martes, 12 de noviembre de 2024

EVELIO GAUNA

 

            El horizonte desplegaba una sábana azulgrana de tristes augurios. Sobre la tierra reseca, no se veía ni una brizna vegetal. Cuarteaba el que fuera un lecho de riacho. Los animales buscaban desesperados agua. Ese día el sol despertaba un sonido de raíces resquebrajadas y muertas. A lo lejos se veía un reverbero desalentador de humedad bailoteando en el pajonal seco. Era solo un delirio. ¿Cuánto hacía que no caía una lluvia en “Bajo Floreal” y su breve arroyo? Meses. Cada día amanecía más seco y la canícula más atrapante.

            Evelio salía por el viejo surco que atravesaba el arroyo con una pala y un cubo para buscar un poco de agua barrosa y salada. La ponía en una pila para decantar la arena y cieno y gota a gota aclaraba el líquido escaso. Su perro lo seguía con la lengua áspera y seca. Agobiado trotaba tras del hombre buscando un alimento capturado por la sed. Muerto. Sorbía huesos y sangre como un juego de magos y fantasmas. Cuidaba de no tropezar con una raíz o un cuerpo agusanado. El líquido era más valioso que el oro.

            A lo lejos comenzó a vislumbrar nubes como ponchos del maligno. Oscuras y tenebrosas. ¿Lloverá ahora? Regresó al rancho. Cerró con tiestos gruesos las tablas que servían de celosías. Y esperó en su camastro. El mastín agazapado se echó a los pies husmeando hacia el sur. Los animales saben, dijo Evelio. Y sin sentirlo se quedó dormido. Un rayó de luz lo despertó. Si caía un “rejucilo”, se quemaba todo el pajonal. 

            Se detuvo junto a la puerta y espió por una hendija. Una lluvia frenética caía sobre los campos y el arroyo comenzó a borbotear. Traía toda clase de objetos: ramas, huesos, animales carcomidos, piedras y algunas alimañas.

            Un golpe del agua, derribó la pared que siendo de adobe, se desgranaba con el furioso vendaval. Quedó perfilado entre truenos y luces. El ruido ensordecedor lo contrajo al piso, y se aferró a uno de los palos que bien hincado en la tierra, sostuvo su cuerpo enjuto. Vio como su fiel amigo, desesperaba contra las aguas turbias que lo llevaban rumbo a la muerte.

            No llueve nunca, pensó, y cuando llueve se lleva todo. Hasta mi historia. Sintió el frío del agua que entraba por cada resquicio del techo. Tiritaba. Y por primera vez, supo que había perdido la esperanza, estaba llorando. Sus lágrimas que desde niño había olvidado, corrían como un arroyo entre los surcos de la piel rústica y dura de su rostro. Cerró los ojos y pensó en su madre. Ella lo recibiría cuando esto se olvidara. Pero estaba muerta hacía muchos años, cuando era pequeño. Una yarará se abrió paso entre los trastos y se enroscó en su pierna. Supo. Ese era el instante final. Agarró el cuchillo que siempre llevaba en el cinto y le clavó la punta entre los ojos. La infame cayó y la correntada la sacó por un agujero como a su buen compañero, su perro. El piquete apenas había dejado una mínima puntada en la piel que por reseca no pudo atravesar.

            Despertó sediento, aferrado a los pocos palos que se habían salvado de la tempestad. El agua ya pasaba clara en el arroyo y a su lado, mojado y lastimado, estaba su amigo, el “Chueco”. Que lamía sus heridas con amor infinito. La fiebre lo hacía temblar. Pero un rayo de esperanza, le trajo a la memoria el primer vendaval de su niñez.

