martes, 9 de agosto de 2016

DE "TRASEGANDO HISTORIAS EN RITMO DE VINO" UN FRAGMENTO DE INFIEL.


INFIEL

 

Apesta el olor a fritura en la galería. Los visillos dibujan filigranas sobre el corredor que lleva en damero a los fondos de la casa. Es vieja. Hace calor y hay humedad. Las chicharras clamorean sus atractivos sexuales buscando aparearse. Una modorra manifiesta se despliega en los dormitorios. Ventiladores perezosos desdoblan sus aspas gastadas, con zumbidos de insectos invisibles, sobre las sábanas de algodón que clarean las sombras. Hay perfume a clavo de olor, canela y vainilla, mezclado con otro hediondo. Puro sexo. Vómito y mierda.

Fantino yace semidesnudo bajo el sopor del vino y la cerveza. Ron y cachaza, noche tras noche, amancebado con las busconas de Puerto Las Palmas. Un vientecillo suave, mueve las cortinas de una puerta ventana, atrayendo aire con hedor a río que se entrevera con aromas interiores de la casa. Aire que espanta moscas y mosquitos que, en la oscuridad sacrifican, con su necesidad de sangre, la grosera piel del ajumado moreno.

            Temprano ha comenzado el ruido de los carros que llevan la pesca y los mariscos al mercado. Los gritos de los hombres que trabajan no lo despiertan de su interminable borrachera. Una gallina atrevida ingresa en la habitación en penumbra y picotea el piso donde hay restos mutilados de comida derrochada en la jarana. Nadie se atrevería, como el bicho, a acercarse. Seguramente, un zapatazo sería la respuesta. Sin embargo Nunila, escoba en mano, limpia el patio de tierra sacándole brillo al polvo cerca del catre. La cadera sazonada sostiene la enorme falda, de algodón blanco, que arriscada atesora su cuerpo mulatazo.

Las manos hábiles fabrican, para curiosos y extranjeros, metros y metros de puntillas en las sombras de la tarde, cuando espera el grito de Fantino que la llama. Odia esa voz. Odia al hombre. Odia el mundo y a las hembras que venden su cuerpo a esos machos y al infame gordo alcoholizado. Su marido. Está siempre tirado, pensando vivir sólo para copular noche tras noche, incluso contra la voluntad del cuerpo que apenas se resiste. Grotesco. Inmundo.

Nunila fue bella. Morena de ojos claros y larguísimo pelo ondulado con brillo de perlas negras. Creyó en él. Creyó que la sacaba del infierno donde vivió hasta los doce años. Del rancho, donde cada hombre era más y más bruto con el ron o la ginebra en su cuerpo infantil. Estaba allí, ahora, en la semi oscuridad de la vieja casa que guardaba un secreto. Antiguo caserón con estirpe de épocas pasadas, donde la riqueza relucía entre los marrulleros comerciantes que traían oro y plata de las minas del interior. También esmeraldas y putas.

Cada barco que atracaba era un escándalo en el puerto. Atiborrado de mujerzuelas y borrachos. Gritos y peleas, que acababan en las zanjas con sangre de algún infeliz nunca buscado por alguien.. Marginales. Para Puerto Las Palmas no había una ley y, si la había, nadie sabía cuál era.

Nunila en silencio sobrevivía al horror de todo ese horror. Callada, cocinaba plátanos fritos, marisco y pescado, arroz con cerdo y especies. Nunca le dio ni una moneda, el Fantino. Nunca. Sólo vivía de las manualidades. Pagaba a algunas rameras con los pocos billetes que conseguía de los extranjeros que en el mercado, se enamoraban de los encajes que elaboraba con habilidad de maga. Le daba dinero propio a las putas que tenían hijos criados por abuelas del campo.

 El áspero vino fiestero y el alcohol de caña, lo traía Amancio —socio de su marido— que en realidad era el dueño del burdel y de hembras robadas con engaño del interior empobrecido. La casa era de la suegra.

La morena era fiel. Era Nunila la “mujer” de Fantino. Salía, con el turbante entramado, que escondía el tesoro de pelo que usaba en una ceñida trenza. Ronroneaba cadencia la pollera suelta que le cubría hasta el tobillo. Descalza. Seria. No era igual a esas infelices que traían cada noche a la bullanga.

            A veces, se atrevía a los altos, por la escalera desvencijada y entraba en la gran alcoba de la señora Santina, la suegra muerta; y abría los cofres cubiertos de mantos de seda filipinos. Se ponía uno de aquellos trajes de seda que fueron la gloria de la madre de Fantino. Soltaba la cabellera. La sujetaba con peinetas de carey o nácar; y usaba los aretes de oro y zafiros que escondidos en un pequeño cajón de la cómoda, dormían en descanso de tiempo. Se transformaba en señora. En dama. Caminaba sobre la alfombra de Persia. Se daba aire con el abanico de plumas de ave del paraíso. El espejo le devolvía un fantasma. Gloriosa su belleza nativa. Majestuoso su porte de reina. El preferido era el verde agua, con encaje de Bruselas. Las enormes enaguas de lino aún conservaban la fortaleza del almidón. 

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