Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El
cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su
secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí,
su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza.
La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la
consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a
Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres
mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra
apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una
manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por
supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin
escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.
Después, con el tiempo, la mulata
tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como
le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se
infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de
bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas.
¡Insectos infernales!
Otras veces, cuando le daba
de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su
piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente.
Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila,
bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre
blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los
propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en
destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un
hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos
de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó,
dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la
calle.
Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El
hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo
entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre
los paraísos en flor, lloró su suerte.
Al regresar una mañana a la casona,
un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y
Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió
gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas
de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los
labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego,
dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas
amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se
hundiera en la perplejidad de la muerte.
Nunila con el señorío y silencio de
siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos
conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!
Despachó con fiereza a prostitutas y
al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que
tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de
verdad!
Una semana más tarde, limpió la
casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble
y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en
la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa
a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta
y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto,
las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces
juveniles, le cambió el estilo a la zona.
Un atardecer, estaba sentada Nunila
en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina,
resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en
su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían.
Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para
siempre entre los jazmines.
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