domingo, 30 de enero de 2022

NUNCA DE NEGRO

            La estación llegó con poca euforia. Un verano con viento helado unos pequeños copos de aguanieve que caían sobre la calle verde por las lluvias. El barro acosaba los vehículos y la gente saltaba de piedra en piedra para no empaparse con salpicaduras sucias.

            El muchacho cruzó la calle de un salto olímpico y saludó con la mano en alto mirando hacia la ventana de Nicolás. Éste sonreía la ver el flaco rostro helado y la abrió, gritando eufórico. Un grupo de mujeres envueltas en ropas invernales, se volvió a espiarlos; sabían por el periódico la razón de tanta algarabía. ¡no puede ser que justo hoy que comienza el verano, nieve! El mundo está loco como todos nosotros, se dijo y subió las escaleras de a dos en dos.

            El calor de la cocina le achicó el hambre, la anciana Loreta, estaba trajinando un pollo asado y papas que sabían a exquisitez. Desde atrás la abrazó por la ancha cintura y ella le zampó un cucharón de madera en la cabeza. Brincó y se tiró en el sillón… ¡Ganamos Nicolás, ayer creímos que el mundo se terminaba y hoy somos los ases del pueblo!

            No te vuelvas loco, Renato. Falta un tiempo para que se vea el resultado de nuestro esfuerzo. Además, hay que ver si Susana nos apoya, tu padre ¿qué dice? ¿Acaso están todos de acuerdo? ¿Loreta, crees que será un éxito nuestra obra? Yo por las dudas comienzo a prepararme para ir a Valle del Ángel, para conquistar un público conocido.

            Nicolás siempre viendo fantasmas donde sólo existe el sol. Mira Susana, estoy seguro que aceptará el papel de hija malvada y su amiga Carla, a quien buscaremos para el papel de madre, también querrá. Mientras tanto voy acomodando los platos y comemos.

            ¿Quién te invitó? Nunca traes nada ni siquiera vino barato  o pan, cualquier cosa. Vienes y te invitas solo como si fueras de la familia… bueno sangre de los Torres corre por nuestras venas.

            A mí me invitó Loreta. Y lamentando mucho soy tu medio hermano. Nuestro queridísimo padre era un enamorado de cuanta artista pasaba por el pueblo… gracias a Dios, mi madre se quedó. ¿Cuántos hermanos y hermanas caminaran por las calles de las grandes capitales del mundo?

            O tal vez son empleadas en oficinas lúgubres, limpiando baños y aguantando a hombres como papá. ¿Un loco o un demonio, nuestro progenitor? Bueh, vamos a comer, el perfume de la comida está despertando el monstruo en mí.

            Entre chanza y charlas, pasan las horas. Discuten a quién le pedirán los decorados y la ropa.  De repente Renato mira el reloj y se disculpa. Me voy gracias por todo. Pero tengo una cita. Y sale corriendo como llegó.

 

            Es la noche del estreno y una larga fila de conocidos se prepara para ver la obra ganadora del premio Atelier. Al ingresar a la sala, la oscuridad desafía la vista y tanteando la gente se acomoda. Una pequeña linterna ayuda a los más desorientados. Desde detrás de la sala, un alarido saca de su asiento a la mitad del público. Así comienza el único acto y por el pasillo central corre una joven vestida con una túnica ligera y un enorme cuchillo en la mano. La sangre brilla con la luz que va encendiéndose lentamente.

            En el plató una mujer yace caída, muerta e inmóvil. Es Carla, que ha sido asesinada por la hija, Susana.  Entra Nicolás vestidos de policía y Renato como médico… la obra sigue su curso. ¡Pero algo hace que se detenga en la parte final, una Loreta vestida totalmente de negro, cae en medio del pasillo con un ataque cardíaco. Nada se puede hacer, los aplausos quedarán para mucho tiempo después.

EL TITIRITERO

 

Llegó a la escuela trasladada de una escuelita de frontera. Llegó así de pronto, con sus ojos azules, profundos y bellos, el cabello canoso y rizado. Callada, tenue y bondadosa.

Nadie se atrevía a calcular su edad. La piel quemada por los fuertes soles y vientos arrachados de la montaña, no nos permitía imaginar cuántos años había pasado allá, entre los criadores de cabras.

Cuando acariciaba a un niño, con sus manos callosas y arrugadas, parecía que regalaba pétalos de flores silvestres.

Se llamaba Justina. Su nombre hacía mérito a su bondad y dulzura, ya que siempre tenía una palabra amable y una sonrisa en los labios, para todos. Era soltera y estaba sola.

Cuando alguien no sabía realizar alguna tarea de cualquier tipo, ella calladamente se ofrecía para hacerla en su lugar.

Era "la maestra"; la madre; la amiga; pero, ¡estaba tan sola! Cuando terminaba la jornada, tomaba su portafolio y con pasos lentos salía de la escuela, sin apuro, hacia el oeste.

Vivía sola. Ahora, ¡imagino su habitación, que debía oler a espliego y colonia fresca!  Prolija, ordenada, limpia y tal como era ella, una dama a la antigua.

Un día llegó a la escuela un hombre calvo, delgadísimo, que transportaba, una  vieja y gastada valija de cartón. ¡Oh, maravilla, había llegado el "titiritero", con la magia de sus muñecos de pasta, madera y trapos coloridos!

Cuando vio a Justina, parada en el patio; rodeada por los niños que gritaban y corrían en el recreo; tembló como un muchacho joven y se quedó parado, clavado en el piso, tal si nunca fuese a despertar de ese sueño increíble.

¡Hacía más de treinta y cinco años, que buscaba a esa mujer...! Pálido y presuroso, a grandes pasos se plantó frente a ella. Mudos, ambos, se contemplaron.

Unas lágrimas suaves comenzaron a recorrer las mejillas de esa adorada mujer y del cansado "titiritero".

La escuela siempre bulliciosa, de golpe se quedó silenciosa, todos intuían un gran acontecimiento; los niños como pájaros callados, los rodearon, los miraban y esperaban ansiosos algún suceso, que creyeron estaba ahí, ante sus ojos.

Las manos avejentadas, tendidas y trémulas, apenas trataban de tocarse; pero no se atrevían, no lo hacían, para no romper el hechizo. Era un éxtasis tal, que apenas parecía que los corazones se oían al unísono.

Caminaron hasta la calle, juntos, y salieron, sin decir nada.

Todos nos quedamos callados y volvimos a nuestras tareas, con una rara sensación de sorpresa.

Al día siguiente, volvió Justina a la escuela muy alegre, feliz, pero silenciosa. Como siempre. Nadie se atrevía a preguntarle nada, sobre lo acontecido. A la hora del té ,las maestras la rodearon expectantes, ella sonrió y comenzó  a decir... -El, se llama Nicolás y fue mi primer y único novio, allá por mil novecientos cincuenta y siete, pero mi padre, que era muy severo, me prohibió verlo, me llevó muy lejos, a vivir en el campo y no lo vi más.  ¡Nunca supe la causa!- dijo mientras revolvía su té frío. -Ayer cuando lo miré, mi corazón casi se detuvo. No podía creer lo que veía! Él, también me buscó durante todos estos años, como yo lo esperaba .Dejó su carrera de profesor y se dedicó a esta vida trashumante, buscándome. ¡Nunca se casó y me encontró después que hemos sufrido mucho! -se quedó callada y respetamos su silencio.

Pasaron los días y vimos como se transformaba. Estaba alegre, cantaba. Usaba ropa clara y fresca; hasta parecía mas joven.

Llegó el otoño, y una tarde entró un policía al colegio, buscándola. El revuelo fue tal, que hizo que todas las maestras saliéramos al patio.

 

- Un accidente, un micro había atropellado al "titiritero"- habían encontrado en su vieja y destartalada valija, cartas, fotografías y sus muñecos, como mudos testigos del amor y fidelidad infinita, junto a la libreta de casamiento de Justina y Nicolás.

Justina no volvió a la escuela. Tratamos de acompañarla en su dolor y soledad pero ella se resistía.

Hace unos días, un alumno de mi grado, que es muy andariego, me dijo.-Señorita Rosalía, sabe, vi a la maestra Justina, dándole de comer a las palomas en la plaza de Godoy Cruz, toda vestida de negro, yo me acerqué a saludarla, pero no me reconoció y me preguntó si yo no había visto a Nicolás, el "titiritero" - y a todos los que pasaban les regalaba una flor.-

 

ES BARRO

 

Es barro y violetas que se mezclan

Proponen diluir el soplo de viento que naufraga

Es semilla de lino florecido con pestañear de aliento

Un olvido celeste y blanco entre el páramo cetrino.