            Se paró para sacarse el barro que cubría partes de su cuerpo y miró a lo lejos, como buscando con qué haría de nuevo el rancho. Le flaqueaban las fuerzas, cayó y se quedó dormido. El quejido suave de su compañero, lo dejó perplejo. ¿Qué te pasa Chueco? Y vio que tenía un herida abierta en la panza. Se paró como pudo. Buscó entre los restos de las cosas caídas y desparramadas, una aguja y un hilo y como pudo, cosió el cuero abierto. Le echó un poco de caña y ni un ladrido, ni una queja, salió de sus fauces. Lentamente comenzó a prepara un refugio para ambos.

            ¿Evelio Gauna; estás vivo? Escucho detrás de los pajonales. Venían a buscarlo los gendarmes, sus vecinos. Acá, en medio de este barrial, vivo. Y un abrazo de amigos, de hombres fuertes, conjugó un estilo de vida en las tierras bravías.

LA COTIDIANA Y MONÓTONA VIVENCIA DE GENTE QUE NO TIENE TIEMPO PARA DETENERSE A SOÑAR


 

En el camino se avistaba un quitrín que brillaba con el sol que ya se iba tornando rojo en el horizonte. Los caballos negros también relucían por el sudor y el galope.

Elina se zarandeaba con los baches y saltos que debía soportar en el asiento. Un suave temor la envolvía. ¿Encontraría a la madrina Arcelia y al tío Bernardo?

Había salido de la hacienda durante los primeros rumores de la revolución, ellos la empujaron que viajara a la tierra de sus antepasados. Allá en la casa de piedra en la que vivieron sus abuelos paternos estaría a salvo. Partió muy joven, apenas con dieciséis años. Ahora ya había pasado los veinte y se sentía madura para atravesar todas las vicisitudes que le deparara el destino. A los lejos avistó la vieja casa con las altas chimeneas renegridas por los años. Los árboles estaban enormes y el camino desastroso, lleno de piedras y ramas caídas, que dejaran saltando el quitrín.

Cuando se vio muy cerca miró con amor la gruesa figura del tío, que miraba el reloj con los ojos tan cerca que comprendió que apenas veía. Atrás delgadísima su madrina y cinco perros reumáticos que afónicos ladraban como para hacer un coro de recepción. Los dejó cachorros y estaban viejos y desdentados. Los amó. A su historia no podía restarle esos recuerdos amorosos de la infancia.

Llegó, descendió del coche y apareció el anciano Alfonso arrastrando una pierna que tomó las riendas y recibió los bolsos con los pocos valores que traía. Elina, volvía a su tierra con muchas esperanzas. Su vida, allá lejos, había sido tranquila pero con su trabajo de institutriz; monótona y sin poder dedicarse a sus sueños.

De muchacha soñaba con ser actriz. ¡Imposible con la revolución!

Los abrazos y besos la dejaron mareada. Los perros le habían mordisqueado los tobillos con sus mandíbulas flojas y estaba impresionada; la habían reconocido.

Ingresaron a la gran recepción donde el hogar entibiaba las pedreras de paredes húmedas y añejas. Un olor penetrante y agrio a col hervido y a carne de conejo, llenó sus pulmones acostumbrados al salitre del mar, allá en su refugio.

Su madrina la miraba con arrobo y el tío sacaba sus viejos lentes y los limpiaba tratando de tener una visión más clara de su muchacha. Perezoso un gato blanco se acercó, la olfateó y se restregó en sus piernas cubiertas por medias de algodón indio.

Estaba cansada y hambrienta. La jovencita que traía una bandeja con comida y limonada, era una cara nueva en ese momento. ¡No la conozco, pero es igual a Clarita, la cocinera! Tomó de la mano de la niña la copa con líquido y bebió a fondo. Tomó un trozo de pastel con perfume a salvia y a tomillo. Era conejo desmenuzado y tierno. La chica la miraba asombrada. Era la nueva “señora” de la casa. Supo que se llamaba Carla y que era hija de Alfonso y Clara. Una doncella de cabello naranja que escapaba de la cofia con desorden, ojos de un celeste profundo como el agua del mar y arrebol en las mejillas llenas de pecas. ¡Hermosa!

