El matorral cerca la vieja pedrera.
Los ficus gigantes ahogan la antigua arcada de ingreso. Esa había sido la
otrora mansión de Don Evencio Rojas y Trisón. Aún pueden verse los azulejos
portugueses, que traían en los barcos como lastre, y que se usaban para decorar
fachadas y banquetas de los portales sombreados. El silencio es sólo roto por
el grito de los guacamayos azules. El aire enrarecido por el moho y el olor
acre de los postigotes pudriéndose por las tormentas caribeñas, invaden el asolado
jardín. Tormentas. Más que tormentas, arrecian lluvias bravías. El cielo se
desploma digiriendo la tierra. La casa abandonada. Muerta. Recorta algunas
imágenes de anticuados angelotes de piedra carcomidos.
Dicen, porque lo dicen todos por
aquí, que Don Evencio, murió loco de amor por la “Trigueña”. Tenía quince o
catorce años la muchacha. Era desdeñosa y altiva. Pobre, muy pobre, eso sí,
pero muy astuta. La madre quiso entregársela al “Pirata” pero ella huyó hacia
la jungla cerrada. Dicen, porque dicen todos por aquí, que se desgarró el cielo
furioso y que salía fuego de los árboles resinosos de sabia amarga. Un fuego
helado por el viento grimoso que aullaba la interceptó. Y regresó no más, la “muchacha”
descalza y chamuscada. Parecía herida por bestias infernales. Y él, la
encontró. La trajo entre los pálidos brazos con pelambre anaranjada. La dejó
sola en el sillón de seda y durmió dos días seguidos. Al despertar, dicen, que
ella le sonrió y el hombre la cubrió de oro. De monedas de oro. Seducida por el
brillo aceptó por un tiempo la lisonja y los regalos. Un día ya no estaba. Se
escapó a la hacienda de Tiago Sampayo, el hijo de Don Girolando Sampayo. Dueño
de diez mil acres de plantíos de café y algodón, al Norte. Y dueño también de
cincuenta y siete esclavos fuertes de África Central. La enamorada, se escondió
en el malecón entre las mandingas, que afrontaron castigos de látigo en
sanguinarias manos de capataces feroces.
Dicen, puedo asegurar, que dicen,
que Don Evencio la buscó con desesperada angustia. Indagó. Investigó. Pagó a
delatores hasta encontrarla. Ella no quiso volver. Tiago Sampayo la había
amancebado. Embarazada, la echó a la calle. Tiago era casado con Petronila
Soares Da Silva, dueña de medio país. Con ella tenía once hijos blancos como
ellos. La “Trigueña” desapareció de la zona. Y no hubo Dios ni demonio que la
encontrara. Se había vuelto niebla, humo, en las tinieblas de la selva.
Dicen y digo, que cuando ayer me
mandó mi dueña a buscar un manojo de frutas maduras del huerto abandonado de la
casa derruida…la vi. Era ella misma, pero detenida en el tiempo con un niño
rubio mamando su pecho moreno. Mi grito hizo huir a los pájaros y guacamayos
azules en una algarabía retumbona. Estaba descalza y con su traje verde claro
hecho jirones. El cabello suelto y desparramado sobre su cuerpo flaco. No sé,
si por mi grito o por mi terror cuando abrí los ojos ya no estaba. Corrí. Volé,
mejor dicho, por el sendero abierto hasta llegar a la cocina de mi dueña.
Pálida, dicen, que llegué. No podía hablar. Justina, me echó un trago de
aguardiente en la boca. Así pude contarles. Todos se miraban, me miraban
asombrados. La señora envió a Bernabé, el mulato, a dar una vuelta por el lugar
donde la vi. Regresó tartamudeando y con terror, le suplicó que no lo mandara
de nuevo al sitio. La había visto. La “Trigueña” y atrás al difunto Evencio
Rojas y Trisón. ¿Fantasmas? No regresaré más al lugar aunque me castigue el
ama.
¡Ah!, y… dicen que en el mercado del
pueblo le llaman, a la casona abandonada, la casa del “Ahorcado”; porque así
murió el loco. Don Evencio, loco de amor. ¿Y la Trigueña ? Nadie sabe.
Pero yo la ví. El mulato Bernardo también. Aún tiene quince o catorce años. Y
dicen que vivieron antes de la guerra con los franceses, allá por 1700.
MUY LINDO Y BELLO CUENTO ...AMORES VERDADEROS SON LOS QUE NO MUEREN .EL SUEÑO DE VOLVER HACE DE LA MENTE UNA LOCURA
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