 

Es barro que amasa pétalos de lilium morado

Con sabor de selva en el desierto

Con rasguños de espinas en la frente de la pobre niña

Barro que brota del jardín sin humedad de risas

 

Hay que buscar amalgamar la saliva del felino que persigue

Con el lino, las violetas y los lilium

Volver atrás con ceremonia de ángeles y trinos. Volver

Con los pies descalzos en la tierra seca y peregrina.

BESOS FATALES

                               

                                               En un beso, sabrás todo lo que he callado. Pablo Neruda

 

 

                La habitación cerrada permite ver una línea de luz por debajo de la puerta. El murmullo escapa por el aire que penetra por la ventana y sale por esa mínima hendidura entre la alfombra y la madera.

            La música repta por la pared cubierta con seda que amortigua el bullicio del fonógrafo. La púa rasca con dulzura el disco de Gilma Freitas, la cantante de moda. Dentro de la alcoba el perfume del tabaco turco invade y se desliza por toda la planta alta de la casa. El Coronel Gustavo Oricchio ha trepado cada escalón de tres en tres para llegar y apresar la cintura de Saraí. La frágil muchacha tortura la mente del hombre que busca su carne tibia y voluptuosa.

            Una sombra atraviesa la balaustrada y el ventanal del sur, palpita con el fresco de la noche. La luna se oculta detrás de los eucaliptos. Los cortinados se mecen con la brisa y el ingreso del curioso. Un mastín trata con bondadosa algarabía al misterioso invasor. Él lo acalla y queda jadeante tras las botas de cuero lustroso.

            La música se hace más serena y se abre la puerta mostrando la figura desnuda de Saraí. El Coronel cae de frente en brazos de la mujer. Los ojos vidriosos le hablan y la boca calla secretos inexpugnables. 

            El marido, le quita la daga de la espalda y arrastra el cuerpo hasta el cofre que espera con la tapa abierta en un costado. La música comienza a sonar más fuerte y la mujer baila distraída mientras él, cierra la puerta con varias llaves después de sacar el arcón. ¡Otro más!

            Hace subir a dos operarios del cafetal para bajar por las escaleras el pesado bulto. Leite ¿Cuándo conoció este hombre a mi mujer? En primavera patrón, fue cuando ella escapó para la fiesta de la Coronación de Stella Maris.

            Oricchio había llegado de la capital y ella lo contagió de brujería. Bueno déjenla que siga bailando. Nadie debe saber que Saraí está así desde que perdió los embarazos. Ella cree que si está con un hombre podrá tener un hijo. Nunca lo logrará, dijo el médico de Río de los Álamos.  Cuidado que no vuelva a escapar pronto es la fiesta de la Madre de la Purificación.

            No patrón es brujería nomás. Ya va por el sexto que despacha.

BAHÍA DOS REI UXÚ

            

            Las casas bajas de adobe y paja, son un infierno El húmedo calor estival transforma la hacienda en un hervidero de insectos y alimañas. Unas lagartijas corren. Fideliña está en la hamaca de palma, estirada, buscando aire fresco. Escribe una carta a su hermana Ulhema, que ha partido a Portugal para conocer personalmente a su prometido, antes que el “Princesa Carlota” viaje de regreso a Leiria.

 

                        Bahía Dos Rei Uxú, 5 de mayo de 1798.

            Querida Ulhema

            “Por suerte la Virgen de Mairiporá, permitió que el padrino Don Joäo  construyera esta casona de tapiales altos, techos de palma bien apretada y mucho aire que atraviesa las estancias, para no morir con el calor que trastorna.

            A veces ingresan serpientes y culebras, buscando fresco y comida, pero nuestro “negrito” Toüm las espanta con humo y palos. Él, dice, que en su tierra son tabú. Las comen y tienen una danza muy antigua para hechizarlas y que no atrapen a los niños. ¡Son patrañas! Comen lo poco que encuentran y pescan. ¡Negro mentiroso!

            No se puede dormir con tanto calor. Pienso en ti Ulhema, ojala, hermana tu  prometido sea lo que parece en el daguerrotipo que llegó y sea verdad que trabaje de alguacil de la Alcaldía de su pueblo, que hable francés e inglés; dicen que es un Bachiller de primera; si fuese así la boda será pronto. Sencilla. ¿Regresarán para la estación de lluvias?

            Te cuento que nuestra amiga Cathaliña no podrá casarse, porque  Don Afonzo Cristhao, dejó este mundo un amanecer hace como siete días. Hay un revuelo de comentarios. Según dicen los esclavos de su heredad fue por un ataque de apoplejía, que le arrebató la joven novia de las manos. Las malas lenguas de las matronas en pleno velatorio decían que lo había envenenando la vieja esclava que convivía con él, desde niña. La madre de cuanto mulato ronda por la propiedad. Todos de pelo motoso y ojos celestes como el amo. Hábiles para el comercio los mayores y vagos los más chicos porque ya ni los cuidaban.

            Bueno, según creo una pócima de hierbas venenosas o destilado de mordedura de víboras o arañas fabrican estos “mandingas africanos” que sirven de ira y desgano a los blancos extranjeros. Lo supe por mi madrina que es de Mozambique y odia a cualquiera que no seamos nosotras, sus ahijadas. Ella asegura que lo han envenenado. ¡Qué interesante historia!

            Ahora, Cathaliña tendrá que vestirse de luto por dos largos años y no podrán buscarle esposo; eso es una bendición para ella.

            El Señor cura fue quien cerró los ojos del finado Don Alfonzo y recibió de manos de la esclava una bolsa de monedas de oro y piedras traídas de “Diamantina”: esmeraldas, diamantes, amatistas y ópalos valiosos. Él, el cura, es miope hasta para ver un ratón en la sacristía y amante de recibir regalos de manos generosas. Creo que aunque el difunto estuviera verde como un escuerzo y con los ojos rojos como brasas, iba a decir que murió en la Gracia de Dios y en Paz Celestial.

            Madrina me contó que en el “burdel” entre copa y copa se habla del caso. Ella allí tiene a su negro Lancaö, (amor eterno y envidiable). En la noche de malas hembras, escuchó que han pagado a un nativo del norte mil reales de oro para que con una cerbatana le inoculara curare, un veneno endiablado. ¡No creo! ¡Son puras habladurías!

            Pero hay algo muy difícil de creer. Cuando murió el hombre, la joven Cathaliña prometió ofrendar su vestido de novia y el velo a la Virgen de Mairiporá de Aparecida. Dicen que irá en procesión con toda la cofradía de jóvenes de la congregación a depositarlo detrás del altar mayor de la iglesia. Vestidas de negro y crespones de seda, parecerá una fila de hormigas gigantes, llevando a cuestas una flor de jazmín o una orquídea blanca. ¡Será lindo verlas!

                                   Me despido con cariño hasta tu regreso.

                                                                                  Fideliña.

            P.D. Toüm me dice que de noche van los negros a bailar al atrio para sus dioses africanos, que ven ánimas moverse en las nieblas blanquecinas de la orilla del río. Yo creo que son contrabandistas, pero no me gusta quitarle la ilusión.

 

 

            Llegan las lluvias y el barro y los insectos torturan la piel de los blancos. Ulhema ha regresado con su esposo que es un hombre regordete, calvo y de estatura media. No soporta el calor y vive bebiendo para exorcizar el calor y la humedad. Los negros se untan con aceite y grasa la piel; y evitan los aguijones de jejenes y mosquitos. Brillan como piedras del río. Sus ojos renegridos y dientes blancos semejan muñecos de ébano y marfil. Fideliña ha seguido la vida tranquila de la casa. Su madrina apaña sus picardías cuando escapa en la noche al río para refrescarse en las aguas que traen irupé y juncos. Cuida de serpientes y pirañas que pueden acercarse.

            No envidia a su hermana que arrastra un enorme vientre donde anida un niño o tal vez dos, dicen las negras. Ella es libre. No obstante Don Joäo ya está pensando que tiene edad para casarla. Ha buscado un portugués o un español para la muchacha, pero al ser mulata le han dado la espalda. Quieren blancas como Ulhema. Buscará en el sur, por Montevideo o Buenos Aires.

            Nace un par de niños. Hermosos y blancos, con ojos celestes como el padre. Todo es regocijo. Cuando crezcan heredarán parte de las plantaciones y la mitad de los negros y esclavas. ¡Pero…!

            Fideliña en una tarde de tormenta recibe una extraña visita.

           

            “Carta encontrada después de un tiempo…!

            “Anoche entró, tras romper el ventanal, un hombre que me tapó la boca y los ojos, violándome y dejándome tirada sobre la colcha ensangrentada de fina randa eirá. Mi frente con la marca de labios mordisqueada la piel, arañazos en la espalda y golpes que conseguí intentando sacarme de encima al maligno.