Comenzaron los relatos vividos en la época de su ausencia, los soldados saqueando los gallineros y conejeras, matando los cerdos y ciervos del bosque para alimentarse.

Escondida estaba Carla en esa época, era pequeña pero en la gran casa no pudieron encontrarla. Se llevaron la platería y hasta los retratos de los antepasados. Quemaron muebles y libros, pero sobrevivimos, dijo el tío carraspeando.

Ahora hay que comenzar todo desde el principio. ¡Adiós a los sueños de Elina! Volvería todo a los antiguos ritos familiares, a restaurar cada rincón y cada cosa perdida. A la monótona vida de los ancianos que la salvaron de una guerra.

 

EL MUNDO SEDIENTO

 


 

Me agacharé en la ciénaga con las manos limpias

 

Regresaré del camino sin peces y sin flores.

 

Te habrás ido lejos.

 

Estarás perdiendo en la memoria mi nombre.

 

Las calles se bifurcarán en el bosque de pinos

 

Muchas bocas sedientas buscarán el sabor de las lágrimas.

 

Ya no estarás, ni estaré para saciarlas.

 

Será un adiós definitivo.

 

 

MARÍA, LA ESPOSA

 

            Reinaldo es un chico tan lindo que se paran en la calle frente a la carriola, para mirarlo. ¡Dicen: Parece un Jesús pequeñito! Y la madre se persigna por miedo al famoso pensamiento mágico del que hablan sus abuelas. ¡Lo van a “Ojear”! Cosa de comadres y vecinas sin trámites para hacer, excepto chismorrear.

            Rubio, de ojos celeste y piel muy blanca, como su mamá y su papá, sólo sonríe con dulzura y es tan, tan bueno que es un angelito que crece. ¡Y creció!

            En la escuela era el candidato perfecto para los actos escolares. Su memoria prodigiosa, le permitía recitar, hablar de lo que sus maestras le escribían y aun más, él mismo inventaba discursos preciosos a vistas y oídas de sus docentes. Cuando terminó la escuela primaria salió con el mejor promedio y medallas, fue abanderado y mejor compañero, porque realmente era generoso con todos los chicos.

            Su padre, un hombre sin cultura ni estudios, lo hizo dejar en primer año del colegio secundario y lo mandó a trabajar en una panadería. Allí, lo vieron tan inteligente y serio, que el dueño le enseñó a manejar sus vehículos y repartía todas las mañanas por la ciudad las mejores medialunas y panes de la ciudad. Pronto con su buena educación, logró la confianza de algunos hoteles de lujo y fue contratado para llevar a algunos “turistas” especiales por la ciudad en una “Buataré” de un patrón nuevo que se lo robó al panadero.

            Su padre lo obligaba a entregarle todo lo que ganaba y las jugosas propinas que recibía por su destacada atención a extranjeros. Nunca le dio un dinero para su bolsillo. ¡Eso lo transformó en un muchacho callado, tímido y triste!

            Le encantaba la música. Su madre en escondidas del padre, con sus ahorros domésticos compró una radio y aseguró haberla ganado en la “tómbola de la escuela”, para evitar la ira del su esposo.

            Éste era chofer profesional. Con el trabajo propio y del hijo, compró un automóvil hermoso. Era un Ford negro brillante, con asientos de cuero rojo, radio y todos los chiches de esa época: 1952.            

            Todos los viernes, sábados y domingos, participaba de transporte de novios a las bodas, cumpleaños de todo tipo: quince años, bodas de oro, de plata y mil actividades religiosas de todos los credos. De lunes a jueves el auto dormía en una cochera donde dormía debajo de unas mantas luego de ser lustrado y perfumado.

            Al poco tiempo compró otro de marca diferente; amplio y de color blanco, más delicado y lo usó para llevar turistas de hoteles famosos a personajes “importantes”. Paro ya tuvo que poner a su hijo en uno de los vehículos, porque casi todo el tiempo se superponían los acontecimientos sociales.

