Era tan fuerte como un árbol de cedro. Rústica y firme. Llena de fuerza y ternura tal el nido azotado por el viento. Por eso caminó hasta el final del callejón donde encontró el cuerpo de su hijo. Estaba mal herido. Alguien había hincado un cuchillo en la espalda. Traicionando al joven que yacía allí, en un charco de sangre que se desgarraba en un último movimiento estertóreo.
La luna se iba escondiendo lentamente tras nubes que amenazaban tormenta y comenzó a llover. Pía soltó un largo ruego. ¡Dónde está el maldito que arruinó su vida, quiero enfrentarme a ese demente! No sabía que mañana, sí, mañana comenzaba una nueva vida. Su cuerpo se limpiaría de la droga y comenzaría a ser el hijo que mamó en mis pechos, que jugó en mi cama durmiéndose con mi cabello entre sus manitas, que salió primero en la escuela de la mano de su Tata, que comió mis galletas y mis lágrimas. Tronaba. Arreciaba un frío viento sobre el asfalto elevando las gotas heladas de la lluvia que ahora era color granate con la sangre.
Movió el cuerpo apenas. Una enorme luz, iluminó la escena y una mano dura la sacó un tirón del lado de su muchacho. Muerto. Arcadio Quiroga es el nombre de este bravucón que vendía “merca” a los chicos cerca de la escuela. Usted, su madre acaso ¿no sabía lo que le hacía a otras madres? ¿A otros chicos pequeños?
Mi hijo no era ese muchacho que usted dice. Miente. Era amable y dulce. Soñador e inquieto. Amaba la música y el mar. Navegaba en el río con su padre. Era un hijo ejemplar.
¡Vamos señora! Su muchacho a fuerza de mimos y perdones, destruyó su vida y la de mucha gente joven. Embarazó a una niña, menor de edad que cayó en manos peores que las de él.
Las lágrimas se iban confundiendo con la lluvia y la luz roja de un vehículo se alejaba hacia la zona donde la policía se haría cargo del cuerpo.
Pía, se quedó parada bajo la lluvia, anonadada y caminó despacio hacia la casa que fría como una oquedad del averno, la esperaba. Su lecho, vacío junto al de su amado Arcadio, donde lo había cuidado tantos años desde niño. La esperanza huyó como un torrente del río de la vida que se escapó entre los truenos del amanecer brumoso.
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