            Mis sollozos fueron oídos por Toüm, que corrió las cortinas y al ver a “su” niña en el estado en que quedé, sorprende a la casa con un grito desgarrante. Me conoció cuando nací, me vio caminar cuando era apenas una crianza y ahora estoy hecha un estrago.

            Corrieron Ulhema y la Madrina. Ya envuelta en una sábana limpia hicieron entrar a Don Joäo, éste se persignó y abrazó mi exiguo cuerpo. Se produjo un silencio cómplice. ¡Nadie sabrá qué ha sucedido en la hacienda!

            ¡Prometo mi ajuar y mi vida a la Santa Iglesia de la Virgen de Mairiporá de Aparecida! Ese es mi destino. Fideliña.

            Un mes después Griselda y Fideliña hacen su penitencia de novicias. Llevan su traje de novia y su ajuar a la catedral. Luego entrarán a la casa de Carmelitas descalzas, no pueden casarse una por viuda, antes de desposar a su prometido y la otra por secreto de violación.

            La madrina arma los cuerpos de madera para llevar los vestidos. Son de palo de rosa y mangué. La cabeza es de porcelana portuguesa y las manos de cuero de capibara blanqueado con tintes del bosque. No conocen un secreto; cuando ambas muchachas dejan en la sacristía sus homenajes, no saben… que la esclava negra manceba de Don Afonzo, ha introducido un hechizo con ojos de “Curutú”, piel de escuerzo, uñas de yaguareté y plantas venenosas entre los velos nupciales. Una serpiente verde seca y la figura de ambas niñas pinchadas de espinas de “gatuña” en los ojos y en el pecho.

            Lancaö, escucha en las noches de luna llena la voz de la diosa de la Verdad que entre retumbe de  tamboriles y tambores le dicen el secreto.” Las damitas morirán con el embrujo de Yayá Cristhao Numo…” y corre a susurrarle a Madrina lo que ha sabido de los dioses ancestrales. Ambas jóvenes deliran y con fiebres altísimas sufren una extraña enfermedad. Ciegas y con espasmos cardiorrespiratorios, soportan en soledad en la celda monástica.

            Durante la Misa Mayor, el nuevo presbítero llegado de Río de Janeiro  a Bahía Dos Rei Uxú, enviado por el Cardenal de Portugal, comienza a sentir ruidos extraños y ve horrorizado como se contornean los trajes en sus maniquíes como si dentro habitara un ser endemoniado. Los cánticos, sahumerios con mirra e incienso, rogativas y rezos acallan hasta la noche el movimiento caótico de los trajes y velos nupciales.

            En la madrugada, cuando la luna espléndida y aliada de los hados, es despertada con los bailes de los negros, se produce la conversión del Vudú. Y las dos muchachas comienzan a despertar de una muerte insólita e inexplicable para los parientes y amigos.

            La santa Virgen de Mairiporá de Aparecida, ha demostrado el amor que siente por sus protegidas.

 

               

 

LETICIA 3

 

   Habían regresado de las Sierras del Águila Parda después de una enorme tormenta. La tierra había temblado y caían las piedras, ladera abajo. Irma y Segundo, dejaron en la base los caballos. Los esperaba un minibús, con dos médicas nuevas. Eran jóvenes recién salidas de las especialidades. Una, llamada Leticia, era gastroenteróloga y la otra, Jazmín era pediatra. Ambas, sin mucha experiencia pero llenas de deseos de servir en esa zona tan abandonada de la mano de Dios.

Irma y Segundo hacía cinco largos meses que no hacían ese regreso a la vida de pueblo. Ni soñaban quedarse en la ciudad. Apenas un recambio para ubicar un tiempo con sus familias entre reuniones en el hospital escuela y papeleo en la municipalidad.

El hombre tenía veinte años de servicio y pretendía un traslado para ver a sus hijos. La mujer, catorce sirviendo de enfermera, partera, sicóloga, juez de paz y maestra de las mujeres de aquella zona tan alejada. La gente salía a su paso, a medida que se acercaban al puesto de Los Arreboles. A caballo, en mulas o caminando, todos buscaban la ayuda de los profesionales. El minibús se detuvo bajo un enorme “aguaribay” y allí desplegaron un toldo. Bajaron una mesa plegable y se dispusieron a atender a los que hacían fila. Hombres agrestes, mujeres endurecidas por las duras tareas del campo, niños desnutridos o mustios, hasta habían traído sus animales enfermos.

Segundo se hizo cargo de cortar pezuñas y aligerar heridas de cardones y alambres de púas. Irma, con las jóvenes, iban haciendo una tarea transformadora. Pesaban, tomaban la presión, limpiaban heridas de insectos infectadas, sacaban muelas rotas y flemones, inyectaban antibióticos… vacunaron, Leticia lloraba cuando descubría a niñas muy jóvenes embarazadas. Así fue que se propuso remplazar a Irma y a Segundo. Pero supo que sola no podría y buscó entre sus colegas otros que quisieran compartir su amor por esa gente.

De todos sus compañeros cinco se propusieron asistir. Tal vez no se quedarían en forma permanente como ella, pero sí, el tiempo necesario o que pudieran para socorrer a los que necesitaban su apoyo. Pronto se conoció su obra y algunos oportunistas trataron de hacer que se transformara en una O.N.G. para conseguir dinero extra. Todos se ofuscaron y salieron dando un portazo a los aprovechados. ¡Ahí, no cabía la avaricia!

Leticia sigue haciendo su tarea en aquellos lugares, la suelen ver a caballo o lomo de mula atravesando el valle o ríos helados para llegar hasta un puesto o un rancho. Siempre con una sonrisa y dispuesta a un abrazo fraterno.

 

 

miércoles, 26 de enero de 2022

UN AMOR SIN RESPUESTA

 

Ojos que miran hacia adentro y ojos que miran hacia fuera.

                                              

        

            Un fuerte portazo hace vibrar los cristales de la oficina de María Julia. Otra vez ha discutido con Jorge. Siempre entre ellos ese arma mortal llamada “competencia”. Jorge medalla de honor en medicina pierde la beca a Frankfurt por no saber alemán. María Julia no obtiene el cargo de jefa del hospital por ser mujer.

 Luego, los logros de Jorge en diagnósticos que se diluyen tras los interminables trabajos de papeles, en la dirección del nosocomio.

            Todo el personal observa esa pelea constante en silencio. María Julia siempre atenta a la moda. Hermosa. Para ella no hay cansancio ni fatiga. Una sonrisa que corona su belleza europea, su ropa elegante incluso cuando usa la bata para operar. Sus manos hábiles y seguras con el bisturí. Nunca una duda o un signo de dolor, frente a las tragedias. María Julia es solitaria, siempre lista para remplazar al colega enfermo o con problemas de familia. En las guardias nocturnas o en los días en que todo el personal quiere irse a casa para festejar algún acontecimiento, allí la sonrisa amable de ella para relevarlo. La alegría festejando algún chiste o comentario de un compañero de tareas. Él, detesta más que su euforia cuando todos gritan un gol frente al viejo TB. de la sala de terapia a esa María Julia que nunca olvida un cumpleaños, un aniversario o el día del secretario o del enfermero. Ella es tan detallista que saca de quicio.

 Salió con un portazo porque él no le quiso aceptar que la sala de cirugía tiene un virus inter-hospitalario y hay que clausurarla. Exponerlo frente a los medios y ¿su reputación? ¡Nunca jamás haría eso!

            Doctor, el teléfono celular de María Julia, digo de la doctora, no responde. Es la primera vez que falta sin aviso. ¿Qué hacemos?

          Bueno ya mando una persona a su departamento.

         Gracias, sí, luego le aviso. Un sorprendido comentario en voz imperceptible en los labios de todo el personal.

 

            El joven chofer está parado frente a la puerta del departamento. Golpea persistente pero no hay respuesta. Silencio. La vecina abre y sostiene que no debe estar. “Siento la ducha desde anoche”, y el portero trata de abrir. Una llave está puesta en la cerradura. Rompen la puerta. En el piso del baño, María Julia aterida, con los ojos vidriosos y casi exánime, apenas abre los labios. La ambulancia desparrama miedo con su sonido agudo en las calles inhóspitas. Cae la lluvia sobre el cristal frente al chofer y sus lágrimas, compiten con las gotas enérgicas que golpean el parabrisas. Todo el hospital está alerta. Jorge espera con un enorme nudo en el pecho. Percute su corazón en las sienes. Sacan la camilla. El pulso ha bajado a cuatro. Un tomógrafo está listo. El laboratorio parece una colmena.