            Reinaldo era eficiente y carismático. Su silencio y escucha hacía que los clientes lo prefirieran a él, sobre la charlatanería y mal carácter del padre. Eso molestaba a su progenitor, pero como le entregaba todas las ganancias se callaban y no hacía sino ahorrar para tener mucho dinero en el banco.

            Reinaldo, se levantaba temprano, solía hacerle algún trabajo a su amigo el panadero, por lo que éste le daba un pequeño sueldo que él, juntaba sin decir nada. Así, un día se compró una motoneta Siambreta. Cuando el padre la vio le pegó con la fusta de un caballo de carrera que ya había probado su esposa en varias oportunidades y alguna vez su única hija. ¡Pero permitió que la conservara, siempre que sirviera para trabajar!

            Avaro y rústico, un día le dijo a su esposa: “Prepare una buena cantidad de ravioles caseros con un tuco de mejillones” ¿Para cuándo, preguntó Susana? ¡Para este domingo, que va a venir una familia amiga mía!

            Ese día la mujer y la hija trabajaron mucho. Lustraron los cubiertos de alpaca, heredados de la madre de Susana, la vajilla más fina inglesa, regalo de boda de los tíos de ella, las copas de cristal regalo de un amigo de los padres de Susi, y el mantel finamente bordado por Clarita, la hija que en las monjas donde había estudiado la escuela primaria, le habían enseñado a hacer delicias con hilos y telas. (Nunca le permitió seguir en secundaria y la puso con trece años a trabajar en la farmacia de la esquina)

            A las doce en punto llegaron. Don José Rosales, Josefina López de Rosales y su hija María. ¡Entraron pisando fuerte! Eran rústicos, vulgares y poco sociables. ¡Pero, como dijo Lucio, el dueño de casa… eran los futuros suegros! Sí, era para hacer una transacción social y comercial con los hijos. Reinaldo debía casarse con María, la hija de esos españoles, que tenían una hermosa casa y una muy jugosa cuenta en el mismo banco de Lucio, donde se conocieron.

            La chica menos agraciada del mundo se plantó frente a Reinaldo y le sonrió como un espantapájaros de paja. ¡Éste que había transportados muchachas hermosas, alegres y finas, sintió que su corazón se estrellaba contra un muro! Allí, se murió su espíritu alegre y juvenil

            Nunca jamás podría opinar sin ser golpeado ferozmente por su padre. ¡Era otra época! Finalmente organizaron la boda. La joven mujer se presentó en la iglesia vestida de blanco, sin una pequeña muestra de maquillaje, ni con un peinado especial para un día tan especial; y él, con un traje usado de su padre, de color oscuro, camisa impecable blanca y corbata, parecía un muñeco de fiesta.

            Reinaldo, era alto, rubio, de ojos de un celeste profundo, su bigote fino y su cabello bien peinado lo hacía distinguir entre los clientes que usaban los autos de su padre. En general, gente de mucho dinero y prestigio. ¡Por su educación y buenos modales, era muy apreciado y siempre llamado por jueces, altos gerentes de empresas y sus familias!

            De tarde con su motoneta llevaba correspondencia a empresas. Un día encontró un portafolio con cincuenta mil dólares, cuando llegó a casa de su padre, le interrogó cómo hacer para reintegrar al dueño ese dinero. El padre, avaro pero recto le dijo: ¡Pon un aviso en el diario avisando que tienes el portafolio y da el teléfono del bar del club, para que se comuniquen contigo! Pide una seña sobre los papeles que hay dentro del portafolio, así no te engañarán los carroñeros. El muchacho hizo lo que le aconsejó su padre.

