Sentado en la oficina pasaba su día tan igual a todos los días desde que entró en la compañía. Su título, le abrió enormes puertas laborales, pero su carácter ceñudo y seco, no le permitía platicar con sus colegas. Él era el nuevo jefe de construcción. Lacónico y trabajador, estricto y serio hasta lo crispante.
Desde chico fue el punto de burla de los compañeros de la escuela. Su padre, obrero en los ferrocarriles, tenía la manía de llevarlo hasta la puerta de la escuela tomado de la mono. Esos lo hacía el típico niño o joven que servía para molestar. Eso lo llevó a enfrascarse en los estudios y gracias a su abuela, que era medio despistada, aprendió de libros antiguos muchos temas y escritos valiosos que le permitieron superar a la mayoría de sus compañeros. Tanto que lo pasaron de grados a puestos superiores y salió de primaria con once años.
Ingresó con un alto puntaje en la mejor escuela de educación media de su ciudad. Allí brilló y era un alumno cuyos profesores pedían para que colaborara cuando algún muchacho se quedaba atrás.
Sus gafas gruesas le daban un aire adusto, parecía mayor a los años que tenía. Su timidez, egregia y total, le hacía balbucear cuando una alumna de su edad se acercaba para pedirle ayuda. Evitaba salir fuera de sus tareas normales: bibliotecas, charlas de profesores eméritos y a veces, con su abuela que insistía, iba al cine o al teatro. Nunca aceptó que le encantaba.
La música era la que lo despojaba de su mutismo interior y se encerraba en la habitación para escuchar radio o siendo más grande un tocadiscos que compró a escondidas. La muerte de la abuela, lo puso más cerrado. Cada vez hablaba menos y los padres, comenzaron a ignorarlo por no comprenderlo.
Una mañana conoció a una alumna de literatura inglesa, que lo dejó perplejo. Su corazón latía cuando se cruzaba en los pasillos de la facultad. Era una joven muy bella. Simpática y siempre estaba rodeada por otras chicas y jóvenes con los que hablaban de arte. Él, desde lejos, la observaba dejando su imaginación volar.
Estaba enamorado. Nunca podría acercarse a ella. Era su secreto más doloroso y hermoso.
A través de su curiosidad innata, logró saber el número de teléfono de ella. Conoció su nombre: Mónica Raffo. Supo que tenía veinte años y que vivía en un paquete barrio de la zona más encantadora de la ciudad. Ella manejaba una motoneta y siempre vestía un Jean con blusas de colores claros. El cabello, larguísimo, le coronaba la espalda hasta más debajo de las nalgas. Muchas veces lo tenía enroscado en una especie de pirámide sobre la cabeza, atravesada por un lápiz de grafito.
Nunca se acercó para hablarle y permanentemente evitaba pasar a su lado. Pero… un día de tormenta, tomó el teléfono y sin decir su nombre la llamó y hablaron un largo tiempo. Supo que le gustaba la música de jazz, hacer viajes cortos a lugares inhóspitos, amaba la literatura inglesa y a Shakespeare, al que buscaba asistir cuando daban una de sus obras en el teatro de la ciudad o ciudades vecinas. Cuando colgó, ella no sabía quién le había hablado, tan entusiasmada estaba de encontrar un joven que supiera tanto de sus gustos. No tuvo miedo.
Ingenua, esperaba sus llamadas. Él, con su persistente orden, todos los jueves a las ocho en punto le hacía un llamado. Y hablaban como viejos conocidos. Nunca se habían visto… eso creía Mónica. Pasaron los meses y él, le dijo que se iba a tomar un trabajo en otra ciudad y que le escribiría. Así lo hizo. Largas cartas donde hablaban de mil cosas. Ella un día le pidió una cita. Él, le dio un extenso motivo por lo cual no podía momentáneamente verla. Muchas veces estaban sentados en distintas filas y butacas del teatro, pero nunca se acercaba para que lo conociera. Ella, supo que había comenzado un romance inédito. Lo amaba. Su corazón esperaba con ansiedad sus llamados o cartas.
Pasaron cinco años. El nombramiento como gerente socio de la empresa le aseguró un lugar en la sociedad en donde los que antes lo molestaban con sus burlas; hoy le debían obedecer en las obras. Para Mónica su amado se llamaba Alfredo. En realidad se llamaba Eudoro García. Y salía en los diarios con ese nombre, ella nunca podía suponer quién era en realidad ese misterioso enamorado que no había visto nunca.
Una amiga le presentó a un abogado simpático y charlatán que pronto la encaró con flores y besos robados. Ella extrañaba a su ignoto amante. Y aceptó salir con Lisandro Aguirre, y Eudoro los vio y se desató en ira. Corrió hasta donde la pudo alcanzar.
Llegó hasta la casa de Mónica que regresó sin saber su destino. De frente con un cuchillo le clavó en el corazón; surgiendo la sangre como un enorme crisantemo bermejo. Con el fuego que arrasó con furia, el cuerpo crepitó la sangre, laca tórrida en un crimen de pasión, venganza y odio. Ella cayó murmurando el nombre de su adorado Alfredo.