencible nariz de la muchacha.

                        ...Había quienes ni siquiera se atrevían a mirar, por indiferencia o miedo a ser el fundamento del fermento enfermizo. Y un día comenzó, el niño, a ver que el órgano vital era rápidamente cubierto por una urdiembre de fina malla de venas sanguinolentas y azuladas. Apretaban y apretaban con vehemencia y lo transformaban en un estilete argentado, agudo y zahiriente. Vio el color casi negro de la sangre que se aquietaba. Nada más perturbador para mirar, como la metamorfosis que propugnaba desquitarse de la luz, de la bonanza.

                        ...Después fue la lengua que acometió en vípera y ajetreada saeta escarlata, traspasando perturbada con filosa malignidad, la serenidad de los que se tienen por inocentes. Desde adentro ya aparecían voraces abultamientos rojos. Por fuera la belleza inalterable escondía el horror del interior abominable.

                        ...Era cansancio. Era hastío. Era un odio irreal casi. Crecía cada instante con la furia de reconocer su ingenuidad. Fastidio y agotamiento de haber sido núcleo de tanto engaño. El odio era ahora un tumor con urticantes excrecencias flamígeras.

                        ...Un odio atroz, acurrucado en su cuerpo como una víbora venenosa. La mujer contenida en su capullo de seda y aroma de nardos y jazmines, arrojaba fuera de sí, una baba acrisolada de dolor e ira. Hasta pensó en matar. Pensó en aniquilar a su enemigo. Pero el tiempo también le jugaba una endiablada burla. Ya no tenía tiempo. Ya no valía un ápice su furia. Ya por dentro estaba muerta.

                        ...El niño, ya no era sino un hombre y la joven era una mujer, entonces...se empinaron en el filo mismo del abismo y rompieron el ojo de cristal por donde se podía espiar el alma de su madre. Dámaso Leiva los había abandonado hacía mucho tiempo.

                        ...Y la dejaron sola. No podían hacer nada. Su forma de amarla y de piedad, era el silencio...

                                                                                 

COMPRA VENTA... UNA GANGA

 

            La ciudad cabecea con un calor fastidioso, rumor de tormenta para algunos, descanso para otros. Viento zonda en altura que desencaja y trastorna la mente. Toda la población mirando al este o a la montaña buscando una señal de alivio. Las calles empedradas o las de tierra van recibiendo de mujeres y de chicos agua gredosa de las acequias, que dejan al secarse, polvo volátil como talco.

             Hay un calor pegajoso y seco que molesta. Don Florencio saca del solar trasero la carretela con "Emperador", que sudará con el trotecito bajo la canícula. No queda lejos el corralón de los amigos, necesita muchas cosas y a pesar de la hora, recorre la calle del zanjón. Viaja tranquilo. El portón siempre cerrado no impide que con sus fuertes manos de trabajador hagan un llamado como toda vez cuando necesita mercadería. Espera un rato y vuelve a golpear pero nadie aparece. ¡Qué extraño! Envuelve el lugar un silencio como de siesta, pero son las nueve de la noche, él no tiene reloj, lujo de señoritos bien, sólo se acomoda con las campanas de iglesias o conventos de la ciudad que aun recuerdan la colonia. Vuelve a insistir y aparece la voz de Fortunato, que casi guturalmente contesta que vuelva mañana. ¡Extraño! Ellos tan atentos, tan educados, charlatanes y jaraneros. -Será el calor, habrán tomado cerveza y les ha hecho mal.- piensa.

            Son tres viejos solos en ese caserón lleno de carbón, herramientas, leña, hierro, forraje, maíz, cebada y mil cosas más para vender, simples gangas, baratijas, nunca una mujer para alegrarles la vida. Don Florencio contrariado regresa por donde vino refunfuñando contra los gringos que le hacen perder el tiempo.

            Llega a su caserón de adobes y ya en la vereda se trenza con su vecina en una charla comadrera.

            - Vio, don Florencio, ayer desapareció el contador de la Bodega El Progreso, dicen que salió como a la siesta de la oficina y luego de ir a uno o dos lugares de Las Heras y Maipú, nadie lo ha vuelto a ver. La familia pagaría por saber algo.- la cara de Dominga tiene un aire de intriga y avaricia. Si ella supiera algo, podría ganarse unos buenos pesos, mal no le vendrían. Lava ropa para gente de todo tipo y camina de una punta a otra de la ciudad. Conoce a todos y casi todos la conocen.

            - ¡Parece que hay fantasma en esta ciudad, últimamente, doña, si no me equivoco, desde... hace dos años han desaparecido como cuatro o cinco personas sin dejar rastros...! - dice perplejo el hombre mientras se rasca el cuello y la cabeza.- ¿Se acuerda del ingeniero alemán que había venido a “construir” el dique? Nunca se supo nada.-

            - Ese, dicen que se escapó a Chile con la hija del coronel Pereda, y se llevaron como doscientos mil pesos de la obra. Así escuché en las casas.

            - ¡Qué quiere que le diga, yo no lo creo, la chica dicen que se metió en las Carmelitas en Córdoba y que allá la van a ver los parientes!-  chismerío de mujeres. Por la mañana tiene que regresar al boliche de los solterones. -Me voy doña. Hasta pronto.