            Pasados tres días apareció el verdadero propietario del dinero. Se encontraron en el club y el hombre cumplió con las consignas. Le regaló cien dólares y se fue. El dueño del bar del club relató a un amigo el hecho y al día siguiente supo que vendría un reportero del diario para hablar con él. La fama se hizo presente por un tiempo. Él, fue un héroe por varios meses. Mientras tanto su vida conyugal era un desastre. La muchacha, que cada día se vestía con ropa muy usada y no se arreglaba, le rogó no salir del lado de su madre y padre. Vivían en una casa con dos cocinas, dos baños, pero las alcobas pegadas cabecera de la cama de padres y de la pareja, por lo que siempre había un pretexto para no tener vida común con María. Reinaldo supo que no tendría un hijo el día que ella y sus padres le plantearon: ¡Mire, un niño significa mucho gasto, trabajo extra en la casa, y María tiene un problema de hormonas que ya sabe…no puede engendrar! La vida se desplomó de pronto. Lo habían engañado y nunca le comunicaron, antes de la boda, que ella era una mujer estéril. ¡Además evitaba el contacto con su marido de todas las formas inimaginables!

            Pasaron los años, los padres fueron dejando este mundo y partían al cementerio. Reinaldo era un enamorado de la lectura y de la música. Soñaba con tener una mujer que lo acompañara al teatro o al club, cosa que nunca logró. Una mañana cuando Reinaldo cumplió cincuenta y seis años, le dio un A.C.V. vivió unos meses y dejó este mundo. Lo lloraron sus clientes, sus conocidos de club y nosotros sus parientes que lo apreciábamos mucho. María no lloró ni en la despedida en el Campo Santo.

            Al año, fuimos con Juan Carlos y Florencia, mis hermanos a saludarla. ¡OH, sorpresa…vestida con la ropa de su “padre”, el cabello cortado como un soldado prusiano, y borceguíes! Era un hombre de la época de la segunda guerra mundial. Nos atendió con una sonrisa irónica y nos invitó a conocer su oficina. Allí descubrimos que era amante de la tecnología y de las más “interesantes” novedades sobre climatología del mundo. Tenía aparatos muy modernos para detectar todo tipo de factores ambientales de la atmósfera y sus tormentas. ¡Aun nos preguntamos si en realidad era un hombre en el cuerpo de una mujer! ¡O una mujer ocultándose en la figura de un hombre! ¡Eso sí, vivía encerrada como un monje dentro del caserón que escondía una historia de novela! Su verdadero yo.

           

           

 

UN MALVADO



 La casona era hermosa. La piscina de tamaño olímpico, envolvía el cuerpo de un puñado de bellas muchachas de figuras esculturales. Entre las palmeras un hombre de cuerpo hercúleo, fumaba un cigarro de puro tabaco hecho a mano. A su lado dos perros de porte marcial escoltaban al "jefe", mientras un frágil adolescente traía una bandeja con pequeños bocados de exquisitos manjares. El sol caía sobre los bellos cuerpos de las niñas. El mozo no levantaba la vista. Estaba prohibido mirar a las mujeres.

El sonido del motor de un vehículo, despertó la curiosidad del hombre. Un par de "asistentes", verdaderos gorilas, salieron con armas a franquear al jefe. Las chicas se enmudecieron, apenas se animaban a respirar. Y desde un enorme portón que se desperezó lentamente entre el palmar, ingresó un coche rojo, descapotado y ruidoso. Era un "amigo" que no había avisado que venía a visitar al hombre.

Cuando las muchachas lo vieron, creyeron ver un "aparecido"; era el mismísimo actor de la última serie de Neflix que habían estado disfrutando la noche anterior. Un ardor les levantó el ánimo. ¡Es Erwin Guzmán, el actor! Y un chasquido les hizo salir rápido del agua y entrar en una zona de la gran morada. No podían levantar la voz ni mirarlo. Estaba prohibido por el "jefe". Él, era dueño de sus vidas y de su futuro. Las había comprado en una subasta por Internet, a precios elevados. Eran desechables como que de vez en cuando alguna de ellas desaparecía y nadie se explicaba qué había sucedido. Tal vez, había cansado al patrón. Los cuidadores, las encerraron en un salón donde un enorme televisor las entretenía mientras el amo, hablaba con el famoso artista.

