Hacia varios años que Miguel Ángel conducía, a modo de barco, aquel viejo trasto, ahora con ruedas. Desde que el barrio se había transformado en un aquelarre de ruidos, gases de vehículos y negocios y a él, lo habían echado del trabajo no tuvo otro modo de ganarse la vida.
Había regresado con su traje gris, gastado y deslucido, por la calle empapada. Llegó y olió el puchero. Ella lo abrazó consternada y en silencio se fue al tocador, sacó una cajita de polvo “Coty”, gastado y de su interior un rollito de billetes apretados. Los puso en la mano pálida y sudada. Junto a eso un recorte del diario: Vendo antiguo navío trasformado en barco de feria. ¡Soberbio, pasean los niños y los grandes como si fuera de alta mar! Se le corrieron unas lágrimas.
Él, el mejor tenedor de libros como monigote, lo compró y se convirtió en el mejor “Capitán de barco a ruedas Good Year” de Bs. As. Los días feriados y domingos subían familias enteras. La campana era el llamado para que los chicos que gritaban felices se sintieran navegando entre islas imaginarias y puertos llenos de piratas.
Algunas veces, los niños, aumentaban su gastritis. Esa maldita gastritis que lo atormentaba. Un día subió una mujer anciana con una pequeña niña que tenía unas “Nakhon” aparatos de metal en sus piernitas flacas. Fue la polio vio, ella hace dos años camina apenas. Le pareció un ángel y les devolvió las monedas. La nena tenía una enorme sonrisa. Con su gorra de marinero puesta, saludaba a la gente que miraba la ruidosa caravana. Casi todos los feriados y domingos, Marisa, y su abuela estaban en la esquina, él no les cobraba, claro. Le traían caramelos, una factura. Siempre con lluvia o sol, estaban allí a la espera de su barco. Pasó el invierno varios días, que no aparecieron, preocupado por el faltazo, llamó a voces al diariero con temor y preguntó por la nena. No las espere más. A la abuela la atropelló el tranvía. A Marisa la internaron en un centro de Córdoba para enfermos discapacitados. Y otra vez lloró.
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