            Tumor encefálico muy avanzado con dolores que han hecho crisis. “Hace por lo menos un año ella trajo una ecografía y una tomografías, diciendo que eran de un paciente. El nivel de glóbulos era bajo en rojos y tenía alrededor de 15.000 glóbulos blancos”. Murmuró un médico sorprendido por su ingenuidad, ya que no sospechó que podía ser de María Julia.

Está muriendo. Jorge, abraza el cuerpo. No había advertido que es ahora casi la mitad de la figura de la muchacha. Besa desesperado los labios apenas tibios que se le escapan. Le ruega que siga viva porque no podrá amar nunca a nadie. Ella, sólo ella, puede salvarlo de su egoísmo y soledad.

            Nadie sospecha la desesperación de amor que quema el pecho del frío director del nosocomio. Su vida no tiene sentido sin ella. Llama a sus colegas de Europa y de Estados Unidos. Llegan, algunos. Otros envían todo tipo de sugerencias.

            La mirada afiebrada de María Julia sostiene un mudo diálogo con sus ojos. En ese mundo algodonoso que la aleja de él, murmura “nunca me diste una señal” Apenas tuve el primer síntoma hubiera buscado ayuda. El amor que hoy, delirante me proporcionas, no llegó a tiempo.

           

SOMBRAS EN EL CORDEL


            El viento juega con la silueta en la terraza antigua. Un rumor agiganta las sombras. Llovizna y el cordel sostiene gotas de agua, pequeños diamantes que reflejan tu ausencia. ¿Dónde estarás ahora? La pregunta juega con la camiseta que envolvió tu cuerpo amado. Nadie responde. Sombras. Soledad. Una ausencia que se agiganta en la tarde cuando el candado de silencio atrapa tu recuerdo. Presiento que otro amor despertó en tu pecho. Allí estará jugando mi fantasma, el de mis besos y mi cuerpo acoplado a tus brazos. El perfume de jabón y lejía, atraviesa la terraza donde busco en cada prenda tu presencia. Se expande el perfume de la nostalgia celeste que se agranda en tu alejamiento. ¿Volverás algún día? El cordel solitario acuna broches. Ya, hasta faltan tus risas colgadas al viento. Los broches parecen tus hombros apelando a ser hombre en mi esperanza. ¿Volverás? Serás tan sólo un recuerdo en mis noches solitarias. Apoyaré mi rostro en la almohada para percibir el perfume de nostalgia. Ayer llamó buscándote por tu nombre, no era sino ella que dudó de tu amor.  Sabes, presiente muy en su interior que acá está el verdadero, el que te devolvió a la vida. Yo sabré esperarte. Mi corazón abrumado construirá un nuevo nido para acunarte. Eres más niño que hombre. ¿Maduran los duraznos en invierno sin el calor de unos brazos tiernos? Yo esperaré con mi silencio retratando sonrisas en la calle, cocinando bollitos de anís y nueces, caminando sobre los parques descalza sobre el césped. La lluvia volvió sobre el cordel y sólo queda una camiseta que vuela llevándote mis besos.

VIAJE COMO ESE, NO VOLVERÉ A VIVIR.

 

                                   Cumplí los doce años. La vida es hermosa. Mi vestido rosa pálido con vuelo en la pollera llena mi mundo de sueños. ¡Ya soy grande!, me repito. A partir de ahora, mi vida cambiará.

Y, sí, cambió.

                                   Mi tía Federica, que es como mi mamá, se fue a vivir a Buenos Aires; mantiene conmigo una permanente amistad. Sus cartas llegan regularmente cada sábado a mi pequeño pueblo de montaña, acá en Catamarca. Bueno en realidad, ni tan siquiera vivimos en la capital. Mi pueblo, que es hermoso, está enclavado en medio de las montañas a doscientos kilómetros de la ciudad. ¡ Es tranquilo y todos nos conocemos, ya que en pocas cuadras está ubicada la escuela, la iglesia, el club donde hacemos deporte. Yo patino, y mi profe de patín, es una señora alemana que vino hace mucho después de una guerra, con su mamá. Se llama Ingrid y siempre habla de su pueblo, de su gente y añora volver. Yo no creo que pueda, ya su pueblo no debe ser el mismo.

                                   Me llamo Silvina. Y les voy a contar que mi tía, que es mi madrina, me ha invitado para que viaje a verla a Temperley. Mamá se opone y papá que me adora, me dice que sí, que iré apenas terminen las clases como premio por tener tan buenas notas. Las chicas del pueblo están alborotadas, casi ninguna, excepto Georgina y Mariana, han viajado a Buenos Aires. Imagino que seré el centro de todas las discusiones familiares, porque si papá me deja ir, muchas compañeras y amigas, le dirán a sus padres que yo soy su ejemplo.

                                   Lo primero que haré es preparar mi ropa. Debo lavar y planchar mis pantalones y remeras. Mamá suspira y llorisquea, pero pronto con un montón de besos la voy a dejar tranquila. La profe de patín está feliz, dice que se ampliará mi panorama sobre el mundo. Me habla de su viaje en un viejo vapor por mares que yo no sé ni dónde quedan. Me traerá unos mapas para que aprenda. A mi me gusta aprender cosas, pero que no me obliguen. Desde luego me ha dado varios encargos, para que con mi tía busquemos en la capital y le pueda traer novedades sobre la ropa que hay ahora para el patinaje artístico. Miramos en la T.V. los concursos en otros países del mundo y yo sueño con usar esos lánguidos trajes llenos de brillos y gasas de colores que parecen mariposas entre los brazos de un príncipe.

                                   Papá me busca los pasajes y llama a la tía Federica  para que me vaya a buscar a Constitución, el lugar a donde llega mi bus. Ya tengo todo listo y mi corazón está como de baile o fiesta que para mí, es lo mismo.

                       

                        El bus que me trae es altísimo, tiene dos pisos, está tapizada cada butaca de terciopelo azul. Mi asiento es de una sola persona, porque papá y mamá no quieren que viaje con alguien pegado a mí. Tienen razón, ¿de qué puedo hablar si me toca una persona grande o un señor muy mayor? Además no es fácil que viaje una niña como yo. Me llenan de recomendaciones: que no hable con extraños, sólo lo estrictamente necesario; que no me baje del micro hasta llegar a destino; que llevo suficientes golosinas como para un jardín de infantes; que coma sin decir nada lo que me sirven en la pequeña bandeja del bus; etc, etc. Yo miro desde la ventanilla a Macarena que llora. No sé por qué,¿  pensará que no voy a regresar? Lorena y Chachi se mueren de risa porque detrás de mí hay un señor calvo y obeso que come y come, ellas muertas de risa me dicen algo que no puedo escuchar. Mamá reza. Papá la abraza. Se me acerca un joven que dice ser el camarero de a bordo. Se llama Luis y me dice que si llego a necesitar algo él me ayudará. Muy simpático. El micro comienza a dar marcha atrás y mamá es un mar de lágrimas, papá se ha secado un lagrimón también y las chicas me levantan un cartel deseándome suerte. CHAU.... digo detrás de ese vidrio fijo y agito mi mano con emoción y alegría.  Tengo cuatro horas hasta la capital de mi provincia y doce hasta Buenos Aires. Seguro que me voy a aburrir muchísimo. ¡Oh, han encendido la pantalla de un pequeño televisor y van a dar películas, espero que sean nuevas y lindas! Es Harry Pother, me voy a dedicar a mirar la peli.

                        -Señorita, ¿ va a cenar? – me acaban de despertar. Me quedé dormida después de las dos películas que pasaron. Claro que quiero comer, me muero de hambre. Luis, el camarero, me entrega una bandeja con jamón y ensaladita de zanahoria rallada y mayonesa; además me trae una milanesita con puré; que devoro. Me trae otra bandeja y me quedo contenta. De postre hay un flan pequeñito pero sabroso. Otra película. Es fea de policías corruptos, pero la miro, igual, se que no es para mi edad, ya que tiene mucha sangre, pero también Luis debe atender a los otros pasajeros. Ellos no se quejaron por las que pusieron para que yo viera. Me ha dado sueño, el movimiento del micro me hace pensar en un barco en medio del mar. Hasta mañana.

 

 

LETICIA 2

 

La sala es exquisita, pintada de un suave color verde palta, con cortinas de tela fina y sedosa, un cuadro de firma de una conocida artista plástica del país, y por supuesto un flamante escritorio Reina Ana, con silla haciendo juego. En esa pequeña salita, atiende Leticia; médica con medalla de oro en la Facultad más prestigiosa del país. Tiene una camilla recubierta de pana que enfunda en delicadas sábanas de lino egipcio.

Becada en el extranjero, ha hecho un doctorado y varias maestrías fuera del territorio que la vio nacer. Mujer brillante y obsesiva, detallista y perfeccionista. Tiene fama entre sus colegas porque elige los personajes que atiende. Nadie la quiere, pero la admiran por su facilidad para mezclarse en ciertos círculos de profesionales.

