Hace como un siglo que estoy tirada aquí. Me han tratado de robar, de vender, de usar como masetero y ahora gracias a no sé bien qué o quién, estoy en medio de la vieja cocina de la estancia en donde vivieron mis únicos dueños. Tres Jesuitas, que llegaron con un burro, dos vacas, varios ornamentos sagrados y su cruz.
Tengo como doscientos años. Me fraguó un herrero en Jaén y fui a dar a Sevilla, desde donde en un barco me trajeron a las américas. Y a este lugar, que en un tiempo lejano, era codiciado por mucha gente. Todos hoy, son almas en pena. Todititos muertos. Pero yo, persisto y cada vez, parece que soy más apreciada.
Cuando me bajaron del lomo de la mula o burro, eso está en discusión aun, el padre Jordi, que tenía un hambre de los mil demonios, con perdón del Santísimo, me miraba sonriendo y expresó a mandíbula batiente que me llenaría con toda la riqueza que daba esta tierra. ¡Y fue así! Pronto, con ayuda de unos nativos y algunos hombres africanos, acarrearon piedras, piedrotas y piedrazas, construyendo un convento con tres habitaciones, una enorme cocina, un excusado, con perdón de las damas que me miran; y luego comenzaron la iglesia. Magnífica, con su crucero en igual posición que las de toda Andalucía.
Rodeaba un terreno amplio todo el edificio. Un río cercano desplegaba sus aguas puras de manantial bajo las piedras del convento. Se armó rápido una chacra y corrales con aves y puercos. Era una delicia despertarse a la mañana con las campanas y los cantos de gallo. El padre Manuel, leía en voz alta para todos, el breviario y el padre Toño rezaba la misa en el patio. Yo aun repito las jaculatorias y a veces, a pesar de mis años, rezo en latín las Letanías. La gente no escucha mis plegarias. Sólo el viento que hace subir o bajar un suave silbido por mi cuerpo, parece entender que estoy orando.
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