sábado, 9 de noviembre de 2024

ESA VIEJA HISTORIA DE AMOR ENTRE UN VASCO Y UNA ESCLAVA

  

Sebastián, un joven descendiente de vascos y de oficio peón viticultor, conchabado en una viña ubicada no muy lejos de la plaza de armas de la ciudad, luego de participar del oficio religioso dominical ofrecido en la capilla de la hacienda, practicaba con otros jóvenes compañeros de labor su juego favorito: la pelota vasca. Pero ese domingo, algo raro ocurría a Sebastián pues siendo el más habilidoso en tal juego aquel domingo en cuestión no acertaba a devolver ninguna pelota, ni lenta, ni rápida. Cansado de correr y correr de una punta a la otra de la cancha, finalmente y para sorpresa de sus compañeros, se sentó sobre una piedra ubicada en un costado, lió un cigarro y se quedó abstraído mirando la pared trasera de la capilla, aquella que era usada como frontón. Sebastián no solo era  admirado por su destreza en el juego sino que era muy apreciado por ser un trabajador incansable, aguantador como el que más, de una honestidad intachable, jovial, generoso y buen amigo de sus amigos. En vano sus compañeros lo indagaron buscando comprender semejante actitud tan distante a la personalidad habitual de Sebastián. El mutismo fue total. ¿Qué había ocurrido? Muy temprano, aquella mañana de domingo y como era su costumbre, Sebastián se encontraba en el canal lavando sus ropas cuando no muy lejos vio un carretón que se acercaba, sobre el pesado armatoste, y no obstante la distancia, se podía reconocer a un conjunto de figuras de piel muy oscura. Sebastián se dijo: -"Deben ser los nuevos esclavos y sin darle mayor importancia a la escena siguió lavando su ropa" -¿Qué hubo Sebastián? El saludo del carretero eufórico seguramente por regresar al pago, luego de meses de ausencia, hizo que Sebastián levantara la mirada y ahí fue que ocurrió el milagro. En medio del transporte y rodeada por otras personas a quienes no prestó la menor atención, viajaba una hermosa africana de esbelta figura y no más de veinte años. Las miradas se cruzaron, el flechazo fue mutuo y esa mañana de domingo comenzó a gestarse un amor que duraría hasta la eternidad.

             Era costumbre por entonces en esa y otras haciendas que los amos, en este caso Doña Etelvina, una joven y resuelta viuda, enseñaran personalmente a sus nuevos esclavos rudimentos de español, de catecismo, de las tareas que habrían de desempeñar a futuro, modales higiénicos, de mesa y por sobre todas las cosas a acatar el principio de autoridad como algo inviolable y a entender que las cosas eran así porque de ese modo lo había dispuesto Dios.  ¡Y las leyes de la naturaleza! Finalmente debían comprender que la vida no era más que un tránsito hacia la verdadera vida, a la que todos podían acceder si se comportaban bien por difícil que fuera ese tránsito. Todo esto Sebastián lo sabía, como que también sabía que aquella tarea de iniciación duraría no menos de dos meses, lapso en el cual le sería muy difícil entrar en tratos con la recién llegada. Los días se le hicieron eternos, sólo en una oportunidad pudo verla unos instantes. Una mañana como tantas en la que marchaba con Felipe, su mejor amigo y confidente rumbo a la viña, se distrajo contemplando el vuelo de unos patos luego de haber transpuesto el zanjón, entonces fue que la vio. La africana caminaba entre la bruma matinal en dirección al canal con un atado de ropa sobre la cabeza, su andar era sereno y cadencioso y daba la impresión a la distancia, que sus pies apenas si rozaran la tierra. Sebastián quedó petrificado, con los ojos desorbitados, era sin dudas mucho más bella y elegante que el recuerdo imaginario que lo había desvelado tantas noches. Al advertirlo, la esclava se detuvo, Sebastián le sonrió al tiempo que la saludaba quitándose el sombrero y con un brazo en alto, ella respondió el saludo pero apenas esbozando una triste sonrisa. Felipe que se había adelantado unos pasos, al advertir el retraso de su compañero, volteó la cabeza y pudo contemplar la escena, fue entonces que Felipe comprendió y al instante se formuló el designio de no molestar a su amigo con preguntas inoportunas. El domingo siguiente, luego del consabido oficio religioso, el cura informó a los presente que, aprovechando las festividades de San Juan Bautista en una semana se realizaría el solemne bautismo de los nuevos esclavos y de aquellos niños que habían nacido recientemente en la hacienda y sus alrededores. Tampoco esa mañana Sebastián quiso jugar a la pelota vasca declinando el ofrecimiento de sus compañeros, por el contrario, más taciturno que nunca marchó hacia el canal y se refugió bajo un sauce para oír  en silencio el rumor de las aguas. Felipe que lo había seguido a la distancia fue a sentarse a su lado, armó dos cigarros, ofreció uno a su amigo y ambos quedaron fumando hasta que por fin Sebastián, luego de exhalar unas cuantas bocanadas habló:

- Felipe, tengo  que tomar una gran determinación.

- ¿De qué se trata?.

- Estoy enamorado.

- Ya lo sabía.

- Y, ¿por qué no me lo dijiste antes?

- No se, tal vez por respetar tus reservas, tu silencio o simplemente por imaginar que podría llegar a importunarte.

- Tú sí que eres un buen amigo.

- Trato... pero bueno, ¿qué es lo que piensas hacer al respecto?

- Pedir esta semana una entrevista a Doña Etelvina y solicitarla formalmente en matrimonio.

- ¿Lo has pensado bien?

- Creo que sí.

- ¿Haz reflexionado acerca de que quedarías pegado de por vida a esta hacienda? Que prácticamente renunciarías a tu condición de trabajador libre, a que si te hartaras de esta hacienda y de esta patrona podrías conchabarte como viticultor en cualquier otro lugar, inclusive en Chile, a que, ¿si un día quisieras abrir las alas y rodar por el mundo conociendo otros rebaños, otros cielos y otros soles sólo tendrías que contratarte como carretero o arriero?

- He pensado en todo eso y mucho más, mi querido Felipe, he pensado que tengo veinte años, que he sido huérfano la mitad de ese lapso, que ya ni sé lo que es una caricia y en que por sobre todas las cosas estoy enamorado, me gusta este lugar, me gusta esta gente y  me placen las faenas que aquí realizo. Además, ¿no has pensado en que bien podría ahorrar y algún día comprar su libertad?

- Todo lo anterior no te lo discuto, a lo mejor mis argumentos están más en arder a mis sueños que a los tuyos, pero eso de juntar el dinero suficiente como para lograr su libertad me parece una verdadera locura. A menos que te hicieras bandolero, salteador de caminos o la raptaras para ir a refugiarte entre los salvajes del sur, te aseguro que ni en tres vidas de trabajo en la viña, juntarías el dinero suficiente.

- He pensado pero...

- ¿Felipe, me concederías el honor de oficiar como padrino del novio?- dijo Sebastián.

- O sea que... ¿la suerte está echada?

- Así es.

- Será entonces un gran honor acceder a lo que me pides.

            Puestos de pie, arrojaron las colillas al agua, se miraron largamente para quedar confundidos en un fuerte y prolongado abrazo. Esa misma semana Sebastián solicitó la entrevista con Doña Etelvina. A la patrona no le sorprendió el pedido, siendo Sebastián tan bueno y leal trabajador,  no puso reparos en otorgarla para el jueves al atardecer, luego que la campana de la capilla sonara indicando el  ángelus y consecuentemente el final de las faenas en la hacienda.            Introducido por el mayordomo en el salón donde la patrona despachaba los asuntos de la hacienda, vestido con sus mejores ropas, sombrero en mano y de pie guardando prudente distancia respecto del escritorio, vio de soslayo como Doña Etelvina entraba al salón y tomaba asiento. La imponente figura de su patrona a la que apenas se atrevía a mirar lo turbó, por un instante pensó en salir corriendo o inventar una excusa, algo así como un pequeño aumento o una corta licencia. La voz de Doña Etelvina lo sacó bruscamente de su embarazo.

- Buenas tardes, muchacho, aunque ya no se si debiera llamarte así, no había reparado en cuanto has crecido, si pareces todo un hombre.

- Gracias, señora.

- Pues bien, tú dirás, ¿qué te trae por aquí?

- Patrona, Doña Etelvina... es que yo, no, es que, es que usted sabe...

- En realidad no se nada... vamos muchacho... ¡qué no ha de ser tan grave!

- Vengo a solicitar su licencia para casarme.

- Desde ya la tienes, pero no te hace falta, eres hombre libre. O es que será que me quieres pedir como madrina de tu boda. ¿Es eso, verdad?

- Eso además sería fantástico.

- Y para mí un gran honor, conocí a tus padres y jamás olvidaré la pena que me causaron sus muertes durante aquella horrible epidemia. Pero no entiendo eso de que además...

- Porque hay algo más.

- ¿Y qué es ese algo más que te tiene tan nervioso?

- Es acerca de la novia.

- ¿Qué hay con la novia, no es de aquí y quieres licencia para mudarte a otro sitio?

- No es eso, al contrario es bien de aquí, tanto que usted es su dueña. Se trata de la joven esclava nueva que el domingo va a ser bautizada y presentada en sociedad.

- Vaya... vaya... conque de eso se trataba. Te confieso que me has sorprendido, pero en fin, has pensado seriamente en el asunto?

- Si, lo he pensado.

- ¿Has medido, siendo aún tan joven, los riesgos que semejante vínculo te pueden acarrear de por vida?

- Supongo que sí.

- ¡Pero... si ni la conoces...!!!

- La he visto dos veces y aún sin haber intercambiado ni media palabra, sé que estoy enamorado, como nunca lo estuve. Además tengo la plena convicción de ser correspondido.

- Bueno... te prometo pensarlo y si mi resolución fuera positiva la anunciaré el domingo luego de los bautismos.

            Dicho lo cual, poniéndose de pie dio por concluida la entrevista. Sebastián aguardó a que saliera de la sala y trastabillando, se retiró él también con un nudo en la garganta y a punto de estallar en llanto.

            Doña Etelvina efectivamente pensó el asunto mucho más de lo que Sebastián hubiera imaginado. Siendo una joven viuda en una sociedad patriarcal, donde a diario se las tenía que ver con hombres para discutir los más variados asuntos propios de la hacienda, su carácter era por demás receloso y desconfiado. Lo primero que hizo fue indagar los sentimientos de la esclava, la africana a pesar de su media lengua, entendió perfectamente las preguntas de su ama y por primera vez en los casi dos meses de residencia en la casa de la hacienda,  su rostro mostró una amplia y hermosa sonrisa. Luego y sin articular palabra, de sus ojos comenzaron a brotar copiosas lágrimas, para finalmente postrarse ante su ama y besarle los pies.  A pesar de la dureza de su carácter, Doña Etelvina se conmovió sobremanera. ¡Un casamiento por amor, no era lo corriente entre los de su clase! Ella misma, siendo poco menos que una niña, había sido entregada en matrimonio por su padre, a quien le cuadruplicaba la edad. De ese matrimonio arreglado, le quedó la hacienda y dos vástagos, los cuales a pesar de haber sido cuidados sin economizar desvelos o precisamente por eso mismo, le salieron algo botarates; por sobre todo nada afectos al estudio, al trabajo o a las responsabilidades en general. Pero más allá de sentimentalismos, para Doña Etelvina, la esclava era definitivamente una inversión. Tal vez la mejor que realizara desde que se hiciera cargo de la administración de la hacienda. Efectivamente, la africana había resultado ser sumamente dócil y por demás  inteligente, aprendía sin dificultad las tareas que se le enseñaban, era aseada, prolija, diligente y prometía ser una excelente cocinera. Su determinación hubiera sido negativa si no es que el domingo en que la tendría que anunciar no hubiera sostenido una larga charla con su confesor antes de la misa. El religioso finalmente la disuadió argumentando que existiendo un lazo amoroso tan  fuerte entre esos jóvenes, la negatíva no haría más que potenciar esos sentimientos, en cuyo caso no sería de extrañar que a la larga o a la corta se fugaran quedando la patrona sin su fiel peón y su excelente esclava. El matrimonio no tendría por qué modificar sustancialmente las cosas si las condiciones para acordarlo eran claras y precisas.

            Por fin ese domingo, se ofició la misa y se hicieron los bautizos. A Sebastián, si le hubieran dado la oportunidad la hubiera nombrado: Gacela,  pero esto ni pasó por la mente de doña Etelvina quien optó por nombrarla, santoral de por medio: Consuelo. El cura presentó a los nuevos cristianos y Doña Etelvina anunció formalmente el matrimonio de Sebastián y Consuelo para la primavera venidera, luego, pidió a Sebastián que se acercara y tomara de la mano a Consuelo. Hubieron aplausos generales, finalmente solicitó a la nueva pareja, que la siguieran hasta su despacho donde fijarían las condiciones de la boda. Como quien está muy acostumbrado a resolver asuntos, Doña Etelvina fue clara, precisa, y contundente al anunciar que: - Hasta que la boda se concretara se verían sólo los domingos luego de misa, pudiendo almorzar juntos y permanecer en mutua compañía hasta el atardecer, sin sostener trato carnal, caso contrario el convenio quedaría automáticamente anulado sin apelación posible!-. Sebastián tendría la posibilidad de ir construyendo un rancho, en lugar a determinar, pero cerca de la casa principal y junto al zanjón, para lo cual la patrona aportaría los materiales necesarios. Luego de la boda ambos tendrían una semana de licencia dentro de la hacienda, pasado ese lapso, Sebastián volvería a sus tareas y Consuelo, seguiría al servicio de la casa de lunes a sábado desde el amanecer hasta luego de servirse la cena. En cuanto a días feriados se fijaban los de los santos correspondientes y fiestas de guardar, salvo caso de enfermedad de la patrona, pues si eso lamentablemente ocurría, Consuelo habría de asistirla de día y de noche, de lunes a domingo sin distinción de días fastos y nefastos. Doña Etelvina ofreció elaborar y firmar el contrato correspondiente a lo que Sebastián, en su arrebato, se opuso terminantemente argumentando que desde siempre había servido en la hacienda siendo muy bien tratado sin que mediara papel alguno. Sólo se contentaba con que su patrona y Felipe fueran los padrinos, acordado lo cual, pidió licencia para besar las manos de su patrona y poder salir en compañía de Consuelo para dar el primer paseo y compartir el también primer almuerzo dominical.

             Tomados de la mano salieron de la casa alejándose lentamente, Consuelo, seguramente, poco y nada había entendido acerca del arreglo, sería Sebastián quien a media lengua y por gestos se lo haría comprender, sin embargo poco le importaba, en el fondo sabía que ella seguiría siendo esclava pero con la posibilidad de vivir un gran amor. Por eso, a mitad de camino entre la casa y el zanjón, detuvo la marcha y miró a Sebastián con una mezcla de amor, dulzura y agradecimiento inefables, lo estrechó entre sus brazos de ébano y lo besó en los labios tiernamente. La rígida patrona que había seguido la escena desde la galería no pudo evitar que se le escaparan unos gruesos lagrimones.

            Mientras los días se sucedían y al correr de los meses la primavera se acercaba lentamente, de domingo en domingo Sebastián, luego del servicio dominical, mostraba orgulloso a su prometida los progresos en la construcción del rancho. Con Felipe, en los escasos ratos libres, inclusive en noches de luna llena y no tan llena, habían ido levantando las paredes de dos habitaciones, una para el futuro matrimonio y la otra para que funcionara como cocina con espacio para una mesa. Luego, invariablemente tomados  de la mano, realizaban largas caminatas por el interior de la hacienda. Al atardecer se presentaban en la galería de la casa principal donde la patrona, a pedido de Sebastián, les daba la bendición en téminos tales como:- "¡Dios los bendiga, los ampare y los favorezca!"-. Semejante conducta despertó entre los peones y esclavos de la hacienda nobles sentimientos, todos querían colaborar de alguna manera de modo que cuando hubo que techar el rancho,  plantar los horcones y hacer la cumbrera para la pequeña galería, se armó una jornada de trabajo comunitario, lo que en quechua se conoce como "una minga". Don Joaquín que manejaba muy bien el oficio de albañil, supervisaba la obra a la vez, que personalmente construyó el fogón con un tiraje suficientemente bien hecho como para garantizar que el rancho jamás se llenara de humo. Así mismo; Don Carmelo, el carpintero hizo y colocó puerta y ventanas, ambos menestrales se opusieron gravemente a recibir compensación material, los respectivos aportes tenían que ser aceptados en calidad de regalos de boda.