Esa mañana llega en su BMW que deja en una sombra de la cochera. Un lugar privilegiado. ¡Su coche lo merece! Le ha costado fortunas. Su traje del modisto de La Fayette, es un atuendo exclusivo. Lleva tacones de aguja y cartera de Luis Vuitón.

Sabe que hoy la espera un alto jefe del sector de la embajada de Suecia. La ha enviado su amigo Livio Robellinni, de la embajada de Italia. Nunca acepta personas desconocidas.

Entra en su consultorio y su secretaria, le entrega una historia clínica que ha interrogado previamente a la atención personalizada. Es un hombre de sesenta y seis años, que ha viajado por varios países del mundo representando a su país. Ha sufrido un preinfarto y sufre Malaria contraída en Kinshasa. Cuando ingresa, se enfrenta a un personaje rechoncho, de piel ajada y ojos pequeños, miopes y arrugados. Se desplaza con dificultad. Ella al verlo caminar sabe que está atacado de “gota”, ácido úrico. ¡Mala alimentación al revés! Comidas de Gourmet y bebidas “blancas” frecuentes. Carnes abundantes y sin querer se siente feliz. ¡Le prohibirá Todo!

Livio, le advirtió que era muy respetado en su país y en la OTAN, pero a ella solo le interesaba que no sufriera una enfermedad incurable.

Le presentó su mano, de piel fresca y de uñas impecables. Con un ademán displicente le indicó un sillón, ya que si pretendía que subiera a la camilla, tendría que llamar a algún enfermero en ayuda. Leyó con cuidado la historia del hombre. Kharl Jurghans, separado, y muy dolorido.

Le tomó la presión. Altísima para su edad y el reflejo al oxígeno pulmonar que era bajo. La mirada angustiada del hombre, la seguía como búho en la noche de luna llena. El miedo lo dejaba sin aliento. Miedo a la enfermedad. Horror a la muerte. Él, lejos de su tierra, sin familia directa, los hijos desparramados por el mundo. Su ex mujer casada en Australia… ¿Quién se preocuparía de su asistencia? La gente de la embajada era suplantada en forma permanente. Le hizo una serie de recetas y solicitudes de análisis y otros estudios.

 

¡Tranquilo! Su corazón parece un motor que quiere escapar al galope… así no nos podemos entender. Le hizo traer una copa con agua. Él, pidió un whisky. Lo bebió de un solo trago. Con los papeles en mano, entregó un cheque y agradecido salió. Arrastrando su dolorosas piernas sobre las alfombras de la sala de espera.

Un joven alto, de mirada oscura lo observó e hizo un saludo discreto. Pidió hablar con Leticia. La secretaria, hábil, le pidió una tarjeta para entregarla a su jefa. “No es para mí, es para mi Jefe”. Salió la muchacha y luego de un breve diálogo con la médica, se asomó y lo hizo ingresar.

Soy el secretario privado de Kaled Zahir al Abdulah. Necesita una visita en el Hotel donde está esperando una reunión muy importante; pero no se ha sentido bien. Si usted me sigue, la acompaño allí. Solo le pido discreción, mucha. Mi jefe habla muy poco español. Yo le ayudaré.

Salió en un coche totalmente polarizado y blindado. Fue tan rápido que en pocos minutos llegaron a ese hotel en medio de un campo de golf y rodeado de murallas altas con ciertos sectores con gente armada. El auto ingresó a una enorme cochera. La invitaron a descender y con su maletín lleno de instrumental y algunos fármacos imprescindibles, pasaron por una serie de monitores electrónicos.

En un ascensor subieron algunos pisos. Nunca le permitieron ver nada a su alrededor. Al salir del mismo, sus pasos se hundían en unas alfombras persas que parecían estar entre nubes. Se abrió una puerta con una tarjeta que portaba el joven moro. Frente a ella en un enorme lecho, yacía un delgadísimo hombre joven acurrucado.

Leticia, se acercó. Él, la miró asustado. Ella le sonrió y le estiró la mano. ¡No, no la puede tocar! Dijo Kassim. ¿Y entonces cómo haré mi trabajo? Le debo tomar el pulso, la presión, y para eso tengo que tocarlo. Ambos se miraron sorprendidos. ¿Qué podían hacer? El jeque avino a ser tocado por Leticia. Ella con discreción sacó sus herramientas. Las manos frescas de la mujer hicieron encrespar la piel afiebrada del hombre. Le ordenó algo al joven y éste trajo un chal y le hizo que se cubriera la cabellera.

Palpó el vientre del enfermo, hizo preguntas sobre su alimentación y sus últimos viajes. ¡El embarazo del ayudante era supremo! ¿Defecó? ¿Cuánto, cuando y de que qué color? El paciente avergonzado, hablaba con el traductor, que miraba para el suelo mientras respondía. ¿Ha bebido agua del grifo? Supo que no en ese lugar sino en su avión particular. Habría que hacer una prueba con el agua. La mirada del Jeque le dejaba entrever el miedo. Voy a solicitar que hagan estos estudios y comenzó a escribir y prescribir. Lo ideal es que se hagan en un consultorio Clínico Biológico a nombre de otra persona, eso permitirá que el doliente no sea detectado. El secretario recibió los papeles.

Acercó, Kassim la oreja a su jefe y le sugirió que esperar unos segundos. Salió por una puerta lateral. Luego ingresó con una caja de madera y nácar, tallada. Se la entregó a Leticia y saludando amable. Sacaron a la médica con mucha prudencia. El secretario le pagó con varias monedas de oro. La subió al coche que era distinto al anterior y salieron raudos hacia la ciudad. Se quedó en la esquina de su casa. Ella no había dado su dirección. ¡Quiere decir, se dijo, que me han estudiado!

Cuando ingresó en la casa, había algo extraño. Algunos objetos fuera de lugar. Se sirvió una copa de Cabernet y se sentó luego de tirar lejos sus tacones. En el sillón, acurrucada, abrió la caja… gran sorpresa, un collar de diamantes y esmeraldas con sortijas y brazaletes, brillaron a la luz de la lámpara. Encendió el televisor. Se enfrascó en una película y se quedó dormida.

Un estallido despertó a media población. Una enorme bomba había destruido un banco en las afueras de la ciudad. Las fotos que mostraban en las pantallas eran conocidas de Leticia. Supo que tenía que escapar de su país. Seguro la estarían buscando para matarla.

 

lunes, 24 de enero de 2022

EL NIÑO QUE NO CREÍA EN DIOS


                        NARRACIÓN INDIA MUY ANTIGUA, ANÓNIMA. ADAPTACIÓN.

 

            Babany era un niño listo. Su padre un buen guerrero que estaba en campaña en la frontera. Su dulce madre trataba de educarlo con el amor al Dios y había sido bautizado como sikh  en un hermoso Amrit en el templo. Y respetando a sus ancestros.

            El niño sólo veía que sus compañeros de  escuela eran muy afortunados y tenían todo lo que querían. Él, sólo poseía: el kesha (pelo largo y recogido); Kangha (peine); Kara (pulsera de acero); Kachha (pantalones cortos) y Kirpan (espada pequeña casi sin filo).

            El aprendía todos los himnos sagrados y los recitaba pero con desgano y siempre protestando para su interior. El quería un automóvil o moto ruidosa y que se entremezclara por las calles alborotadas de la ciudad, una radio para escuchar música bien estrepitosa y juguetes que veía en las ferias.

            La madre preocupada le pidió más dinero al padre, pero éste no tenía sino lo justo para mantener la familia bien sin grandes derroches. Entonces la sufrida mujer le dijo: Mira hijo mío debes hacer algunos sacrificios y Dios te dará lo que quieres.

            El muchacho comenzó a ir todos los días, después de la escuela, al templo. Ayudó a limpiar las escalinatas, el alcantarillado que llevaba el agua a la fuente, las persianas de  mármol y mil cosas hizo para que ese dios lo ayudase. Pero como no creía en Él, siempre protestaba. Un día muy enojado pensó: ¡Voy a molestarlo, lo haré ver que soy malo, él, verá que puedo ser rudo y malvado…y allí pasó lo inesperado.

            Mientras pasaba un candelabro con fuego por la imagen del dios, éste le habló: Babany…tu ira me demuestra que ya crees que Yo Soy y ahora sí, quiero que sepas que siendo reconocido puedo darte aquello que tu corazón infantil anhela. Pero recuerda que no son las cosas materiales las que te harán feliz, sino que cuando medites al amanecer en mi nombre y en Mí, cuando te explayes en el Señor noche y día, así no padecerás penas y desgracias, porque sólo Yo Soy el que Soy. Cuando regreses a un gurudwara (templo) se prudente y recita las palabras sagradas. Come con placer el “karah parshad” (alimento de mantequilla, sémola y azúcar). Ve y dile a tu madre que crees en Mí.