Tais, era de origen filipino. Era una joven verdaderamente bella cuyo cuerpo estaba a disposición del jefe. Era una muchacha que no hablaba. Siempre sonriente se expresaba con las manos y un instrumento musical desconocido en ese lugar. En las noches cálidas se oía el dulce sonido del instrumento y a veces llamaban a Zila para que bailara las hermosas danzas de su Tailandia lejana. El amo le había hecho traer de Bankog los adornos y el traje tradicional de las danzarinas de ese maravilloso país. Ella, había sido subastada con apenas diez años en un lugar escondido de la selva cerca de Burma.

La vida allí, parecía ser un paraíso; pero era un infierno temido por muchas madres de los lejanos territorios donde desaparecían las más bellas niñas. Y a veces los hermosos niños que también solían comprar ciertos varones de copiosas billeteras y depósitos bancarios. Kalil, el mesero era uno de esos infelices llegado de un país del antiguo Irán. No hablaba el idioma de su gente y aprendió en escondidas el de este país, pero nunca dijo que entendía todo lo que se hablaba. Era para el jefe, el perfecto robot, que con una rutina diaria, cumplía todos los deseos y necesidades del estómago del hombre sin la charlatanería de ciertos personajes que habitaban la enorme hacienda.

Su vida dependía de su inteligencia y habilidad para disimular no saber qué se decía frente a él. Era muy inteligente. Hábil y silencioso. Por lo que el amo nunca se cuidaba cuando venían los traficantes, altos funcionarios y gente que hacía jugosos y sucios negocios con él. El muchacho, estaba profundamente enamorado de Glenda, una pelirroja, comprada en un suburbio del Bronx a una madre adicta al crack. La niña llegó con doce años, apenas hablaba inglés y aprendió pronto los ritos de la manada: diversión y silencio.

El actor le ofrecía un negocio. Una película con la vida de su famosa madre, una antigua (no era tanto) actriz de Holywood; casada diez veces con actores, directores y hombres de dinero que la habían amado y usado para lograr el éxito en el cine.

El magnate, desconfiado y sutil, le preguntó cuánto quería de porcentaje. La risa retumbó en los dos mil metros de la casona. Aves y lagartijas huyeron de sus escondites con esas risotadas. Llamó a Kalil, que estaba a cierta distancia y le ordenó que le trajera un cóctel especial... el muchacho lo miró distraído y asintió. Un tremendo temblor le traspasó la espalda. Ese brebaje tenía una droga muy adictiva que a la larga mataba a los que la consumían, pero como siempre hizo lo que le ordenaba. Solamente que no puso ni la mitad de lo que generalmente debía. Total el actorcito saldría pronto ante una señal que les diera a sus "ayudantes". Cuidadosamente armó el trago, el color era exacto al que solía preparar, pero no incluía tanta droga, de lo contrario iba a suceder lo que unos meses atrás pasó con un comerciante que quiso aprovecharse del amo y se estrelló a pocos kilómetros de la hacienda. Ya vería qué le diría su jefe si el joven no se mataba tan pronto en el camino al aeropuerto.

Salió éste y sacando su hermosa Ferrari, se alejó con un mentiroso asentimiento del jefe. Esa noche el hombre maltrató a varias chicas. Uno de los ayudantes hablando con otro se refirió de modo furibundo. ¡Este hijo de puta es un Tirano! No sabía que Kalil sabía lo que decía. Todos creían que no entendía el idioma del lugar. El joven supo que algo iba a suceder. Y se alegró de adelantarse con su inocente frescura. Le acercó al jefe unos bocadillos de sabores exquisitos y un wysky en las rocas como siempre.

La luna se asomó entre las palmeras y entre las plantas se deslizó uno de los custodios. Tais tocaba el instrumento que dulcemente envolvían el calor del atardecer noche y Tais, danzaba descalza cerca del hombre. Dormido y roncando, no escucharon ni vieron la figura, casi invisible, vestido totalmente de negro del custodio. Un fogonazo y allí quedó el tirano, quieto enfriándose mientras la música y la danza marcaban un compás de armonía y belleza.

