El punto rojo del cigarrillo se destacaba en la oscuridad. El vapor que salía de la locomotora parecía un fantasma socorriendo a los vivos. Sólo un muerto, puede dar esa sensación de humareda vaporosa y frágil.
Los chirridos de las ruedas sobre los rieles aquejaban los oídos, a pesar de ya haber perdido casi toda la capacidad de escuchar de los hombres de ese rincón de los trenes.
Con tanto humo seguían fumando para apaciguar la soledad. El miedo de perder un miembro cuando se movía un vagón o se caía una de las pesadas ruedas o ejes del tren, que arreglaban. No se podían distraer. Para evitar la muerte o quedar como el Ramón Oviedo, en una silla que le fabricaron los compañeros en los talleres.
El olor del cigarro los concentraba en su mundo. Los trenes.
Deoclesio se limpió con estopa la grasa y sacudió el pantalón con tanta fuerza que sin darse cuenta dejó manchas de sangre en su trasero. Tenía agrietadas las palmas por el duro esfuerzo. No sentía dolor. Era como una queja de su cuerpo eso de andar dejando huellas rojas en la ropa. Un día alguien al pasar le comentó que parecían flores las manchas. ¡Qué coraje! Flores… esos pedacitos de piel que se iban quedando dormidos en los rieles o en las herramientas.
Un sacudón lo
sacó del embrujo, en el mismo instante comprendió que se había distraído y pudo
ser “finado”. Y, ¿qué le pasaría a
El Florencio le pegó un grito, que apenas sobresalió del chasquido de los fuelles del viejo mamotreto que estaban reparando.
-¡Deoclesio, pase una pinza y la “francesa” que dejó en el banco del taller!- y se escabulló entre los maderos de la factoría haciendo un mutis con los alborotados sonidos que ya le atormentaban. Tomó las herramientas y miró con ganas la puerta de salida. Le faltaba como una hora para que sonara el silbato de final de trabajo.
- Acá tiene, masculló no la pierda como la semana pasada que después hay que pagarla.
El movimiento de los fierros les contagió una breve euforia. ¡Eran los mejores! Sacaban trenes de esas chatarras destruidas con herrumbre y carbón.
El agudo sonido de la sirena los reconfortó. Dejaron la máquina y guardaron las piezas y útiles para no tener que pagar de su magro salario. Pero Deoclesio no vio la maniobra de su compañero que escondía una de los instrumentos de más valor.
Al llegar a su casita, pequeña pero cuidada con esmero por su mujer, dejó su ropa de trabajo y dándose un baño, se acomodó en el sillón que desvencijado se adaptaba a su cuerpo. Tomó unos mates y escuchó unos tangos en la radio. Luego llegaron los hijos del centro donde trabajaban y cenaron; después, ellos, se fueron a terminar el colegio en la escuela parroquial. ¡Si no tienen un título, serán siempre como su padre, un obrero que gana poco y “labura” mucho!
Se quedó dormido en el sillón. Lo despertó una sirena aguda, no era la de la fábrica. Incendio en el conventillo de la vereda del sur. Salió para ver si podía ayudar, no le permitieron acercarse. Clavó la vista en el fuego y supo que el tren a vapor iba a desaparecer. Como no lo había pensado antes. ¿Qué trabajo haría él, si se terminaba el ferrocarril a carbón? Miró la alta columna de humo negro y suspiró. ¡Dios no permitas que se cierre el taller!
Pasaron unos años y sus hijos con su título a cuestas ya se fueron yendo a vivir su vida y con la clausura de los trenes a vapor, lo jubilaron. Ya no tenía que pelear con la grasa, ni el carbón ni el hollín, ahora podía conocer otra zona de su ciudad, ir con su “vieja” al cine de barrio y sentarse a tomar un café en el Bar “Los Nombres del Amor” que estaba enfrente de la estación de trenes eléctricos. Descubrió que su compañero había robado tantas herramientas que se había organizado un taller de reparación de autos y de puro “macho” le colgó en la puerta una noche, un cartel que decía: ¡Ladrón…! Y se armó un gran revuelo y él, lo disfrutó cuando llegó en un auto de la policía esposado. ¡”Chorro”! Tuvimos que pagar con nuestro sueldo las cosas que te “afanaste”. Y se fue riendo porque el Florencio lloraba cuando se lo llevaron a la comisaría.
Al final él, era el héroe de esa historia, se acomodó la medalla de oro, que le dieron por los cuarenta años al servicio de los ferrocarriles y que tenía su nombre: Deoclesio Martínez, por su labor honesta. Miró el reloj que le regaló su jefe y que nunca soñó tener. Era la hora de dormir una buena siesta.
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