            El pequeño regresó pensativo y alegre; y en su hogar estaba su padre que había regresado de la frontera y llegó con una hermosa moto color mostaza.

 

EL ARQUITECTO

 

Allí, frente a mi mesa en el bar encontré sus ojos. Era un hombre triste, con recuerdos ocultos en el pelo de la barba candado, en los párpados enrojecidos por no dormir de noche. Miró lo que leía. Dos o tres revistas y libros de arquitectura. Era corpulento, pero tenía el cuerpo como acurrucándose sobre sus pena.

No es mi costumbre mirar a los parroquianos de los lugares que frecuento, pero me dejó preocupada y sentí deseo de hablarle. Mauricio, el mozo que siempre me sirve el cortado con una medialuna caliente, se acercó y disimulando su voz me dijo. Se le acaba de morir la mujer en España y dejó al hijo de trece años solo allá. Está desocupado y no sabe qué hacer.

El hombre estaba derrotado. Y yo sentí todo un mundo de pena por él. Como trabajo en una empresa de viajes, le escribí en una servilleta que si podía hablar con él. Apenas leyó el billete. No levantó la cabeza. Me hizo una leve seña de difícil comprensión. Me acerqué acompañada por Mauricio quien le explicó quien era yo y que podía ayudarlo.

Entablamos un breve y extraño diálogo. Ofrecí un pasaje de atención, esos que acumulamos con nuestro trabajo y así él, podía viajar a buscar a su hijo, pero no aceptó.

Agradecido me dio la mano se irguió y salió dejando dormidos sus libros y revistas sobre la mesa. Nuestro nexo, Mauricio los recogió y guardó en un estante. Me contó que antes iba todos los domingos a tomar café cortado con leche sin azúcar en la confitería de la peatonal entre las 12 y las trece. Entonces se quedaba escribiendo o leyendo largas cartas que le mandaba a su hijo o recibía del chico. Desde que se quedó sin trabajo en un famoso estudio dejó de ir y desde ayer había vuelto. Era el espectro del que fue.

Quedé anonadada, cuando al salir para la oficina lo vi. ahí, anclado en la vereda mirando la nada. Su cabello corto estaba desgreñado y alborotado. Había mermado el color de su piel y se acercó como si los pies fueran de plomo.

Señora. Disculpe. Quiero que me venda dos pasajes a España yo le voy a pagar con un reloj de oro de mi padre. Sólo eso tengo para poder ir. Él, me necesita. Allá tengo algunos colegas y amigos que seguramente me ayudarán.

Le sonreí y le extendí la mano. Temblaba. Su ropa sport, estaba algo ajada pero se notaba que había tenido una hermosa vida. Mi ropa era la ritual de una oficinista que vende sueños para otros. Lo invité a seguirme hasta el negocio. En la puerta, grande fotos con paisajes de playas remotas y palmeras, un coliseo romano vetusto y un enorme crucero, intimidaban a los que nunca pudieron subirse a un avión, a un barco.

Le completé los trámites y guardé el reloj. Yo esperaría su regreso para devolverle ese precioso objeto que seguro era muy preciado. Él, se sintió agradecido. Creyó que lo tomaba como pago.

Lo dejé de ver. Mauricio recibió una carta desde Madrid, diciendo que regresaba en primavera. Una mañana que fui a la cafetería lo vi. Estaba acompañado por un muchacho hermoso, muy parecido a él. La silla de ruedas en la que se movía era muy moderna. Sabía que había sido a causa del accidente con la madre, donde ella murió y el quedó vivo. Le dejé el reloj en la mesa, en un momento en que se paró para ir al baño. El chico no entendía nada. Yo desaparecí rumbo a casa donde mi esposo me esperaba para tomar el avión hacia una de esas playas de ensueño que adornan la vidriera del negocio.

LA SELVA INQUIETA

 

            Recogió la red, el espinel y las boyas. El agua crispaba la barca que se arrebataba en la orilla. “Tucú” saltó hasta la arena húmeda y ladrando se perdió entre los camalotes. En un costal, juntó los pescados que le había regalado el río. Su río. Esa lengua feroz que solía maltratarlo con la creciente que llegaba desde el norte. Ese día llevaba un buen almuerzo para su familia. Ya eran siete. Se agregaría su suegro y su cuñada pasada la época de cosecha de tabaco en Oberá.

            Descalzo, con su cuero libre al viento, sometió la humilde barca a un empujón fuerte y la ató a un ñandubay. El sol amainaba con la tarde. Y el calor se escondía como niño travieso. Se puso una camisa sudada. Calzó unas ojotas de goma y dejó el bote. Caminó silbando un “chamamé” para que su mujer supiera que volvía.

            De lejos vio el vuelo errante de los cardenales que regresarían buscando alimento para sus pichones. Algunos loros y guacamayos coloridos iluminaron sus alas con los últimos rayos de sol. Con cuidado, por las yararás, camino el trecho que lo unía a la casa. El techo de quincho y palmera resistía las lluvias en la primavera. Él, subía a revisarla y a veces encontraba bichos y arañas entre las cabreadas.

            La tierra apisonada le dio tranquilidad, los niños alborotaban el pedazo de terrón ganado a la selva que perpetua, agredía el espacio. Machete en mano, cortaba cada nueva hierba que intentaba asomar del piso. Era su templo, su lugar en el mundo.

            ¡Pero el río…ese era su amado bienhechor! La María, asomó su rostro quemado por el fuerte clima del monte. Ya estaba lista para parir de nuevo, su gran milagro era tener hijos sanos y felices, en ese pequeño mundo vegetal. Cuando entró, echó la carga sobre la mesa achuelaza junto al fogón y los fuegos, calentaban agua para que los “gurises” no enfermaran de parásitos y otros males. Hacía un para de años pasó el lanchón de prefectura y una médica blanca y joven le enseñó un montón de mañas para que nadie fuera a necesitar ir al pueblo.

            De la chacra, sacó limones y paltas, hizo una ollaza de pescado frito y caldo, el pan crujiente sacado a la mañana del horno de barro, acompañó el hambre de los niños y de Servando.  Se tiró en la hamaca, a fumar un tabaco envuelto con miel de camoatí y se quedó dormido. Miles de insectos le perforaron la piel. Nada lo despertó.

            La luna anaranjada iluminaba el espacio de selva ruidosa y libre. María, cerró los ojos sonriendo. ¡Ese día habían comido bien los “cunumí”! Un carayá curioso se aseguró un lugar sobre el hombro de Servando. Se despertó el hombre y de un manotazo lo espantó, justo para ver que una serpiente se acercaba silenciosa a sus pies. Sacó el facón, lo blandió con destreza y cayó la cabeza de la maligna. Mañana recogería el cuero para estirarlo. Pagaban bien los cueros en el boliche.

            Pasaron dos o tres días y llegó un hombre que no conocían. Se presentó con gestos raros. Desconfiada María, se guardó en el rancho. ¡Que hable con Servando!

            ¿Qué quiere? Unos niños no pueden vivir sin ir a la escuela. Dijo y miró de frente muy formal. Me manda el intendente para que inscriba a los chicos. Y le pidió documentos. ¡Ninguno lo tiene! Dijo el padre y el hombre endureció el seño. ¿Cómo? ¿Y usted? Tampoco, acá no necesitamos esos papeles. Además, cuando el río crece se moja todo y se pierde el sello y la escritura. Entonces, me tiene que acompañar a la prefectura. ¿En calidad de qué? De… detenido. ¡Usté está loco!

            María se acercó, su mirada sombría imitaba una yarará vieja. ¡Acá nadie se va! Y menos el Servando, que trae la comida todos los días. O me dará el pescado y la nutria o el capibara usté. Salga de nuestra casa y de nuestra selva.

            El hombre, cabizbajo se fue alejando con la cabeza torcida. Ya verán estos torpes. Volveré con un gendarme. Y se acabarán los pretextos.

            Pasó un tiempo y llegó la inundación. Y con ella el rancho se fue desdibujando en la selva. María y Servando con su bote se habían ido, lejos con sus niños y animales. Cuando vino el prefecto a buscarlos sólo encontró un trozo de tapera y la selva que envolvía todo. El ruido de insectos y guacamayos era el sonido de una sinfonía intermitente de vida en esa jungla.

             


LETICIA -1

  

La recepción está llena. Apenas se puede caminar delante de la zona donde se toman turnos y admisiones. Una tarde espesa. Húmeda y caliente. Por el altavoz, llaman a personas y las acercan a los salones donde deben esperar su lugar.