Kalil, se acercó a Glenda y en un perfecto inglés le dijo: "Debemos huir esta noche" y ella, tomándolo de la mano corrió tras los jardines rumbo a la libertad.  

 

                                                                                

EL TIRANO

 

 

Cuando vio el vehículo por el camino de piedras, se estremeció. Él había caminado de una posta a otra con botas de cuero hechas por su madre. Los pies doloridos y sangrantes. Una nube de polvo lo cubrió y sintió que las piernas ya no le respondían. Se tiró a un costado de la senda cerca del camino. El sol abrasador caía a pleno sobre las rústicas piedras que fueron en la antigüedad vivienda de campesinos pobres. El motor y el vapor tremolaban en la distancia bajo un manto de tierra y pequeños guijarros que servían de sostén a la tierra. Sintió el murmullo de un arroyo cercano. Descansó unos minutos y se dispuso a acercarse al agua y beber.

Caminó un corto trecho y se detuvo. Allí se encontró con un cuerpo desgarrado por las alimañas del lugar. Era un cuerpo humano. Sólo se podía distinguir algunos de sus miembros. Salió disparando. Corrió y sólo se oía el jadeo de su garganta seca.

Llegó a avistar las primeras casas de una población pequeña. Vio la puerta abierta de una casa. Se detuvo con la mano en el pecho que parecía una máquina infernal. Era tan pobre que nunca había visto una vivienda tan prolija y cuidada. Salió una mujer añosa con una herramienta. Amenazante y mal gestada lo increpó. ¡Vete de aquí, forastero, nadie necesita de otro pillo y ladronzuelo; bastante tenemos con el jefe!

El joven apenas podía responder a sus intimidaciones. ¡Madre, no soy pillo ni ladrón, sólo busco al boticario para darle una solución a mi abuela...! Ella está con calenturas y mucha tos desde hace días y le cuesta respirar. ¿Me puede ayudar diciéndome dónde está la botica? Vivimos en Águila Escondida, al este. Eso me dijo la abuela cuando me mandó a buscar ayuda. La vieja cambió de actitud, se desprendió del azadón que le mostrara para amedrentarlo y lo miró de arriba a abajo. Ven, acércate. ¿Cómo te llamas? Gabino, madre, y estoy muy asustado. Por el camino ví un monstruo como de acero y madera que echaba humo y sus ruedas, como de carro, se deslizaban con apuro por la senda. Yo me dejé caer. Me dio sed y al oír el murmullo del agua, fui hacia el arroyo y allí... allí, había un cuerpo muy comido por los lobos o perros o no sé si el demonio lo había destrozado. Pero salí echando pedregullo con mis pies porque el terror me empujaba. ¿Por qué nadie buscó esa persona, si no está tan lejos de aquí?

¡Ay, muchachito estúpido, no sabes nada! El dueño del condado es quien maneja esas vidas. Un error y quedarás igual. Mejor vete. Acá no se puede hablar del dueño. Es el propietario de todo y de todos: campos, casas, animales y de los que vivimos aquí, en Tierra Alta. ¡El Don, no te lo voy a nombrar, te puede meter en la cárcel por el solo hecho de ser desconocido! Ese aparato que viste pasar por el camino es un coche o carro, que él ha traído de una ciudad muy grande y lejana. Se llama automóvil. Y es el único en las tierras de acá al mar. Vete.

¿Y cómo voy a llevar la medicina a mi abuela si no voy a la botica? No me voy a ir así, con las manos en los bolsillos. Traigo unas monedas que me dio la abuela, puedo pagar. ¡No las muestres, acá nadie puede tener dinero, todo es de don Livio! El muy tirano. (Dijo en un murmullo la anciana) te acompañaré, pero te prohíbo hablar una sola palabra. Puedo ser yo la que termine como ese que encontraste en el arroyo.