            Las calles dormilonas tienen en suspenso el tiempo y el polvo que vibra entre pasiones y amores. Las acequias traen algo de frescura a los árboles mustios y caballos que beben entre charla y charla de sus dueños. La ciudad comienza a murmurar. Algo raro pasa. Ya no sólo se habla del ingeniero, ha desaparecido el doctor Filomeno Uliarte, un médico con experiencia traída de Europa. También el candidato del partido liberal, Don Goyo Echenberrieta, otro que al partir  se llevó como cincuenta mil pesos del partido y ni hablar de Estanislao Telesky, el topógrafo del ferrocarril – ¡Ese dicen que aparte de llevarse como ochocientos mil pesos, se llevó un Ford nuevito, recién llegado de los Estados Unidos en un vapor moderno a Chile! La gente comenta y saca conclusiones. ¡Algo pasa en este pueblo tranquilo!

            - Señor Comisario, necesito hablar con Usted. - la mujer insignificante se refriega las manos en su carterita vieja y deslucida.

            -¿Nombre  y datos de filiación? Agente tome los datos.

            - Me llamo Josefa Aureliana Pérez, soy nacida en Jocolí en mil novecientos veinte. Viuda. Empleada en casa de una maestra de la Compañía de María de ciudad. Se llama Clara Molina. ¿Algo más? No, no tengo documentos.

            - ¡Señora estoy muy ocupado! -dice con desdén el policía, casi sin ponerle atención a la pobre desgraciada. Y ordena a un ayudante para que la escuche.

            - Mire señor, yo vivo en la parte de atrás del corralón, allá en la Cieneguita, ¿conoce, me imagino? Bueno yo he sentido varias veces gritos pidiendo ayuda, a través de la pared, pero no me animo a asomarme. Después escucho ruidos de todo tipo y finalmente un silencio total, ni perros que ladren.- dice con mirada asustada.

            - ¡Bueno señora, no se inquiete yo le tomo la declaración y usted me deja su dirección y mañana o pasado la vamos a visitar!- rápidamente y torpe toma algunos datos como para tranquilizar a la humilde mujer... pero interiormente piensa que es otra vieja entrometida que fisgonea a los vecinos. Ya iría él a ver de todos modos.

            Una tormenta se desgarra sobre la población, estremecen los truenos y parece que el cielo cae en gruesos trozos de mampostería líquida. Un olor acre a tierra y podredumbre sale de las acequias en las zonas que comienzan a inundarse. En el corralón tres hombres tranquilamente sentados comen un trozo de pierna de cordero que un vecino y cliente les ha traído del sur. Charlan animadamente, cuando ven aparecer por el portón entreabierto a don Florencio con su carro.

             La charla entre los hermanos se alarga y entre chanzas y risotadas se pasa el núcleo del temporal. Cuando se separan los hombres silenciosos, van a sus camastros en un profundo silencio. Cada uno pensando sus propias cuitas.

            ¡Don Florencio y su carretela nunca regresa con las compras! La familia comienza la búsqueda incesante. El enigma es pavoroso.

            A los pocos días, el cabo Fermín Segura sale rumbo a la Cieneguita para constatar la denuncia de doña Josefa Aureliana Pérez, la modesta mujer. Él sabe que no encontrará nada. Igual hay que cumplir con su trabajo.

            ¡Extrañamente, él tampoco retorna y su cuerpo no se encuentra en los sucesivos rastrillajes que hacen en zanjones y descampados sus compañeros!

            La policía está nerviosa. El comisario recibe permanentemente pedidos de familiares de los desaparecidos y de los correligionarios del político. Deben buscar una salida a ese atolladero. Llama a los ayudantes y comienzan a buscar pistas. Un detalle se les ha escapado... ¿Cuál?

            - ¿Adónde dijo que iba el cabo, jefe?...- se miran curiosos. ¿No tenía que constatar una denuncia en un barrio de Las Heras? De un salto suben al flamante automóvil que ha entregado Don Pascual Aguirre, el señor Ministro de seguridad. La polvareda señala la ruta que han seguido los hombres de la ley.

             Se presentan en la pobre casa de la denunciante. Nadie contesta, un olor nauseabundo delata un cadáver en descomposición. Cuando ingresan a la miserable habitación el horrendo cuadro los hace retroceder. Un montón de ratas y alimañas se están peleando por el despojo de un ser humano... ¡Es lamentable pero han llegado tarde!

            Comienzan a revisar el cuartucho y sólo encuentran diarios viejos con los artículos donde se leen las noticias de las desapariciones. Nada nuevo. El cabo principal Onofre Miranda observa algo que le atrae la atención. Una pala nueva sin más uso que pelos y sangre seca, un azadón lustroso, nunca usado... sólo con rastros de sangre y tierra... y una horquilla tan nueva, como los anteriores objetos, con señales de masa encefálica, sangre y pelos... y allí presiente que está la clave.

            Muestra al jefe las piezas. - ¡Don Melitón, compadre, no le llama la atención tanta lindura, para matar a esta vieja? Todo tan nuevito y sin marcas... ¿Quién tiene por acá plata como para comprar herramientas y dejarlas tiradas por ahí?

