martes, 9 de agosto de 2016

PARTE 2 DE "INFIEL", DEL LIBRO TRASEGANDO HISTORIAS EN RITMO DE VINO.

SEGUNDA PARTE DEL CUENTO INFIEL

Nunila parecía una pintura arcaica de la colonia moribunda. El cuadro era de otro siglo. De otra vida. Después se desvestía, guardaba su secreto y volvía al traje de algodón blanco y al turbante. Nada sacaba para sí, su marido, si la atrapaba, le daría tantos palos como pelos tenía en la cabeza. La señora Santina su suegra, esa que ella cuidó hasta la muerte y que nunca la consideró esposa del hijo idealizado, no permitiría su travesura. ¡Si viera a Fantino! Borracho todo el día, encamándose cada noche con una, dos y hasta tres mestizas del puerto, cuando ella se encerraba en el dormitorio. Caería en otra apoplejía como la que sufrió cuando supo que, su finado Evaristo, tenía una manceba con nueve hijos por ahí, en las afueras del Puerto. Hijos que, por supuesto, hizo desaparecer sin recelo de la zona pagando a unos matones sin escrúpulos, antes de caer en esa inmovilidad que la desquició.

            Después, con el tiempo, la mulata tomó por costumbre pararse frente al cuadro de doña Santina para hablarle. Como le charlaba en el lecho, mientras le curaba las escaras evitando que se infectara. El calor era una molestia que irrumpía a destajo con toda clase de bichos, casi invisibles, que picaban y mordían la piel dejando heridas. ¡Insectos infernales!

 Otras veces, cuando le daba de comer, la madre se negaba a abrir la boca y algunas lágrimas corrían por su piel lechosa. Ella, con un pañuelo secaba una a una y le acariciaba la frente. Igual, nunca la quiso. Nunca devolvió un gesto, una palabra, nada. Nunila, bella mestiza, era hija incestuosa, tenía madre-hermana, negra y el padre blanco y borracho empedernido de ojos claros. Por eso alardeaba la mujer de los propios. Eran de cielo cambiante y, según se avecinaba una tormenta, mutaban en destellos tentadores en una mirada profunda. Un día en la feria, tropezó con un hombre que le dijo: ¡Hembra tienes ojos de mar tormentoso! ¡Sí que eres bella, serías mía si te atrapo! Huyó, dejando abandonada la cesta con la compra, sobre un mesón de madera en la calle.

Provocada por la seducción de las palabras escuchadas escapó. El hermoso extranjero trató de atraparla, corrió, pero lo evitó desapareciendo entre los callejones malolientes del puerto. Después, lloró su destino. Entre los paraísos en flor, lloró su suerte.

            Al regresar una mañana a la casona, un grupo ruidoso de gente; entre ellos dos vecinos que siempre la codiciaron, y Amancio la esperaban. Algo extraordinario había ocurrido. Fantino salió gritando por la calle. Cayó como partido por un rayo en las piedras mugrientas de la acera. Balbuceó algo. Una espuma blancuzca le burbujeaba entre los labios. ¡Nunila ayúdame! ¡Santina vino a buscarme! ¡Mamaaaaá! Luego, dando un revolcón en tierra, quedó sin conocimiento. Los ojos en blanco y uñas amoratadas como los labios. Fue lo último que se vio en él, antes de que se hundiera en la perplejidad de la muerte.

            Nunila con el señorío y silencio de siempre, redujo todo a un sepelio corto. Sin ruido y sin llanto equívoco. Pocos conocidos fueron para acompañarla. ¡Mejor!       

            Despachó con fiereza a prostitutas y al Amancio. Los parroquianos salían disparando cuando les tiraba con lo que tenía a mano. ¡Vuelvan a sus mujeres! Les incitaba. ¡Vuelvan a ser hombres de verdad!

            Una semana más tarde, limpió la casa. Pintó con cal cada habitación, lavó y cepilló ventana por ventana, mueble y piso, dejando que la luz de la vida regresara a la vivienda. Se transformó en la dama que soñó ser. Con la tela de los vestidos de doña Santina se hizo ropa a la moda de la época, se adornó el cabello con aquellas peinetas de la difunta y habilitó el salón, para que allí, se aprendiera a fabricar encaje. Pronto, las muchachas de otros barrios llegaron para aprender. El murmullo de las voces juveniles, le cambió el estilo a la zona.

            Un atardecer, estaba sentada Nunila en la galería, cuando vio que bajaba por la escalera misia Santina, resplandeciente con el traje de seda amarillo pálido, le tomó la mano y dejó en su palma una caja llena de joyas, que nunca supo, ni Fantino, que existían. Luego, le dio un beso en la frente y salió por la galería desapareciendo para siempre entre los jazmines.   

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