Se llama Aarón Bermúdez. Tiene nombre de pastor televisivo, pero es un recalcitrante agnóstico de palabra y acción. Nadie lo quiere, ni en el diario, ni en la radio y menos en el café. Lo conocí en un reportaje que me mandaron a hacer en el Huentala a un personaje ignoto. Bueno después descubrí que era un espía israelí. Allí fue como quedé enganchada con el gran Aarón Bermúdez.
Esa mañana había una fuerte tormenta de aire helado proveniente de la cordillera, cuatro grados bajo cero, decía la locutora de Cadena tres, eso en Córdoba en Mendoza menos cinco. Una cebolla en lana y piel me cubría, un taxi me tomó a contramano y el café de mi mano voló en busca del cordón de la vereda. Ya sé, no debo ensuciar mi ciudad, pero está tan sucia con cada personaje que la transita, que ni en Nepal, se podría encontrar quien la limpie. Así llegué a destino y él, estaba allí.
Su barba renegrida abrazaba las palabras engreídas, su boca masticaba desconcierto en un inglés deformado. Aprendí codo a codo su innegable testarudez. El tal israelí, no era lo que aparentaba y él, supo encontrarlo en un camino lleno de vericuetos. Entre las gafas oscuras de siniestro merodeador, Aarón, descubrió que ese aparente desconocedor de nuestra ciudad era nada menos que un enviado de su gobierno para investigar algún complot que daba vueltas entre el país trasandino y el nuestro, contra ellos. Bueno, yo me enredaba en el cable de mi curiosidad. Él, despreciando mi coraje de notera, me hizo señas para que sólo escuchara.
Pronto y al descuido, le lanzó dos preguntas que dejaron boquiabierta al desgarbado envío de la “mozad”. El tipo estaba disfrazado de turista, pero unos detalles casi imperceptibles, hicieron que Aarón descubriera gato encerrado. Yo no hubiera sospechado nunca la conexión entre los servicios de países como esos y el nuestro. Y digo esos y no digo ese, porque otro fulano con cara de andinista desencontrado con el Aconcagua, resultó ser de la CIA. Todo eso me puso en la mira, nada menos que de los peores enviados de esa guerra entre países en perpetua batalla. La cuestión que de pronto nos vimos rodeados de un puñado de “turistas” que pesaban por lo menos cien kilos, con cara de gansters y mirada de hacha. Me dejé atrapar por la voz susurrante de uno que adiestraba su único ojo, el otro le faltaba detrás de una cicatriz que anunciaba alguna guerra perdida en el tráfago mundial. –“Lárgate” – dijo amablemente – y sus manazas parecieron tenazas sobre mi hombro. Él, Aarón interpuso su aliento necrófilo y tomándome del brazo, me atrajo hacia sí e insistió en preguntar sobre la tarea en cuestión que ellos querían esconder.
Chorreaba mi lápiz transpiración, igual temblaba el micrófono manual y yo sonreía estúpidamente para tratar de mostrar indiferencia. Comenzó una discusión febril entre los hombres y Aarón, yo sólo sostenía mi miedo con las manos y rebotaba entre miradas asesinas. Cuando salimos, sentí que mis piernas estaban trémolas y mi vientre apurado. Un negro coche nos siguió por las calles oscuras. Mi legítimo terror me acompañó hasta el diario. Allí se descompuso hasta el inodoro, que austero, recibió mi temor.
Las portadas chismosas de todos los periódicos destrabó el silencio de “los turistas” de incógnito y fue un río de noticias y desmentidos que aparecieron por semanas. De notera de chismes sociales a novel pesquisa de espías internacionales, sólo logré tener llamados anónimos a mi celular y la amistad del viejo Aarón Bermúdez, el mejor reportero que pude conocer. ¡Ah, gané un premio internacional a la noticia más espectacular del año! Eso de ser sólo una ignota periodista es tal vez lo que me permitió huir a estudiar a Francia.
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