            - ¡Che Onofre, no me había dado cuenta..., pero tenés razón, compadre, todo esto me da mala espina! - se siente más tranquilo desde que ha llegado un médico del hospital San Antonio y se han llevado el cadáver. Comienzan a pensar y de repente los dos  gritan a dúo: " Los del corralón"... y salen como disparando para entrar por la otra cara de la manzana. Enfrentan el enorme portón y al grito de “Policía"... Escuchan un disparo. Ingresan y encuentran a Juliano el más viejo de los Leonello con un disparo en la sien. Siguen hacia las habitaciones donde una discusión proyecta palabras en un dialecto que ninguno reconoce. Sale Vicente Leonello con una cara tranquila y seria... -¿Parece que no se respeta el luto de la gente? y se agacha al lado del hermano muerto. Sale Fortunato Leonello con una mirada extraviada y sudor  que le moja la camisa manchada con la sangre aun fresca. Se sienta y deja caer un revolver sobre una mesa destartalada.

            - ¿Dónde están los otros?- el comisario arriesga por las dudas... ¡Ya no pueden ocultar más las cosas!- en realidad no sabe de qué habla pero su experiencia le hace decir con seguridad las palabras.- Cabos registren el lugar...- Da la orden sin titubear. Los hombres salen a buscar sin saber qué. De pronto un grito desde la caballeriza...

            - ¡Jefe acá hay mucha tierra removida!- corren. Todos se agolpan en ese amplio espacio. Alguien alcanza una pala otro un pico, de las herramientas que están allí a mano, comienzan a cavar y sale entre la tierra una mano conocida... la mano de Fermín Segura... el pobre policía que fue allá a ver y a  investigar... luego van apareciendo uno a uno otros cuerpos y otros rostros. Hasta “Emperador”, y el mateo abandonado llora su muerte entre paja y polvo.  El gran misterio sería saber ¿por qué? Y al mirar hacia los hombres  sentados impávidos y serios, ven en sus rostros descompuestos por la furia que se desplaza una luz de " avaricia"... ¡Tan sólo fue por " Dinero"!

 

                                                                      

LA SEÑORITA YOLANDA

 

            Yo era muy delgada, fea y tímida. Alumna mediocre, siempre traté de pasar inadvertida, aunque secretamente esperaba ansiosa que ella reparara en mis grandes ojos tristes.  Yo creía seriamente que era la chiquilina más fea y tonta de la escuela.

                        Ella, la señorita Yolanda, joven no tan linda como dulce y buena, era mi maestra. De figura muy delicada. Fina. Usaba su cabellera ondulada y recogida con un severo moño negro. Su guardapolvo de tela de lino blanco almidonado estaba bordado por sus propias manos en el cuello y el canesú. Era una damita dedicada a amarnos. ¡Qué imagen fresca! ¡ Qué estampa de serena juventud!

                       Mendoza vendimial con sus calles calurosas y sofocantes empujaban a una tarea de inicio escolar difícil. Los frondosos plátanos como toldo verde y las acequias de piedra bola donde cantaba el agua fría, no invitaban a la tarea escolar sino a juegos de verano.  No obstante todos tenían que cumplir con su trabajo. Yo también. El invierno hizo su entrada con nuevos sucesos.

           Mi país de entonces tenía algunos problemas. En Buenos Aires había muerto la joven esposa de nuestro presidente y todos debíamos llorar a aquella desdichada dama.

                        Recuerdo cuando llegamos a la escuela y en el lugar donde se veneraba a la Virgen del Carmen de Cuyo había un cuadro de esa bella señora rubia de pálidos colores, lleno de flores blancas, de velas y cintas negras.

            Algunas misteriosas noches en mi casa en que llegaban autos que entraban sigilosos y de ellos bajaban personas grises, oscuras que murmuraban apenas en las frías madrugadas. Cuando por las mañanas llegaba yo al comedor había nacido una enorme biblioteca con imágenes sagradas, estatuas de antigua data, vestimentas recamadas de sacerdotes, obispos y quién sabe cuántas cosas, que yo miraba con sorpresa, curiosidad y deseo de que alguien me explicara: ¿qué era todo eso? Papá  me habló severamente: -¡ Hija , de esto,  que tú ves en casa "NADIE" debe saber "NADA"!  Debes callar lo que hay guardado en nuestro hogar.-

            Por ahí, de nuestra Nana, escuché en murmullos que era la biblioteca del Obispado como explicación a mis dudas. Yo era feliz porque tenía un gran secreto.

            La señorita Yolanda siempre nos acariciaba y nos decía: -Niñas deben ser muy cuidadosas, sobrias y juiciosas. Yo pensaba que me lo decía a mí, que ella conocía nuestro secreto.

