Desde muy pequeño escapaba de la cabaña para sentarse en un tronco cerca de las vías. Horas perdidas jugando con un palito molestando a las hormigas o a los insectos que merodeaban por allí. Era como un tambor: piernas muy finitas, panza muy abultada, pecho chiquito y brazos como cañas de agua. El pelo desordenado y piojoso, le daba vuelta por la cabezota de ojos negros y brillantes como gemas.
Esperaba horas y horas sentado en un tronco de palma semi podrido que arrastraron entre varios muchachos de la barraca grande. Los otros se habían cansado de su juego. Está loco se decían y le hacían morisquetas y burlas. Él, soñaba y esperaba que pasara el tren que no tenía idea de dónde venía ni adonde iba. Pasaba como una flecha y dejaba un ruido que a Mihlo le encantaba. Además, de vez en cuando le caía una botella vacía de color ámbar, una moneda que entre las cortinas arrojaba una señora que usaba un sombrero como de pájaro.
Una vez pasó un poco lento y un hombre de barba blanquecina le alcanzó algo… cuando lo olió, el perfume de carne asada lo ensoñó. El no conocía un sándwich y el hombre se lo dio a él.
El maquinista lo había visto en cada viaje a Diamantina, y le había llamado la atención ver ese chico con forma de animalito humano sentado allí esperando su paso. El convoy tenía un horario laxo, podía pasar un poco más lento frente a esos ojos desorbitados que seguían la ruta de hierro como a un fantasma precioso de ensueño.
Mihlo tenía como ocho o nueve años, pero era tan flaco, tan mal nutrido que parecía de seis o siete. Ahora tenía sentido quedarse a esperar el tren.
Algunos pasajeros ya lo conocían de ver su figura desdichada siempre allí, esperando, esperando.
Don Joao se comprometió a llevarle siempre algo… en especial algo para comer. El niño devoraba la carne o el pollo asado. Olía un rato el pan hasta que el vagón desaparecía de su vista como un enorme carretón negro a la distancia.
Pasó un par de meses y un día el tren casi se detuvo. Descendió junto al chico un hombre de ropa blanca y barba larga de un gris ralo. Llevaba un par de anteojos sobre una nariz ganchuda y sus labios finos se perdían entre los pelos del bigote. Mihlo se asustó, se escondió detrás un matorral y entonces Joao lo llamó para darle el pan con carne. Fue superior al miedo y salió tomó la comida y el hombre con suave acento le habló en un extraño idioma: portugués. Mihlo sólo hablaba con ruidos guturales un tipo de lenguaje indígena del sertao. El “hombre” se acercó y le miró el vientre, del que sobresalía un enorme ombligo y comprendió que no solo era desnutrido, sino que tenía un enjambre de gusanos en sus intestinos. Le hizo un mimo del que Mihlo nunca había recibido.
El tren partió y el chico corrió hasta la hamaca donde su padre dormía bajo el efecto de una “cachaça infame” y el humo de la pipa con ciertas hierbas somníferas. Lo zamarreó. Apenas el hombre lo miró y le tiró una tremenda patada. El dolor lo dejó mareado. Vomitó el sándwich y de entre sus nalgas salió un jugo amarronado con cientos de lombrices rosado oscuro. Fue un alivio. Ya no sentía ese movimiento que le revoloteaba en su panza y no lo dejaba en paz. Una de las mujeres se acercó y lo gritó. ¡Vete a limpiar, cochino! De su espalda colgaba un trapo con un bebé llorón que dormitaba entre hipo y gruñido.
Mihlo corrió y se metió en el río, que era la fuente de agua. De allí bebían, se lavaban, se usaba como manantial de vida. No sabían que estaba tan contaminada, que era causa de muertes prematuras y enfermedades. Río arriba había minas de oro y gemas que los patrones “gringos” arrancaban de la tierra. Todos los desechos bajaban hacia el río grande y de allí al mar. Pero nadie controlaba.
Pasó un breve tiempo y una tarde el tren se detuvo. Bajó el hombre de blanco con dos mujeres vestidas con ropas largas y cubrían su cabeza con un paño negro y blanco. En la cintura llevaban un hilo de cuentas de madera y una rara, para Mihlo, imagen de dos palitos cruzados. El chico desconfiado no quiso acercarse. El atrevido barbado, comenzó a caminar entre la maleza, el griterío de los macacos no lo asustó, las monjas se juntaron y casi se atropellaban para no perderse del guía. El muchacho, caminó más rápido y los superó, se detuvo y no los dejó pasar para que no vieran donde estaba la barraca y las cabañas con la gente.
¡Pero los chicos al verlo corrieron y lo abrumaron estirando las manos pidiendo comida!
Un anciano o así les pareció a ellos, se acercó con un machete en la mano izquierda, ya que no tenía la mano derecha. Su rostro surcado con un enorme tajo, dejó a los viajeros un tanto desorientados. Este hablaba un poco de portugués, mezclado con el dialecto de la tribu. El nativo entendió que esas personas no quedarían por mucho tiempo, que habían bajado del tren por el chico que siempre estaba en el tronco esperando y que estarían entre ellos hasta que volviera a pasar la máquina. Mostró el permiso del gobierno para darles unas píldoras y hacerles unos análisis, a los cuales sin entender qué era eso, todos se negaron, menos Mihlo que aceptó, para demostrar que él, era valiente y que sus amigos del ferrocarril eran muy buenos. Todos lo miraron con ojos desorbitados. En especial las mujeres.
Al día siguiente, el muchachito, despachó cientos de lombrices, gusanos y huevos de otros insectos que vivían en sus intestinos, una larga “tenia saginata” salió con dificultad de su cuerpito enclenque. Las monjas le dieron de comer una exquisita sopa de vegetales y gallina y le enseñó que todas esas porquerías que había defecado era producto del agua contaminada. Se acercaron, curiosas, las mujeres y algunos hombres. Vieron como hervía el agua y le agregaban unas gotas de cloro.
Mihlo se transformó en el héroe de la tribu.
Pasaron los meses y se fueron curando todos los habitantes que tomaron las famosas píldoras del hombre de blanco, que resultó ser un médico de Bahía dos Rey que viajaba a las minas a controlar a los minales, obreros embrutecidos por la dura vida que tenían.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario