El horizonte desplegaba una sábana azulgrana de tristes augurios. Sobre la tierra reseca, no se veía ni una brizna vegetal. Cuarteaba el que fuera un lecho de riacho. Los animales buscaban desesperados agua. Ese día el sol despertaba un sonido de raíces resquebrajadas y muertas. A lo lejos se veía un reverbero desalentador de humedad bailoteando en el pajonal seco. Era solo un delirio. ¿Cuánto hacía que no caía una lluvia en “Bajo Floreal” y su breve arroyo? Meses. Cada día amanecía más seco y la canícula más atrapante.
Evelio salía por el viejo surco que atravesaba el arroyo con una pala y un cubo para buscar un poco de agua barrosa y salada. La ponía en una pila para decantar la arena y cieno y gota a gota aclaraba el líquido escaso. Su perro lo seguía con la lengua áspera y seca. Agobiado trotaba tras del hombre buscando un alimento capturado por la sed. Muerto. Sorbía huesos y sangre como un juego de magos y fantasmas. Cuidaba de no tropezar con una raíz o un cuerpo agusanado. El líquido era más valioso que el oro.
A lo lejos comenzó a vislumbrar nubes como ponchos del maligno. Oscuras y tenebrosas. ¿Lloverá ahora? Regresó al rancho. Cerró con tiestos gruesos las tablas que servían de celosías. Y esperó en su camastro. El mastín agazapado se echó a los pies husmeando hacia el sur. Los animales saben, dijo Evelio. Y sin sentirlo se quedó dormido. Un rayó de luz lo despertó. Si caía un “rejucilo”, se quemaba todo el pajonal.
Se detuvo junto a la puerta y espió por una hendija. Una lluvia frenética caía sobre los campos y el arroyo comenzó a borbotear. Traía toda clase de objetos: ramas, huesos, animales carcomidos, piedras y algunas alimañas.
Un golpe del agua, derribó la pared que siendo de adobe, se desgranaba con el furioso vendaval. Quedó perfilado entre truenos y luces. El ruido ensordecedor lo contrajo al piso, y se aferró a uno de los palos que bien hincado en la tierra, sostuvo su cuerpo enjuto. Vio como su fiel amigo, desesperaba contra las aguas turbias que lo llevaban rumbo a la muerte.
No llueve nunca, pensó, y cuando llueve se lleva todo. Hasta mi historia. Sintió el frío del agua que entraba por cada resquicio del techo. Tiritaba. Y por primera vez, supo que había perdido la esperanza, estaba llorando. Sus lágrimas que desde niño había olvidado, corrían como un arroyo entre los surcos de la piel rústica y dura de su rostro. Cerró los ojos y pensó en su madre. Ella lo recibiría cuando esto se olvidara. Pero estaba muerta hacía muchos años, cuando era pequeño. Una yarará se abrió paso entre los trastos y se enroscó en su pierna. Supo. Ese era el instante final. Agarró el cuchillo que siempre llevaba en el cinto y le clavó la punta entre los ojos. La infame cayó y la correntada la sacó por un agujero como a su buen compañero, su perro. El piquete apenas había dejado una mínima puntada en la piel que por reseca no pudo atravesar.
Despertó sediento, aferrado a los pocos palos que se habían salvado de la tempestad. El agua ya pasaba clara en el arroyo y a su lado, mojado y lastimado, estaba su amigo, el “Chueco”. Que lamía sus heridas con amor infinito. La fiebre lo hacía temblar. Pero un rayo de esperanza, le trajo a la memoria el primer vendaval de su niñez.
Se paró para sacarse el barro que cubría partes de su cuerpo y miró a lo lejos, como buscando con qué haría de nuevo el rancho. Le flaqueaban las fuerzas, cayó y se quedó dormido. El quejido suave de su compañero, lo dejó perplejo. ¿Qué te pasa Chueco? Y vio que tenía un herida abierta en la panza. Se paró como pudo. Buscó entre los restos de las cosas caídas y desparramadas, una aguja y un hilo y como pudo, cosió el cuero abierto. Le echó un poco de caña y ni un ladrido, ni una queja, salió de sus fauces. Lentamente comenzó a prepara un refugio para ambos.
¿Evelio Gauna; estás vivo? Escucho detrás de los pajonales. Venían a buscarlo los gendarmes, sus vecinos. Acá, en medio de este barrial, vivo. Y un abrazo de amigos, de hombres fuertes, conjugó un estilo de vida en las tierras bravías.
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