            Un día mamá y papá me prohibieron que usara el brazalete negro, que era obligatorio: - ¡Tú no tienes por qué llevar luto ya que nadie de tu familia ha muerto! No llevarás más flores blancas para "Ella". - Yo partí hacia la escuela sin el "famoso crespón". Cuando llegué, la señorita Yolanda me llamó aparte y me preguntó la causa de esa conducta. Yo con mi inocencia de nueve años, le repetí los dichos de mis padres. Ella se quedó callada y pensativa pero no me dijo nada. En la 2º hora entró un hombre robusto de piel morena y grandes bigotes, quien se sacó el sombrero y comenzó a observar a todas las niñas de la clase. Clavó sus grandes ojos negros en mí y con voz de trueno me dijo: -¿Vos cómo te llamás? Yo no me moví del pupitre temblaba como si tuviera mucho frío. Mi señorita se interpuso, se ubicó frente a él tapándome y le dijo con voz serena:- ¿Acaso estamos frente a la "gestapo"? Ya hemos leído y visto el horror que significó en Alemania marcar a la gente, no permitiré que nadie asuste a mis niñas. Por favor retírese. El hombre la miró en forma adusta y sin hablar salió. Yo seguía temblando. A los pocos minutos apareció la directora  muy alterada con otro señor y se la llevaron. Sólo cruzamos una mirada fugaz y creo que por primera vez reparó en la tristeza de mis ojos negros. Todas las alumnas la vimos entrar en un coche negro y partir, parecía una paloma herida, más pequeña de lo que era. Lloré, lloramos todas las alumnas del grado. Nos vinieron a consolar otras maestras. Al otro día vino un joven docente para supuestamente reemplazarla. Él, me volvió a poner en forma visible el famoso "crespón negro", sin mi consentimiento ni el de mis padres. Yo no atiné a contarlo en mi casa. ¡Tenía tanto miedo, que de noche rezaba de rodillas por la buena suerte de la señorita Yoli !

            Pasaron los meses y grandes cambios de gobierno se produjeron. Un grupo de sediciosos tomó el gobierno, yo no sabía entonces si eso era bueno o era malo. Ahora  sí lo sé, pero cuando hoy a los alumnos les hablo de "Democracia", siento que en el aula está presente la figura menuda de aquella joven maestra que se interpuso para defender las ideas de una familia. Mi familia.

            Ella sin hacer mucho ruido me había dado el regalo más importante de mi vida. Un ejemplo de justicia, de respeto y de abnegación. Yo nunca podré olvidar su heroica actitud.

                                              

UBALDINA...UN PESAR SIN SOLUCIÓN


            Está enferma, te digo que está enferma...me gritó María desde la cocina refregándose las manos ásperas en un delantal mugriento y húmedo. No puedo pensar en lo que sentí. Tenía terror y desconcertada me imaginé sola en la calle sin la Ubaldina. No era sino mi único pariente. Mi madrina...amiga, madre, consejera y aunque me vivía dando tirones de pelo cuando yo me encaprichaba, era quien velaba por mí desde siempre.

            Ubaldina, mujer de color pardo hasta en las encías, ojos grandes de mirar astuto y rápido, pelo crinudo y arisco como de yegüarizo, boca grande de dientes blancos que limpiaba con ahínco porque siempre dice que son la riqueza más grande de una persona.

 ¡ Si me habré ligado atropellos con su delantal enrollado cuando me resistía a limpiarme los dientes...! Vieja linda, alta y magra a fuerza de trajinar lavando ropa ajena en una batea de piedra con agua helada que nos permitía comer bien y tener alguna que otra alegría. Hasta un día que ella dijo que era mi cumpleaños, me llevó al cine a ver una "cinta" de amor. La mitad de la cinta me tapó los ojos porque yo no podía ver algunas porquerías, según me dijo después cuando le pregunté el por qué. Sólo gruñó sin responderme. Yo amo a la Ubaldina.

            La María sigue dando vueltas con toallas mojadas y agua de azahar con no sé qué yuyos, de la pieza nuestra hasta la cocina y el retrete. Me siento a un lado del fogón y miro una estampa de un santo que está medio chamuscado por las velas que le prende mi madrina y le pido que se cure...¿ qué voy a hacer si me deja? La habitación se va oscureciendo y ya la María no sale de su lado. Entra un hombre de barba blanca y ropa triste. Un caballero...diría mi madrina. La destapa y le pone un aparato brillante en el pecho, en la espalda y en pocos minutos habla con la María bien despacio. Yo no escucho pero me alargo tratando de adivinar qué hacen y qué dicen. Entran dos hombres vestidos de blanco y la suben a un catrecito y se la llevan. La ambulancia sale hacia el hospital. Ubaldina tiene neumonía y la internan hasta que mejore, me dice la María. Me aprieta un dolor espinudo la garganta. Lloro. No me puedo dormir a pesar que la amiga me da unos bocadillos y me acompaña. Lloro. Acurrucada espero horas, días y hablo con Dios, el santo tiznado y hasta con mi madre que murió cuando nací. Pasan semanas. Un siglo. Sigo llorando. Y una mañana entra por la puerta protestando por el desorden y la mugre que he juntado: la Ubaldina. ¡ Está viva, más flaca, pero para mí que aún no cumplí doce, acaba de entrar el Ángel de la Guarda !

            Hoy me corrió con una alpargata por todo el patio porque rompí el bote del aceite y desparramé con un trapo en el mosaico para disimular el desastre...y terminamos riéndonos abrazadas en el piso.

            - ¿ Ubaldina... prometé que nunca te vas a morir!- digo, desde mi camita junto a la suya mientras trato de cerrar los ojos para dormirme.

            - ¡ Ahora no, pero algún día cuando crezcas...tal vez...dormite Dalia, que mañana tenés que ir a la escuela !

            - Te quiero Ubaldina...

            - Yo también te quiero.

            La noche disfraza el miedo y convoca a los espíritus protectores de la gente buena. Ubaldina y Dalia duermen. Descansan mientras en un rincón de la modesta habitación un grupito de ángeles cuchichean sobre el amor de esas dos almas llenas de nobleza.

