Llegar desde Rosario de las Dunas hasta Rincón de los Eucaliptos, en 1938, era una larga y preciosa odisea. No había un camino, eran huellas que se dispersaban por los trigales y maizales, como collares de talco, si no llovía. Si llovía más que odisea era la aventura más loca que pueda alguien idear.
Mi madre, por razones varias aceptó ser maestra directora en la escuela de Rincón. Decir escuela es una falta de respeto a la dignidad de las escuelas. Era una tapera. Dos cuartos con techo de paja brava y piso de tierra apretada por el zapateo feroz de los niños que se apiñaban cada mañana después de ordeñar y hacer las tareas que sus mayores les asignaban en las chacras.
El lugar era una mezcla de gente gringa y criollos. Había vascos, italianos, polacos, españoles y criollos. Según los forasteros, (léase: los gringos), un montón de “fiacas” que sólo sirven para montar y pialar. Los criollos dicen que los gringos son ladrones y que esas tierras son de sus ancestros indios…, vaya uno a saber, que hubiera sido de todo ese campo, sin el arado de los gringos.
Al principio, mamá viajaba hasta Coronel Jiménez en tren. Allí le dejaban una jardinera atada al palenque del único empleado del ferrocarril. Ella ascendía como podía, siempre cargada de objetos varios, y chasqueando las manos, salía al trotecito el zaino o el tordillo, que le servía de guía y compañía. Sola por los largos caminos polvorientos, cantaba o rezaba el rosario, según estuviera tranquila o con problemas con papá. Él, tenía muy mal carácter. Era un hombre adusto, serio y malhumorado. Nada lo hacía feliz y mamá solía llorar a escondidas. Papá trabajaba en una empresa de acopiadores en Trenque Lauquen y viajaba a Rosario de las Dunas cada fin de semana. Eso aliviaba a la familia, porque los fines de semana siempre había algo para reparar o comprar en los almacenes de la zona. Pero tarde o temprano arreciaban las discusiones. Mamá tenía una educación de lectura fácil y diálogo. Papá tenía ideas impuestas por un padre rígido que había escapado de no sé qué guerra europea. Cuando se conoció con mamá, él, fingió ser educado como ella, porque a decir verdad, mamá era la chica más linda del pueblo. Eso lo contaba el talabartero, que para mi hermana y para mí… estaba enamorado de mamá. En silencio, porque jamás lo vimos o escuchamos decir nada malo. Conquistada mamá se casó, con el disgusto de su madre, pero mi abuelo, vio en mi padre un hombre formal, respetuoso y trabajador. ¡Yo creo que eso no basta! Mamá sufría mucho y creo que después de nacer Verónica, mi hermana, no quiso tener más hijos.
Ella siempre nos dice que cuando fuéramos grandes, íbamos a comprender. Pero yo siento acá, en el pecho, que papá no la quiere. Que por orgullo de tener a la mejor candidata del pueblo, se casó con ella. Verónica dice que soy un payaso y que de amor no sé nada; pero yo entiendo que si uno quiere a alguien, no lo hace sufrir.
Bueno, vuelvo al tema de la escuela. Cada lunes tempranito mi mamá se enfrentaba al difícil viaje y a sus alumnos. Tenía chicos de varias edades. Rústicos, tímidos y con dificultada para aprender el idioma español. La mayoría hablaba un dialecto o un chapuceo de castellano con palabras del idioma de sus familias. Ojo, que había familias que tenían mezclas de varios países: italianas con polacos, criollas con alemanes, españolas con ucranianos…, era importante para ellos que las mujeres fueran regordetas y trabajadoras. Muchos tenían ojos azules como el mar y otros cabellos de color de girasol. ¡Era lindo verlos en sus chatones ir por los caminos en caravanas al pueblo! El griterío era fantástico, pero a la hora de comerciar, se entendían igual.
Esos eran los alumnos de mamá. La maestra de campo más dulce que pudo existir. Los muchachos llegaban con las manos ampolladas de manejar la hoz o el arado, las niñas llenas de sabañones de lavar con agua helada. A veces mami, tenía que romper con un martillo la capa de hielo que se formaba en el agua que bebían o limpiaban los viejos pupitres de madera. Muchos aprendieron, otros fracasaron y mamá lloraba en ocasiones junto a los padres. Bueno en realidad a las madres, que en general, quieren que sus hijos sean mucho más que ellas. El hombre, creo que se conforma con las cosas más simples. “Que escriba su nombre y sepa que no lo engañan los patrones.” Y allí se quedaban con el ábaco en la cintura, para contar los terneros o las ovejas que esquilaban o las bolsas de cereales. Algunos eran dueños de sus tierras y los padres querían que aprendieran más.
Yo tenía doce años cuando fui por última vez a la escuela donde mamá era directora maestra. Ahora, con la edad que tengo, no me atrevo a ir a Rincón de los Eucaliptos. Dicen que le cambiaron el nombre al pueblo y le pusieron el nombre de un político que fue senador de la zona. No les queda ni la vergüenza. El tren ya no pasa y cerraron la escuela. Bueno, la nueva que con esfuerzo hizo construir mamá. Ayudaron mucho los gringos. Rifas de chanchos, cuadreras y tabas, o kermesses donde se conocían las jóvenes y se formaban las nuevas parejas. Quedó linda. Un enorme salón con tres aulas, dos baños, una cocina y en el patio, enorme, el mástil donde flameaba la inconfundible celeste y blanca. Allí se juntaba la gente. Era el club social, deportivo, cultural y filantrópico. Ahora sé qué quiere decir filantrópico. Vino un inspector de Rosario y otro de Buenos Aires a la inauguración y trabajaron tanto que por un mes se cerró la escuela. Mamá, orgullosa mostraba que había logrado tener una biblioteca y una vieja pianola, que donó una abuela italiana, de otro pueblo cercano. Hubo todo lo que debía haber: cantos, discursos, (el que pronunció el presidente de la cooperadora no lo entendió nadie ya que habló en un dialecto italiano, mezclado con algo que parecía español) y luego bailes regionales. Cada familia trajo un plato de comida típica de su país. Fue una verdadera fiesta.
Después de eso pasaron varias cosas. Murió mi abuelo Efraín y mamá heredó la chacra, el negocio y pudo comprarse un auto. El “Ford T ” que parecía un alma en vilo. Por el camino lo fue haciendo rodar tío Carloncho. Y esa fue la historia central del pueblo y la región por años.
Mamá asumió que debía demostrar que sabía usar ese vehículo. Subió, sin sacarse el sombrero ni los guantes, comenzó a dar vueltas y vueltas alrededor del edificio escolar. Todos aplaudían y saludaban su paso. Don Zenón Rosales, que montaba su rocillo, advirtió que mamá no sabía parar. Aparejó el caballo, se subió al estribo y haciendo una maniobra espectacular, detuvo el auto y a mamá que sudaba como un árabe en dificultad, con alegría le dio las gracias.
Dicen que todavía se habla del apuro que pasaron con el atrevido esfuerzo y la maniobra gaucha
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