sábado, 27 de agosto de 2016

BRUJA UNA MUJER LLAMADA DIONISIA


            LA MUJER EXTRAÑA

              La Dionisia llegó sin hacer ruido. Callada y seca, su historia no contada estaba incrustada en la piel reseca. Manos de hierro para levantar las brasas cenicientas del fogón o del brasero de lata. Curvada la espalda de caña trajinada con el duro trabajo de la tierra. Ahora la casa no es casa, ni tapera, ni casilla; es un hueco en la noche caliente. Traía sus perros y sus penas. Un aluvión de muertos que no podía dejar allá en el campo. Un gigante dormido en su memoria, que la molía a palos, la poseía furioso con la vida, contra su cuerpo que elástico se afirmaba en el jergón, sin quejas,  para aquietar la ira del macho. ¿Amor..., qué era eso? Tuvo hijos. Unos murieron antes de aprisionar veranos en los pulmones desinflados por el llanto; otros huyeron del alcohólico infierno filial, sin esperanza. ¡Hijos, sus hijos! - ¿Qué sería de ellos? ,- me dijo un día.

            Así llegó la Dionisia a la orilla misma de la ciudad sedienta. Una más para apoderarse de la suerte esquiva. Yo no la vi hasta pasados muchos días. No hablaba con nadie. Murmuraba apenas, mascullaba palabras inconexas, nombraba  los nombres de la vida y de la muerte, con la confianza que se tiene con el futuro oscuro de la nada. Vestida de negro, ausente, agria, despeinada bajo el pañuelo que desdibujaba su edad y su posible belleza. Era ese tipo de mujeres que esconden su feminidad para salvarse. Sólo los perros que trajo la seguían y...sus penas o sus horrores. Descalza casi, sus pies eran dos enormes masas ennegrecidas y dolientes.

            En las noches sentía los nerviosos pasos pausados, rotundo arrastre de soledad, por el pasillo. Yo, habitante obligada por mi vocación de socióloga, compartía a veces sus torturados viajes al infierno. Atravesaba la vereda angosta como ave nocturna. Agazapada entre las sombras de los plátanos que rezongaban en cáscaras resecas bajo sus plantas callosas. Un aullido de los perros famélicos anunciaba el amanecer y el regreso con algo entre las fauces. Su boca desdentada masticaba los restos que dejaban ellos, que les arrebatara...¡animales generosos! Los animales husmeaban en los tachos de basura, ella comía lo mejor, lo más digno, lo más humano. En las largas caminatas, a veces, regresaba con algo entre los pliegues de sus harapos. Era feliz la Dionisia con su pequeña cosecha. Era feliz con su libertad recién adquirida con la muerte del hombre, de salir intacta de la hoguera de su historia de mujer sobreviviente. Nunca aceptó lo que yo el ofrecía, su mirada altiva, me paralizaba. Ella era una mujer, sólida y nunca podría vivir de la caridad de otra mujer.

            Los niños y jóvenes de la villa le tenían miedo. Huían de ese espanto vestido de mujer.  “La bruja”, le decían y salían corriendo hacia el regazo de sus madres o abuelas cuidadoras. Yo me reía, no creo en brujas ni en brujerías... pensaba en la ignorancia de la realidad que atrapaba a la vieja. Una noche de invierno después de oír las campanadas de la iglesia lejana, que sonaba acompasada a las doce... un aullido gutural irrumpió en nuestro rincón. No era humano. Los perros gruñían como hambrientos lobos dolientes. Abrí la celosía asustada. Un extraño ser corría por el pasillo entre las casuchas, cubierto por un trapo negro, encapuchado, siniestro. Volvió la cabeza para incriminarme. Un par de ojos brillantes en la oscuridad me paralizaron. Increpaban mi curiosa intromisión. Seguro creyó que interrumpía su tarea. Escapó sin hablar. Yo me quedé inmovilizada por el terror. Antes de amanecer me dirigí a la casilla. Golpeé. La Dionisia no acudió a mi llamado. Luego vi con sorpresa que los perros se arrastraban, sobre sus vientres, en charcos de coagulada sangre húmeda. Pegué un grito. Entonces la vi...estaba allí, serena, yacía quieta en un destartalado jergón de paja, revuelto todo, hasta en una vieja olla de hierro, humeaba aún una especie de guiso. Un fuego azulado crepitaba entre unos ladrillos que servían de cocina. ¿Qué había ocurrido? Nunca lo sabré. Ella no hablaba. Su silencio era impenetrable y los perros no aullaban más. Entre las cosas esparcidas, encontré el retrato de una mujer de mediana edad rodeada por tres muchachos de aspecto alegre y a sus pies, un escuálido cuerpo deforme de un ser que no pude discernir si era hombre o mujer. También encontré una caja de lata donde quedaban algunos billetes de moneda extranjera de poca monta. Tal vez fue su visita inesperada quién le arrebató su tesoro... No sé. Los perros, ahora, siguen aullando, excepto cuando la luz de la luna se apaga en luna nueva.

 

                                                          

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