            ¡Por fin llegó el día tan esperado! Fue toda una fiesta, donde se bebió, comió y bailó hasta el amanecer. La pareja tuvo la semana de mieles prometida y luego la vida continuó sin mayores sobresaltos. Sebastián ahorró y compró un caballo, con la intención de pasear por los alrededores, inclusive llegarse hasta la plaza de armas con su mujer en ancas los días domingos.

             Contra las voces de los agoreros que le sugerían que esas salidas podrían ser la excusa perfecta para una fuga, Doña Etelvina decidió confiar, de modo que los domingos, era un primor ver a la joven pareja pasear por la ciudad a caballo. El mayor placer de Consuelo era sumergirse en la feria dominical con unos pocos reales que le daba Sebastián, para regatear la compra de alguna pollera, blusa, camisa o pañuelo para su marido mientras el vasco, se permitía uno de los escasos lujos a los que era afecto: tomar unas copas con los amigos, jugar alguna partida de baraja o presenciar una riña de gallos. Luego almorzaban en una fonda y al atardecer se presentaban de regreso ante la patrona. A los pocos meses el vientre de Consuelo mostró ciertamente un avanzado  estado de gravidez. El parto no planteó mayores complicaciones y la pareja tuvo su primer y único hijo, un mulato verdadera síntesis de razas. El color de la piel y el pelo lo aportó Consuelo en tanto que los finos rasgos de la cara y la claridad de los ojos, Sebastián. La alegría se disipó muy pronto, exactamente el día en que hubo que resolver acerca de quién ejercería la propiedad respecto del vástago. Sebastián argumentó que siendo él hombre libre, su hijo también tendría que serlo. Doña Etelvina, por el contrario, afirmó que siendo hijo de su esclava el niño también era esclavo y en consecuencia propinad suya.

            La justicia dio la razón a Doña Etelvina, pero concedió a Sebastián la posibilidad de comprar la liberad de su hijo, luego de acordar y abonar un precio justo. Demás está decir que el precio fue alto como las nubes y que en esta oportunidad tampoco el joven aceptó firmar convenio alguno. El hombre no se amilanó, vasco tozudo como el que más, se formuló el designio de trabajar y ahorrar hasta ver a su hijo libre. Compró una vaca para asegurar una buena alimentación a Andrés, tal y como fuera bautizado el crío y de paso aprovechar para hacer y vender algunos quesos. De año en año engordó un cerdo para carnearlo y facturarlo mejorando la alimentación de la familia y a la vez para vender salames, morcillas o algún jamón. Lo propio hizo con un pequeño huerto que generalmente atendía luego de despachar sus faenas en la viña. Por supuesto, porque no todo es trabajo en esta vida, algunos domingos no perdieron la costumbre de pasear por la ciudad, al principio con el niño en brazos de Consuelo y luego montado en un caballito, que Sebastián compró y amansó personalmente para Andrés.  Llámese resignación, convicciones o lo que fuere, la pareja  no se resintió, por el contrario el amor creció al ritmo de Andrés y el trato con la patrona tampoco se alteró. Tanto fue así, que en más de una oportunidad, pudieron hacer excursiones de dos y tres días, la visita favorita la concretaban en la casa de Felipe que también se había casado y vivía con su mujer el la Villa de Lujan, lindante con el Río Mendoza. El día que Andrés cumplió quince años, se organizó una fiesta excepcional pues precisamente ese día Sebastián concretó el pago del cincuenta por ciento del precio fijado para liberar a su hijo. A las pocas semanas y contra cualquier pronóstico Doña Etelvina enfermó y a pesar de los cuidados recibidos, particularmente por parte de Consuelo, murió. Abierta la testamentaría la esclava y su hijo formaban parte del inventario, eran uno más entre las piezas de esclavos, toneles con vino, cubiertos, camas, mesas, manteles y demás que sería repartido a partes iguales entre sus hijos. Sebastián clamó por la libertad de Andrés argumentando que él había pagado la mitad del valor de la misma, pero no hubo caso, no habiendo constancia ni papeles escritos, primero los herederos negaron saber de algún acuerdo verbal y luego la justicia falló en su contra.

 

 

            No es cuento, se trata de una versión libre de un caso real ocurrido en tiempos coloniales en Mendoza, no se han consignado apellidos así como los nombres de los personajes son arbitrarios. Las pruebas están a disposición de los interesados en el Archivo Histórico Provincial

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