           

lunes, 22 de abril de 2024

LA SOBERBIA

 


            Matías Roca caminaba por la calle del sector bancario y en la esquina de 12 Sur y 34 Este, tropezó con un hombre. Iba muy distraído, nuevamente le negaron la edición de la novela. ¡Estaba enojado y lo insultó! El otro, lo tomó del brazo y le dijo:- ¡Vamos Matías, no te enojes así, reconocé que venías leyendo el celular y no me viste!- ¡Oh, sorpresa era Rogelio Freites, su compañero de secundario!

            -Te invito a tomar un café y lo condujo suavemente hacia un bar en la esquina. Mozo traiga…¿Qué tomás un trago o un cortado? – Un cortado con tostadas. Gracias.

            ¿Qué ha sido de tu vida Matías? Hace por lo menos veintitrés años que no hablamos. Te vi tan molesto que espero me des una explicación.

            -Aunque no me lo creas, soy el mejor escritor de este momento, Rogelio, pero la envidia de los mequetrefes de pacotilla me tienen cansado. ¡Soy el mejor y no me valoran! Han premiado a cada desconocido, a cada mentecato… ya me harté.

            Te lo digo, todos se creen los mejores. No saben escribir ni la o con un platillo y dicen ser grandes escritores.

            Les encanta que los llamen de las radios y las universidades y hablan sandeces. A veces creo que si los das vuelta no les sale ni una palabra hermosa ni una narración digna. ¡Pero ellos se creen superiores! Y se burlan de los que no se muestran ante el público con palabras difíciles y sin mucho argumento. Si te invitan a un lugar donde se juntan escritores de calidad, fingen no poder ir, porque saben que no podrán con la soberbia y la rabia de no ser atrapado por los micrófonos. Se compran ropa importada y comentan al pasar que vienen de traer un premio de un país extraño, lejos, donde le hacen los amigos un precioso certificado o una plaqueta dorada con sellos que imprimen en Internet.

            Los he visto pelearse por una silla. Sentarse en los primeros lugares y sufrir cuando se le acerca alguien y le susurran que ese es el puesto para otro. ¡Seguro más famoso de verdad que él!

            Nunca aceptan que hay verdaderos creadores dotados por la palabra y que hacen gala de una humildad exquisita. Como yo.

            ¡Por eso yo te digo amigo, no te dejes apenar por los soberbios! Ellos pasan y no dejan huellas indelebles como los que de verdad valen ser leídos.

            -Bueno, tranquilízate. ¿Has escuchado el nombre de Saverio Luna? ¿Al que le dieron el premio del diario El País de España, el que recibió el Cervantes el año pasado y este año el Oso de Oro de El Mensajero de México?

            - Quién no lo va a saber, es un desconocido acá en el país, pero dicen las malas lenguas que escribe con seudónimo porque en realidad es un ladrón de ideas y textos. ¡Debe ser un grupo de esos que organizan chicos de la universidad le tiran una idea y los hacen escribir y así ganan premios!- y soltó una carcajada irónica.

            -¿Nunca se te ocurrió pensar que el tipo, el tal Luna, sólo quiere ser poco molestado para escribir y no tener gente alrededor que lo moleste con entrevistas y lo lleven como a un pajarraco de radio en radio y de set de televisión a otro?- lo queda mirando a los ojos a la espera de una respuesta.

            -No, es un bastardo. No escribe bien y debe pagar por los premios. ¡Eso debe pasar!

            -Yo no lo creo. Permitime que te diga dos cosas: primero que Saverio Luna es mi seudónimo y me dieron los premios sin yo saber quién me premiaba, más, nunca me presenté a recibirlos personalmente. ¿Sabés por qué? Para evitar los malos comentarios y la envidia, además no necesito que la gente me conozca, mis libros hablan por mí. ¡Vos hablabas de la humildad y yo me aferré a ella! No me sirve la soberbia, me choca y me molesta. ¡Eh, Matías no te vayas, por lo menos saludame…Matías.

 

CHILE

 


Mi cumpleaños es en el mes de febrero. Para festejarme, me invitaron a ir al norte de Chile una semana. Adoro la comida chilena y sus playas del norte, donde se puede ingresar un poco al mar, ya que no hay agua tan fría. El hotel muy bonito, con amables personas que nos atendían de maravilla. Además había un encuentro de escritores al que acudí feliz.

Siempre solemos ir a Santiago y a Viña del Mar, que queda en la Quinta Región, pero allí las playas son pequeñas y el agua muy fría. De todos modos, me gusta subir  a Valparaíso y andar por las calles del puerto y llegarme a la casa del poeta Pablo Neruda, La Chascona. Allí hay objetos que usaba en vida y como buen escritor, coleccionista de objetos varios.

El olor de las Caletas con los pescadores que venden los frutos de mar recién recogidos, el perfume de los mariscos que fríen en simpáticas pailas de cobre, los rumores del mar y gritos de la gente, me fascina.

Siempre usando las famosas “liebres”, pequeños autobuses que atraviesan toda la costa, te permite recorrer ese paisaje típico de los puertos. ¡Pero nosotros estábamos en el norte, en una ciudad llamada “La Serena”. Allí caminábamos con mi hermana, por la orilla del mar, observando los diversos pájaros: pelícanos, albatros y ciertas palomas. En las playas no hay tumbonas, ni parasoles como en otras playas que conozco, la arena, es gris o marrón oscura a raíz de los frecuentes sismos que ha sufrido el territorio chileno.