Para Leticia es una buena señal, saber que no habrá mucha gente para atender. Ella suele tener hasta siete personas esperando en el recinto, pero este día apenas hay dos. Las atiende como siempre, apenas unos pocos interrogatorios y prescribe calmantes y estudios que transferirá a otros especialistas.

Me toca a mí entrar, cuando se escucha un llamado urgente desde la sala de urgencia. Sale refunfuñando. ¡Justo ahora me necesitan! Espéreme. Yo asentí. Bueno, la espero.

Cuando llega al gabinete donde yace un ser esperando, se le encoge el estómago. El olor a suciedad, orín y alcohol, la deja asqueada. Se acerca y ve una mancha de sangre entre los harapos del enfermo. Piensa en su ropa limpia y hermosa. ¡Carajo, un vagabundo! Se acerca una enfermera y comienza a cortar los trapos. ¡Cuidado, doc., tiene piojos y creo que sarna! Una cabellera hirsuta y blanca rodea la cabeza del yacente. Ya lo voy a lavar. Mientras tanto usted si puede tómele la presión o algo.

Había entrado en una ambulancia policial. Encontrado sobre la calle, herido, un uniformado lo recogió y corrió al primer nosocomio más cercano del lugar. No podían negarle la atención.  Hábil, la enfermera bañó el cuerpo del individuo, le pasó una rasuradora eléctrica por la cabeza y la larga barba. Caían al piso mechones con sangre e insectos. Un rostro de varón de no más de cuarenta años, se presentó a los ojos de Leticia. Algo le hizo dar un leve sobresalto. ¿Qué rostro conocido? Pero no puede ser. No lo conozco. Una vez limpio y seco, comenzó a hacer su trabajo.

No despertaba. El aliento agrio la envolvió cuando el hombre abrió la boca. Su dentadura ennegrecida por el tabaco y algún otro sólido le había carcomido el esmalte dental. Entre los andrajos, encontraron una pequeña bolsa con documentos, que de inmediato tomó el policía que permanecía de pie cerca del hombre.

Señora, se llama Exequiel Marcos Guzmán y tiene cuarenta y dos años. Sin dirección. Le han dado una golpiza terrible.

No. Agente, tiene una herida de cuchillo en el estómago. Creo que le han herido el hígado… bueno, lo que le debe quedar de hígado con el alcohol; y quién sabe qué otras “cosas” ha consumido. Lo hace reaccionar y el color de sus ojos azules, se incrustan en el recuerdo de Leticia. ¡Yo creo que lo he visto! ¿Pero dónde?

Rápidamente lo entran a quirófano y asume un colega una transfusión de sangre y calmantes, para ver si pueden operarlo. Mientras trabajan en el cuerpo doliente, hablan de cosas personales.

¿Cómo estuvieron tus vacaciones? ¿Adónde fuiste este año, viajera? Nosotros con los chicos solo hemos ido unos días a Córdoba. ¡Che, este tipo… tiene cara de ser conocido! Me inquieta ver lo mal que está. Si le hacemos unos rayos o análisis de prevención. No sabemos si es diabético o tiene alergias o si tiene alguna otra enfermedad. Leticia asiente. Sí, mejor esperemos, hagamos estudios. Entra un médico que se impone. ¡Por favor, ni toquen a ese paciente! No tiene seguro, ni sabemos si puede pagar los gastos de este hospital, no somos de la Cruz Roja ni algo estatal. Esto es un hospital privado, alguien tiene que dar la cara por él. Sale golpeando la puerta de vidrio que vibra y se reflejan las luces dando un aspecto desagradable.

Fuimos con mi hermano y mi cuñada a la costa del sur de Francia. ¡Parece que se enojó su señoría… tal vez estudió en Harbar! Llamemos al agente que lo trajo. Entra el muchacho y dice: Este hombre es un famoso músico. Sus padres vienen en camino.

Leticia, se arrellana en la pared y aventó: Esperemos un tiempo, pero no lo dejemos… por las dudas. ¡Ay, tengo una paciente esperándome, salgo para hablar con ella y regreso pronto! Mientras camina por los pasillos del hospital, recuerda un concierto que presenció en el teatro Colón y recordó que ese esperpento enfermo sobre la camilla era el solista; ejecutaba el violín. Despachó a la enferma con un pretexto, le dio una receta con calmantes y le cambió el turno para dos semanas después.

Ella, no se perdería la posibilidad de cobrar unos jugosos honorarios de los padres del músico. ¡No he estudiado tanto para curar enfermos gratis!

 

 

 

viernes, 21 de enero de 2022

SOLILOQUIO DE UN PERRO

 

             El ruido me volvió loco. Salí tan pronto pude. Corrí con la fuerza que mis patas me lo permitieron hasta que de pronto me di cuenta que estaba en un lugar desconocido, lejos de mi hogar. ¿Pero a quién se le puede ocurrir hacer semejantes estallidos en medio de la noche? Es cierto que el cielo se pobló de luces d colores, pero con el miedo que tuve no miré mucho. ¡Qué miedo! Me acurruqué debajo de unos ligustros y allí me quedé dormido.

            Un ser humano joven me vio y me levantó, me acarició y como yo temblaba, me dijo…Napoleón debes ser mi guardián. ¡Pero cómo si yo me llamo Tom! Quiero ir con mi dueño. Él, es bueno conmigo. ¡Eh, llévenme con mis niños queridos!

            Nada. Yo ahora soy Napoleón y convivo con una verdadera jauría de perros que tienen diverso carácter, poca educación y algunos son hasta sucios. La más vieja es una hembra; se llama Aída. Es casi ciega y no tiene dientes, cosa complicada para uno de nosotros. ¿Cómo roe los huesos? Es cómico verla comer. Es la única que puede entrar a la casa. Nos vive gruñendo por todo, en especial a uno que se llama Chaplin y es tuerto. Ese pobre tiene la pata trasera rota y se arrastra.

            Anoche me llevé un gran susto. De pronto apareció una rubia, de pelo largo y vestida de minifalda roja con brillo y se acercó para hacerme cosquillas en la panza, yo salté… ¿quién era esa? ¡Eh, tonto, soy yo Brian! Era mi rescatador, vestido así, todo como mujer…detrás venían otros dos u otras dos, una pelirroja y una morocha,  vestidas con ropas raras, con los labios pintados de rojo y muchos colorinches. Eran Jonathan y Omar. ¿Adónde van estos así, pensé? Tendré que averiguar.

            Me acerqué prudente a Fidel, era bastante viejo pero no me gruñó. ¿Che, porqué el Brian y los amigos se visten así? ¡Ay, loco, nada, son trans! ¿Qué? Son Transexuales. ¿Y eso qué carajo es? Se sienten minas. ¿Cómo? Nada, loco, es tan antiguo como el viento. ¡Ah, yo no sabía! Yo vivía con una familia muy rara, pero nunca así. Ellos se juntaban a rezar entre muchos y leían libros, que decían sagrados. Eran buenos mis dueños. Estos también, a mi me rescataron de una tarada que me ataba y me pegaba. Por eso un día pasó don Micheel y me agarró, me desató y me trajo. Él, es raro, pero bien piola. Gracias por darme una lección, Fidel.

            Me fui por el pasillo del fondo y me quedé pensando en mi destino. De dueños serios y religiosos, a amos “trans”; ¡qué cambio!

            De día todo era casi normal, para mí, que creía en lo “normal”. De noche se armaban unos raros encuentros de música ruidosa de la que yo sólo espiaba. No me gusta el ruido. Me da miedo. Una noche llegó una perra, hermosa, algo herida. Le decían Madona. Era linda. La bañaron y la perfumaron. Se armó un revuelo entre los machos. Yo la defendí y se quedó junto a mí. Era inseparable, pero yo no tenía ganas de complicarme la vida con hembras, ni con machos; por lo que tomé la medida de cuidarla sin darle mucha importancia.

            Un día de mucho calor, don Micheel sacó un auto rarísimo. Atrás llevaba un cajón de los que usan para los muertos. Él, vestido con un pantalón de baño a lunares celestes y rosados, cada uña de las manos y pies pintadas de colores y el pelo color verde, con una chaqueta de piloto de color naranja, se metió en el cajón y acostado se hizo llevar por el chofer a un “recital en un teatro”. No me animé a seguirlos, me podía perder. ¡Pero qué loco! Fidel se me acercó y me contó: ¡Nuestro amo, es un músico famoso, lo adoran multitudes! Tiene ganados discos de oro y platino. ¡Es un genio musical, medio desquiciado, pero es muy generoso! Nada. Hace cosas raras, por eso lo dejó la madre del Brian. ¡A la hija, la metió al río cuando era chiquita para ponerle el nombre y casi la ahoga…lo llevaron preso! Me jodés. ¿La bautizó en un río? ¡Está más loco que yo! No, estaba volado con marihuana. ¿Qué es eso? ¡Che, Napoleón, sos tonto! No, nunca supe de esas cosas. Es una hierba. Déjalo así, mejor ni te cuento.

