En el camino se avistaba un quitrín que brillaba con el sol que ya se iba tornando rojo en el horizonte. Los caballos negros también relucían por el sudor y el galope.
Elina se zarandeaba con los baches y saltos que debía soportar en el asiento. Un suave temor la envolvía. ¿Encontraría a la madrina Arcelia y al tío Bernardo?
Había salido de la hacienda durante los primeros rumores de la revolución, ellos la empujaron que viajara a la tierra de sus antepasados. Allá en la casa de piedra en la que vivieron sus abuelos paternos estaría a salvo. Partió muy joven, apenas con dieciséis años. Ahora ya había pasado los veinte y se sentía madura para atravesar todas las vicisitudes que le deparara el destino. A los lejos avistó la vieja casa con las altas chimeneas renegridas por los años. Los árboles estaban enormes y el camino desastroso, lleno de piedras y ramas caídas, que dejaran saltando el quitrín.
Cuando se vio muy cerca miró con amor la gruesa figura del tío, que miraba el reloj con los ojos tan cerca que comprendió que apenas veía. Atrás delgadísima su madrina y cinco perros reumáticos que afónicos ladraban como para hacer un coro de recepción. Los dejó cachorros y estaban viejos y desdentados. Los amó. A su historia no podía restarle esos recuerdos amorosos de la infancia.
Llegó, descendió del coche y apareció el anciano Alfonso arrastrando una pierna que tomó las riendas y recibió los bolsos con los pocos valores que traía. Elina, volvía a su tierra con muchas esperanzas. Su vida, allá lejos, había sido tranquila pero con su trabajo de institutriz; monótona y sin poder dedicarse a sus sueños.
De muchacha soñaba con ser actriz. ¡Imposible con la revolución!
Los abrazos y besos la dejaron mareada. Los perros le habían mordisqueado los tobillos con sus mandíbulas flojas y estaba impresionada; la habían reconocido.
Ingresaron a la gran recepción donde el hogar entibiaba las pedreras de paredes húmedas y añejas. Un olor penetrante y agrio a col hervido y a carne de conejo, llenó sus pulmones acostumbrados al salitre del mar, allá en su refugio.
Su madrina la miraba con arrobo y el tío sacaba sus viejos lentes y los limpiaba tratando de tener una visión más clara de su muchacha. Perezoso un gato blanco se acercó, la olfateó y se restregó en sus piernas cubiertas por medias de algodón indio.
Estaba cansada y hambrienta. La jovencita que traía una bandeja con comida y limonada, era una cara nueva en ese momento. ¡No la conozco, pero es igual a Clarita, la cocinera! Tomó de la mano de la niña la copa con líquido y bebió a fondo. Tomó un trozo de pastel con perfume a salvia y a tomillo. Era conejo desmenuzado y tierno. La chica la miraba asombrada. Era la nueva “señora” de la casa. Supo que se llamaba Carla y que era hija de Alfonso y Clara. Una doncella de cabello naranja que escapaba de la cofia con desorden, ojos de un celeste profundo como el agua del mar y arrebol en las mejillas llenas de pecas. ¡Hermosa!
Comenzaron los relatos vividos en la época de su ausencia, los soldados saqueando los gallineros y conejeras, matando los cerdos y ciervos del bosque para alimentarse.
Escondida estaba Carla en esa época, era pequeña pero en la gran casa no pudieron encontrarla. Se llevaron la platería y hasta los retratos de los antepasados. Quemaron muebles y libros, pero sobrevivimos, dijo el tío carraspeando.
Ahora hay que comenzar todo desde el principio. ¡Adiós a los sueños de Elina! Volvería todo a los antiguos ritos familiares, a restaurar cada rincón y cada cosa perdida. A la monótona vida de los ancianos que la salvaron de una guerra.
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