Sin embargo, el mar es muy amable, poco salino y el aire fresco mengua el calor del sol del medio día. El desayuno era excelente con las variadas frutas que hay de primerísima calidad en Chile; que exportan por todo el mundo, cosa que he comprobado en otros viajes. Cenábamos en el hotel, generalmente las ricas paltas rellenas con camarones frescos y perfumados a mar… ¡Una delicia para el paladar!  Luego chupe de “jaiva” o albacora a la plancha, con abundantes verduras asadas. Y frutas varias de postre. Así, entre ricas comidas, paseos y playa pasaron siete días. ¡Mañana nos volvemos a Argentina, déme  la cuenta, por favor, le dije al conserje! Don Rosmando sonrió y se lamentó. ¡Lástima que ya las damas nos dejan! Muy amable su comentario, como siempre.

Esa noche nos hicieron una cena especial: entrada ”Jardín de mariscos”, segundo plato unas empanadas de salmón, seguimos con “machas a la parmesana” y finamente un flan de “chirimoya” que nos dejó fascinadas, rociado todo con un buen vino chileno blanco bien helado. Nos regalaron una pequeña paila de cobre con la banderita azul, rojo y blanca del país, como recuerdo y atención del hotel y nos retiramos a terminar de armar nuestro breve equipaje. Yo atesorando unos libros de autores chilenos.

Luego de revisar cajones y estantes, miramos un rato televisión y nos dispusimos a dormir. Nuestro avión salía hacia Mendoza, a las trece, por lo que debíamos estar en el aeropuerto a las diez.

Ya dormíamos profundamente cuando un sismo muy fuerte me despertó. Todo crujía y se movía con mucha fuerza. Acostumbrada a los sismos en mi tierra, ese me hizo asustar, ya que era muy, muy fuerte. Me asomé a la ventana y el agua en la piscina se elevaba hasta casi medio metro de la orilla y regresaba a su lugar con chasquidos insólitos. Mi hermana dormía bajo la medicina que toma por su salud, pero despertó y a mi pedido comenzamos rezar. Invocamos

Al rato escuché voces en los pasillos del hotel. Me asomé. No había luz eléctrica, como es lógico. En casos así es aconsejable cortar electricidad y gas, para evitar incendios. Pero medio dormida, les pedí un poco de “silencio” porque nos teníamos que levantar temprano para ir al aeropuerto. Me pidieron disculpas. Yo me acosté y me dormí como si no hubiera pasado nada. ¡Deben haber pensado que estaba loca o drogada!

A la mañana siguiente nos levantamos y llegamos al desayunador, donde una trémula asistente nos miró con extrañeza. ¿Anoche no sintieron el Terremoto? ¡Sí, claro tembló, dijimos a coro! ¡No, señora, ha sido un terremoto grado 9,8 destruyó la Quinta Región!

Nos sirvió un desayuno magro, disculpándose porque no tenía ni gas, ni electricidad.

Cuando salimos con nuestras valijas, y quisimos llamar un taxi, don Rosmando nos dijo que creía que estaba cerrado el aeropuerto. Igual, con la esmerada atención llamó por su celular un taxi. Éste llegó al hotel y nos miraba como a dos extraterrestres. ¿Las damas no tienen miedo?

Ingenuas… yo le contesté, estamos acostumbradas a los sismos. ¡Pero esto ha sido grado 10 en ciertas zonas! Era el 27 de febrero. Por favor, llévenos al aeródromo. Y el buen hombre nos subió a su vehículo y nos llevó. Las calles rotas, casas con trozos caídos y grandes grietas, postes de luz en tierra… allí advertimos que había sido devastador. El aeropuerto Cerrado. La pista rota. No se podía salir por ahí.

El caballero, no puedo decir otra cosa, nos llevó a la terminal de ómnibus y consiguió dos pasajes en un bus de tipo doméstico, no como para atravesar la cordillera. Era el último par de tiketes que había. Subimos rezando para poder regresar a Mendoza, Argentina. Mi celular…muerto. No conseguíamos comunicarnos con la familia. En todos los lugares los teléfonos y medios de comunicación desactivados por razones de seguridad. Antes de subir preguntamos si podíamos hablar con un carabinero (policía de Chile, muy profesional) No, dama están todos desplegados por el terremoto en las zonas de mayor desastre. Me hice la Señal de la Cruz, ¿Cómo pude ser tan idiota? No tenía forma de avisar que estábamos bien, vivas y en viaje.

El autobús, era de cuarta. Pero nos llevó trepando por encima de los escombros, en algunos lugares se detenía y un tractor lo hacía pasar por enormes puentes de metal, que el ejército había desplegado. Las cuentas de mi rosario, brillaban y sacaban chispas. ¡Por fin supe lo que había pasado y sentí, no miedo, horror! Descubrí que era una soberbia tonta.

Cuando llegamos a la madrugada a “Libertadores” la frontera con nuestra patria, los comentarios eran de los muertos y de la catástrofe que dejábamos atrás. Ya en territorio argentino, sonó mi celular. Cuando lo atendí era mi nuera que lloraba. ¿Están vivas? Sí, y ya en tierra de nuestra patria. Tranquilos. Llegaremos a la terminal de buses alrededor del medio día. Hicimos aduana y nos miraban coma extraterrestres. Creo que no abrieron las valijas y bolsos por la sorpresa de ese cachivache que nos traía de Chile. Yo ahora lo veo como el mejor de los autobuses que usé en mi vida.

