Así llegó la Dionisia a la orilla
misma de la ciudad sedienta. Una más para apoderarse de la suerte esquiva. Yo
no la vi hasta pasados muchos días. No hablaba con nadie. Murmuraba apenas,
mascullaba palabras inconexas, nombraba
los nombres de la vida y de la muerte, con la confianza que se tiene con
el futuro oscuro de la nada. Vestida de negro, ausente, agria, despeinada bajo
el pañuelo que desdibujaba su edad y su posible belleza. Era ese tipo de
mujeres que esconden su feminidad para salvarse. Sólo los perros que trajo la
seguían y...sus penas o sus horrores. Descalza casi, sus pies eran dos enormes
masas ennegrecidas y dolientes.
En las noches sentía los nerviosos
pasos pausados, rotundo arrastre de soledad, por el pasillo. Yo, habitante
obligada por mi vocación de socióloga, compartía a veces sus torturados viajes
al infierno. Atravesaba la vereda angosta como ave nocturna. Agazapada entre
las sombras de los plátanos que rezongaban en cáscaras resecas bajo sus plantas
callosas. Un aullido de los perros famélicos anunciaba el amanecer y el regreso
con algo entre las fauces. Su boca desdentada masticaba los restos que dejaban ellos,
que les arrebatara...¡animales generosos! Los animales husmeaban en los tachos
de basura, ella comía lo mejor, lo más digno, lo más humano. En las largas
caminatas, a veces, regresaba con algo entre los pliegues de sus harapos. Era
feliz la Dionisia
con su pequeña cosecha. Era feliz con su libertad recién adquirida con la
muerte del hombre, de salir intacta de la hoguera de su historia de mujer
sobreviviente. Nunca aceptó lo que yo el ofrecía, su mirada altiva, me
paralizaba. Ella era una mujer, sólida y nunca podría vivir de la caridad de
otra mujer.
Los niños y jóvenes de la villa le
tenían miedo. Huían de ese espanto vestido de mujer. “La bruja”, le decían y salían corriendo
hacia el regazo de sus madres o abuelas cuidadoras. Yo me reía, no creo en
brujas ni en brujerías... pensaba en la ignorancia de la realidad que atrapaba
a la vieja. Una noche de invierno después de oír las campanadas de la iglesia
lejana, que sonaba acompasada a las doce... un aullido gutural irrumpió en
nuestro rincón. No era humano. Los perros gruñían como hambrientos lobos
dolientes. Abrí la celosía asustada. Un extraño ser corría por el pasillo entre
las casuchas, cubierto por un trapo negro, encapuchado, siniestro. Volvió la
cabeza para incriminarme. Un par de ojos brillantes en la oscuridad me
paralizaron. Increpaban mi curiosa intromisión. Seguro creyó que interrumpía su
tarea. Escapó sin hablar. Yo me quedé inmovilizada por el terror. Antes de
amanecer me dirigí a la casilla. Golpeé. La Dionisia no acudió a mi llamado. Luego vi con
sorpresa que los perros se arrastraban, sobre sus vientres, en charcos de
coagulada sangre húmeda. Pegué un grito. Entonces la vi...estaba allí, serena,
yacía quieta en un destartalado jergón de paja, revuelto todo, hasta en una
vieja olla de hierro, humeaba aún una especie de guiso. Un fuego azulado
crepitaba entre unos ladrillos que servían de cocina. ¿Qué había ocurrido?
Nunca lo sabré. Ella no hablaba. Su silencio era impenetrable y los perros no
aullaban más. Entre las cosas esparcidas, encontré el retrato de una mujer de
mediana edad rodeada por tres muchachos de aspecto alegre y a sus pies, un
escuálido cuerpo deforme de un ser que no pude discernir si era hombre o mujer.
También encontré una caja de lata donde quedaban algunos billetes de moneda
extranjera de poca monta. Tal vez fue su visita inesperada quién le arrebató su
tesoro... No sé. Los perros, ahora, siguen aullando, excepto cuando la luz de
la luna se apaga en luna nueva.
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