“Recuerda la hora más oscura es
la que precede a la aurora” Shakti Gawain
Hilarión Domínguez era hijo de un maquinista de
ferrocarril. Aquél, que ya no pasa más por las vías remotas del terruño. Su padre,
Don Gervasio, pertenecía orgulloso a la “Fraternidad”, sindicato fuerte en los
cuarenta. Él, heredó la tarea y era un apasionado de los rieles. Conocía cada
locomotora como a su conciencia. Despertaba a las tres de la madrugada para
acicalarse y luego de tomar unos mates silenciosos, preparaba una caja metálica
con lo que podía llegar a necesitar. Su viaje era a un pueblo del secano
“puntano” para dejar agua potable, leña y alguna mercadería que le encargaban
algunos paisanos.
Iba en el día y regresaba siempre a la hora exacta. Así
era el ferrocarril en esa bendita época. Cuando pasaba por la antigua
“Corocortas”, salían a saludarlo con las “chupallas” los pocos habitantes que
andaban por ahí. Llegaba a esa hora incierta entre la noche y la madrugada, sin
luna o con luna, siempre parecía un lugar oscuro. Él, no tenía temor, dos días
de descanso y otro viaje, siempre igual. Rutinario pero hermoso. A veces veía
correr las liebres por las vías calientes y aceitadas por el gasoil o el alquitrán
del vagón de YPF. Otras, un zorro con hembra y crías, tal vez un “choique” y
cientos de animalitos que pasaba bajo su mirada atenta. Su atención al trabajo
era real. No podía darse el lujo de perder un convoy ni un tanque…, luego
pegaba la vista al frente para reconocer algún paisano que le hacía señas con
el pañuelo para saludarlo o gritarle un encargo.
Fue un día nublado y que denunciaba lluvia, raro en esa
época y lugar, pero a lo lejos, vio un punto negro entre las vías. Negro, muy
negro. De cuarenta kilómetros por hora que era su movimiento fue bajando por
las dudas a treinta, a veinte… pero allí se agrandaba la manchita. Tocó el
silbato de la máquina. Retuvo la mano en el freno, pero el aceite y alquitrán
no le dejaban parar el tren. Vio unos jornaleros que agitaban sombreros y
mujeres apostadas en las hileras de alambres de los campos que se agarraban la cabeza.
Hilarión pensó que había un “choco” dormido ahí, entre
sus rieles. No, no alcanzaba a distinguir qué era eso. Su ayudante tomó el manijón
de la máquina, del freno. Hilarión sudaba y miró al cielo, pidiendo a Dios y
¡Ruego a Dios nuestro Señor que salga y se aleje…! y vio
con sorpresa que el niño se prendía del hongo metálico del cambio de riel y
salía. Los lugareños estaban estáticos. A él, se le escapó un insulto.
¿Cómo puede ser que
naides se atrevió a cruzar y sacarlo, tuvo que ser “Tata Dios” el que me
hiciera el milagro?
Vio una madre deshecha en llanto. Y un padre que alejaba
cabizbajo; pero ahí supo que Dios lo había escuchado. Hizo una promesa… colocó
en ese lugar una Cruz Blanca con una estatuilla del Sagrado Corazón y cuando
pasaba le tocaba el silbato como saludo.
Todavía cuando pasan los paisanos le saludan al crucifijo
con respeto.
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