Cuando estacionó el coche en la terminal, toda la familia parecía ver a unos fantasmas. ¡Qué ignorante puede ser uno! Y tan soberbia que no se da cuenta que la naturaleza puede jugarnos una apuesta con la muerte. Cuando mostraban los noticiosos los lugares de Chile, yo comencé a llorar. Puentes carreteros derrumbados, casas que habían caído al mar desde las costas, autos arrojados en grietas enormes… ¡Dios, Gracias por ese taxista y ese valiente chofer que nos trajo!

Pero, ahora medito siempre, que somos una pequeña gota de agua en un océano que puede ser calmo o borrascoso. Que debemos estar preparados para sobreponernos a cosas similares, pero que yo, especialmente, debo ser más serena en mis actos y respetar con prudencia a mis congéneres. ¡Jamás debí creer que lo superaba todo! Gracias a esa buena gente chilena que nos ayudó sin pedir nada cuando tal vez ellos habían sufrido pérdidas importantes. Chile es muy bello, y seguí yendo cuando pude, sin dejar de estar alerta a los sismos.

 

ANÉCDOTAS DE VIAJES

 EL VIAJE EN TREN

 

Antes de los noventa, en mi tierra había trenes. El enorme territorio de mi país los necesita. Pero un iluminado los vendió, los desguazaron y hoy sólo se puede atravesar la patria con autobuses o camiones, autos y aviones.

Mi último viaje por tren fue de antología. Había ido a la Feria del Libro a mostrar en un  stand de mi provincia.  Tenía que cruzar en forma horizontal los mil cien kilómetros que me separaban de mi familia. Pensé en buscar el vagón más confortable en primera clase. Los había visto en otros países y las butacas eran de terciopelo, con asientos individuales y servicio de camareros y camareras.

Me acerqué con tiempo antes de viajar, a la estación y en la oficina donde vendían los tickets. Un robusto empleado, moreno y peinado con gomina, bigotes enormes y mirada miope, me atendió muy serio.

Necesito un boleto de vuelta a Mendoza, en primera clase. Me miró en forma suspicaz. No tengo. Dijo con una sonrisa irónica. ¿Viene con alguna recomendación del gremio? No. ¿Qué gremio? ¡Del sindicato de Ferroviarios! No, soy docente, maestra de grado y necesito ir a volver a mi trabajo. Estamos en vacaciones de invierno y por eso…

¡No señorita, no, si no trae un papel del sindicato ya no tengo lugar! Le vendo uno común, para dos pasajeros sentados. Es lo mismo.

Acepté. No podía dejar de viajar. Tenía necesidad de regresar a mi familia en Mendoza y mi esposo, cuidó una semana la casa y los chicos. Pagué lo estipulado. Un cuarto de mi sueldo de maestra.

Hice una pequeña maleta y mi cartera, como todas las de mujer, llevaba de todo. El dinero por las dudas en una pequeña bolsa que se apretaba en mi corpiño. Llegó la hora y mi colega me llevó al terraplén desde donde partía en tren. Al pasar por el vagón de lujo, observamos que estaba vacío. Nadie lo había utilizado. Seguimos hasta el que me correspondía. Un joven guardia, con un uniforme arrugado, algo sucio y una sonrisa divertida, me tomó el ticket y lo perforó diciéndome que subiera rápido, que los asientos mejores ya estaban ocupados. Un beso ligero del colega, con un sinfín de consejos, me subí rápidamente al coche.

Los asientos estaban puestos de frente, de cuatro personas que se mirarían todo el viaje. Eran de “cuerina” marrón, casi todos rotos, rajados y desprolijos. El suelo sucio con barro y algún que otro trozo de papel.

Me acomodé en el único que quedaba libre al lado de la ventanilla a medio bajar. Ya que no abren, es por seguridad. Una familia de inmigrantes bolivianos, eran como doce o trece se paró cuando entró el guarda y se tuvieron que ir a otro vagón de atrás. Me quedé sola. Un señor anciano estaba sentado en el primer asiento y dormía. Pasó el inspector y me pidió el boleto que mostré con una sonrisa. Me pidió algo de dinero y me dijo que me fuera al medio del coche, señalándome el único asiento sano. Le pasé un billete y me cambié. Estaba más cómoda, el vidrio limpio y la ventanuca cerrada.

Ya habíamos alcanzado un ritmo de velocidad regular, y el tren bailaba sobre los rieles  con una armonía aceptable. Al atravesar algunos barrios el tren bajaba el movimiento. Hasta que en una estación llena de soldados, se detuvo. (Poco tiempo después se derogó el Servicio Militar Obligatorio por ley) subieron ruidosos muchachos veinteañeros. Con risotadas y palabrotas. Iban a cargo de un suboficial joven que vino rápido y se sentó junto a mí.

Se presentó amablemente y se disculpó por la tropa. Volvían a vacacionar con sus familias. El humor mío y el de ellos por momentos fue un horror. Me miraban como a una rareza humana. ¡Yo, leyendo un libro de poesía! Uno amagó encender un cigarrillo y el joven jefe le ordenó que mirara y acatara los carteles de: “Prohibido Fumar”.