Cuando la ví a la chica la miré diferente. ¡Pobre! Bautizarla en medio de un río. Y nombrarla con un “Sirenita”, como si fuera un cuento infantil. Quisiera volver con mis dueños de antes. Pero no creo posible que los encuentre. Acá son raros pero me dan bien de comer y me siento cuidado.

Cuando don Micheel, llegó, se tiró por la ventana a la piscina. Yo pensé: este idiota se mató. ¡Salió nadando como un pez! ¡Qué extraños son los humanos! Gracias a la vida que nací perro.

Mañana, voy a intentar salir de casa para ver si me oriento y regreso a casa. ¡Pero me da pena Madona, está tan triste que no quiere comer si yo no estoy cerca! Es una chica buena, algo remilgada, siempre se esconde de los otros perros y es amiga de los gatos… ¡Increíble! Se deja bañar por una gata vieja que suele desayunar en la casa con Brian en la terraza. Mete sus patas en la taza con café y se lame sin pudor. Y el muy cochino de Brian, sigue bebiendo el café como si nada. ¡Un escándalo ver las costumbres de estos nuevos amos! Si me viera mi otra dueña, diría que están endemoniados. Son algo exagerados, son mugrientos, nada más.

Recién escuché una riña entre Fidel y Aída. Parece que alguien se robó la comida de la mesa de la sala donde están todos los instrumentos de música. Por las huellas era el Fidel. ¡Extraño que un buen perro robe comida siendo que acá sobra para todos! Me puse a espiar y descubrí que era una amiga de Sirenita, que trajo de la calle. Escuché la palabra “indigente” y me acordé que mi dueña anterior cocinaba para esos, los indigentes. ¿Conocería a mis amos? Tal vez me lleve a su casa. Me acerqué y descubrí que tenía en el bolsillo un reloj del amo. Le ladré fuerte. Me pateó. Se armó. Vino Aída, Fidel, Chaplín, Caruso, Tita, Tosca y Beethoven y ladraban como locos o gruñían a la piba. Brian se dio cuenta que pasaba algo y la agarró del pelo. Le sacó de un tirón la peluca. ¡Era un tipo! Me dio una patada y di como mil vueltas por el aire, lo mordieron todos los muchachos, hasta Aída sin dientes…!

Ahora soy el rey del grupo. Todos me tratan bien. El amo, se acercó y me puso sus flacos dedos en el lomo. Y se sentó al piano y me cantó una canción que hablaba de mí. ¡Qué suerte que tengo! Soy un perro muy suertudo. Madona me hace cariños y me lame la herida que me dejó la patada del ladrón. ¡Es divina Madona! Pero no se lo voy a decir. No quiero tener problemas con hembras.

¡Napoleón…, vení! Me está llamando el Brian, otra vez está vestido de “mina”, ¿qué quiere ahora? ¡Ay, me quiere poner un vestido de lentejuelas! Yo me voy. Soy un macho. Déjenme de cosas raras a mí.

 

 

PESCANDO SUEÑOS


 

 

ILUMINAR EN UNA NOCHE CÁLIDA, LA CUNA DE UN BEBÉ  QUE DUERME PLÁCIDAMENTE.

 

                Por la ventana ingresaba una suave brisa marina. A lo lejos, se oía el estrépito de las olas que trepanaban el silencio de la noche. Lucila, apagó el candil, se agachó a besar la frente de los niños y abrió la puerta para salir de la alcoba. Una casa pobre de pobres pescadores. Un enorme amor de familia en espera de cambios. A lo lejos las barcazas desfilaban hacia el mar. Toda la esperanza del día, puesto en esa marcha por la ruta desdibujada de la costa.

            Se acercó a la chimenea y agregó unos pocos leños para atizar el fuego que adormilado se desprendía del calor con avaricia. En un caldero un olor de ajos y cebollas con pescados daban el humor de hogar al recinto. Se acodó en la hamaca con el costurero, tomó el pantalón de brin y enhebró la aguja con hilo encerado. Tenía que ponerle un parche en ambas asentaderas, gastadas por sentarse sobre las maderas del bote, la sal y el agua que todo lo consume.

            Tomó un trago de ponche, comió un trozo de pan de centeno y siguió dale que te dale peleándole a la tela. Pensó en Bartolomeo, que sin fatiga echaba las redes todos los días al atardecer en las aguas heladas de la bahía. Recordó el día que lo conoció. Era verano y lo vio acodado en la baranda del muelle con la mirada perdida en el azul del mar  que se apareaba con sus ojos azules. Antes tenía el pelo largo y anaranjado, como su hijo y su madre. Ahora le quedaban algunos mechones canos que se volaban con el viento bravío de la marejada.

            Pensó en los besos que le daba, y un pequeño remolino se le apretó en el vientre. Sintió el roce de sus manos ásperas por las faenas y trabajos de arrear velas y trinquetes. Despertó el bebé, que había dormido en la paz de la tarde, descubrió al pequeño y lo atrajo a su pecho, manantial de leche. Retozó el niño y alegró la madre su día de labores, terminó de mecerlo y lo dejó en la cuna que labrara su anciano padre cuando llegó la niña, la primera.

            Un relámpago iluminó el cielo a la distancia. Supo que regresaría pronto el bote al muelle. Dispuso en la mesa un mantel a cuadros rojo y blanco, que comprara en la feria hacía como unos cuatro años atrás. Puso dos tazones y una jarra con vino tinto. El pan brilló con el rojo del hogar y la cuchara resbaló sobre el acuadrillado gastado. Esperó. Otro trueno y un relámpago. Ya llega, pensó y tomó la imagen de santa Bárbara para prenderle un candil.

            Serena siguió cosiendo. El ruido de los afanes de Bartolomeo la distrajo. Abrió la puerta y una luz hizo que desatendiera lo que tenía entre las manos y la sonrisa ufana de su esposo la despertó del silencio. “He pescado mucho esta noche, tendremos que ahumar bastante. El mar estaba raro, como esperando los botes y las redes parecían a punto de reventar”. Bajó las cestas con variedad de peces. Algunos cangrejos y pulpos que colgó con alambres en la campana de argamasa del fogón.

            Lucila buscó la sal y el pimentón. Sacó el cuchillo afilado y comenzó a desescamar y limpiar desesmallando las patas artríticas de los cangrejos. Restos de valvas de mariscos entre los peces y fracciones de hilos de redes rotas que enredaban las aletas y branquias de los animales. Comenzó a cantar. Ya no tendrían que salir por algunos días al océano. Por la ventana se iluminaba el bebé con la luz engañadora de los refucilos y la carita sonrosada, plácida y feliz del niño, llenó el ambiente de insospechado jolgorio.

            Bartolomeo, se bañó en la tina que con agua tibia le preparó Lucila, se vistió con su ropa de cama y prendió la pipa que con perfume de chocolate envolvió la estancia.     Esa noche notable había marcado un momento de auténtico provecho. Ella, le llenó el tazón con la caliente comida jugosa y se sirvió un vaso de vino. El la tomó por la cintura y la besó largamente. Su día memorable estaba completo. De pronto se abrió la puerta y apareció la niña  que volaba de fiebre. Tenía las mejillas rojas por la calentura. Corrió Lucila con una hila mojada en agua helada y se la colocó en la frente. Bartolomeo la alzó y depositó en el lecho. Húmedas de sudor, sus mantas se arremolinaban sobre la almohada.

            Corrió el padre, se puso una gabardina y salió en busca del médico. Cuando este llegó, el perfume de espliego y menta, lo tranquilizó. ¡Esta es una mujer que sabe, pensó! Es una amigdalitis, pasará pronto, les dijo. De las curtidas manos cayeron las monedas que habían atesorado. El galeno les puso unas medicinas en un sobre e indicó cómo debían usarlas. Los regañó. ¡Demasiado calor en este ambiente!

            Lucila se durmió sentada al costado de la cama de la niña. Al despertar estaba peor. Respiraba con gran dificultad. Volvió el doctor y aconsejó llevarla al hospital. Allí, descubrieron que tenía tifus. A los dos días dejó de respirar. Lucila lloraba amargamente. Bartolomeo tratando de ser fuerte abrazaba al bebé con suma ternura.

            Esa noche, llovía a torrentes sobre las calles solitarias y en la casa de los pescadores, un murmullo de ángeles revoloteaban cerca de la ventana por donde las luces caprichosas del cielo iluminaban el dolor hecho padres.