Media hora más tarde, el convoy se detuvo en un descampado. Allí, para mi horrorosa sorpresa, ascendieron un grupo de prostitutas cargadas de garrafas de vino y botellas de variado tipo de alcohol. Ruidosas, desprejuiciadas y mal habladas, cuando me vieron se quedaron mudas. ¡Me dijeron bruja, maldita! y, ¡Ándate de aquí! Yo les quitaba el trabajo. Los soldados se reían a mandíbulas batientes y el joven que acompañaba a los jóvenes no podía ser escuchado por los gritos y risotadas de todos.

Me acurruqué en mi rincón, siempre con mi libro de poesía de poetas contemporáneos; pero reconozco que no me podía concentrar. El olor de los cuerpos enervados por el vino y la euforia, la mugre y el traqueteo del tren me hizo descomponer. El joven jefe, me pidió que lo acompañara al buffet, antes de cruzar al otro vagón, se volvió y algo dijo, que todos aceptaron con un grito de júbilo. Yo, temblaba. ¿Qué experiencia!

En el vagón comedor, me dieron la mejor mesa. Se debe haber corrido por todo el personal mi situación. Yo tendría unos cuarenta y ocho años y parecía una señora de un cuadro de Fader o de Victorica. Me faltaba el camafeo y el “yabot” para ser de otro siglo.

Traté de beber un café. El vehículo se bamboleaba de derecha a izquierda en el trecho rápido que arremetía el ferrocarril. El mozo, cuya chaqueta parecía un mapa antiguo de la Hispania, me trajo en un platillo de porcelana un pocillo de tamaño mediano de cerámica con un jugo parecido a algo llamado “café”, en otro platillo, azúcar morena y dos pequeños sobres de diferentes marcas de edulcorantes dietéticos. La cucharita era de plástico la rechacé y apareció una de metal, algo torcida y cascada. La taza con plato y todo, se movilizaba de una punta de la mesa a la otra, perdiendo el líquido oscuro en su vaivén. ¡Era una danza espectacular! Saqué el pocillo del plato, con una mano lo sujeté mientras con la otra traté de agregar el azúcar. Ésta cayó en derredor de lo que quedaba del pseudo café. Traté de revolverlo, todo con una mano, la otra aferrada al recipiente para que no cayera al suelo. ¡El empleado me miraba con risueños aleteos de párpados! Parecía un pajarito emboscado. Logré beber el resto. Y vino corriendo a sacarme la vajilla. Me tendió la mano. Quería una propina. ¡Muy de argentinos! Le dejé unas monedas. (Aún tenían valor.) Luego me quedé, por consejo del suboficial, un buen rato mirando por el ventanuco, los campos llenos de plantas de girasol, trigo y un sin fin de trabajo de nuestros queridos campesinos.

El sol se iba recostando en el horizonte y ya habían prendido algunas lámparas en el comedor. ¿Quiere comer algo? ¿Qué se puede comer? Solo una omelet, me dijo haciendo una seña que era lo mejor. ¡Bueno tráela! Le di otra propina junto con exorbitante cuenta de mi gasto. ¡Si hubiera comido caviar con champagne en el Ritz, no me cobraban tanto! No era su culpa.

Tenía que regresar. Sigilosamente el mozo salió y trajo al muchacho que iba repartiendo soldados por los paraderos del tren en pueblos ignotos. Me dijo: “Señora la voy a escoltar al servicio”, lo miré asombrada. Yo, le sostendré su bolso. No se haga problema, acá tiene mi nombre y mi situación de servicio. ¡Era un amigo entrañable para mí, en ese momento y lugar! ¡El baño, era un asco! Sucio, maloliente y sin agua limpia en el lavabo. Me higienicé como pude, oriné casi de pié y salí con mis manos mojadas en ese agua amarronada que salía de los grifos rotos. ¡Pobre país el mío!

Me ovillé en mi rincón. Muchas rameras se habían ido y soldados también. Quedaban algunos dormidos que roncaban por causa del alcohol y el movimiento acompasado de vaivén del ferrocarril. El muchacho, que se llamaba Alejandro Gómez, se sentó bien despierto a mi lado. Me hizo colocar el bolso bajo mi cuerpo y me pidió que durmiera tranquila. ¡Quedan trecientos setenta kilómetros! Duerma, señora por favor. Yo la cuidaré.

Soñé mucho. Cada vez que el tren se detenía en medio de la nada el vagón se iba achicando. Volvía a ese sueño distorsionado entre la realidad y mis esperanzas. Me desperté cuando sonó un largo silbato. Estábamos en Mendoza. Miré a mi lado y ya no estaba mi escolta preciosa. El joven suboficial. El inspector, se acercó para auxiliarme con mis bártulos, que eran bien pocos. Y supe, que en el coche de primera sólo viajaban los que pagaban suculentas “coimas” o eran del sindicato de trenes.

Ahora el ferrocarril corre sólo en ciertos lugares del territorio. Pero se perdió por el mal uso y manejo de políticos y empleados.

Yo siempre quedé agradecida del muchacho que me escoltó y cuidó. Era un ejército que ha perdido sus mejores tiempos; el de los valores y educación patriótica, donde se valoraba a los seres humanos, donde se respetaba a las señoras, hombres mayores y a los niños.

Cuando he viajado en trenes de Europa o Asia, reconozco que extraño esa cinta infinita que conectaba mi país de norte a su y de Este a Oeste