Gabino, la siguió diligente y sobrio. En silencio caminaron por las calles más desiertas que nunca viera. Nadie andaba por las callejuelas que encaraba la matrona. Él, sacaba de entre sus prendas, las pocas monedas que traía, cuando una mano áspera y nudosa lo atrapó. Era un gigante de fiera mirada. Lo escrutaba con insidia. Se dirigió a la vieja. ¿Y éste, quién es? ¿Por qué tiene dinero?

La vieja temblando masculló... es mi ahijado de Águila Escondida; viene a la botica por un remedio para su abuela. No es de esta zona y ya se vuelve a su campo. El tipejo, lo soltó dándole un golpe en la cabeza como una palmada fuerte. Que se vaya. ¡Acá no queremos indiscretos que anden hablando mentiras por ahí! Sí, compra la medicina y parte corriendo para curar las fiebres de su abuela, mi comadre. Mintió como la mejor, la anciana. El miedo a don Livio es el freno a cualquier descuido. La botica era oscura y lúgubre. Un viejecito de abdomen abultado, gafas de vidrios gruesos y bastón, salió tras una cortina ruinosa que fuera en algún tiempo color violeta. Habló dos palabras con la anciana. Gabino supo que se llamaba Joaquina y era pariente del herbolario. Le entregó un brebaje y el niño sacó dos monedas, que recibió apurado y escondió súbitamente en un enorme frasco con polvos medicinales. El Patrón, don Livio no debía saber que había recibido dinero. Se lo quitaría al instante uno de sus capataces.

Gabino agradeció, besó la mano de ambos y salió corriendo por una senda oscura, para dejar lejos los ojos de cualquier persona. A la distancia vio pasar el móvil dejando un asqueroso olor a excremento, un humo ácido y penetrante que invadió el follaje del atajo. Por allí, los ancianos caerían por su culpa en manos del tirano.

Ya era noche adelantada cuando Gabino llegó a su casona. Entregó la medicina y relató a su familia la aventura que le tocó vivir. ¡Gracias al Altísimo, no había en Águila Escondida un Tirano!

lunes, 11 de noviembre de 2024

HOY, EL PERIODISTA ENTROMETIDO

 


            Se llama Aarón Bermúdez. Tiene nombre de pastor televisivo, pero es un recalcitrante agnóstico de palabra y acción. Nadie lo quiere, ni en el diario, ni en la radio y menos en el café. Lo conocí en un reportaje que me mandaron a hacer en el Huentala a un personaje ignoto. Bueno después descubrí que era un espía israelí. Allí fue como quedé enganchada con el gran Aarón Bermúdez.

            Esa mañana había una fuerte tormenta de aire helado proveniente de la cordillera, cuatro grados bajo cero, decía la locutora de Cadena tres, eso en Córdoba en Mendoza menos cinco. Una cebolla en lana y piel me cubría, un taxi me tomó a contramano y el café de mi mano voló en busca del cordón de la vereda. Ya sé, no debo ensuciar mi ciudad, pero está tan sucia con cada personaje que la transita, que ni en Nepal, se podría encontrar quien la limpie. Así llegué a destino y él, estaba allí.

            Su barba renegrida abrazaba las palabras engreídas, su boca masticaba desconcierto en un inglés deformado. Aprendí codo a codo su innegable testarudez. El tal israelí, no era lo que aparentaba y él, supo encontrarlo en un camino lleno de vericuetos. Entre las gafas oscuras de siniestro merodeador, Aarón, descubrió que ese aparente desconocedor de nuestra ciudad era nada menos que un enviado de su gobierno para investigar algún complot que daba vueltas entre el país trasandino y el nuestro, contra ellos. Bueno, yo me enredaba en el cable de mi curiosidad. Él, despreciando mi coraje de notera, me hizo señas para que sólo escuchara.

            Pronto y al descuido, le lanzó dos preguntas que dejaron boquiabierta al desgarbado envío de la “mozad”. El tipo estaba disfrazado de turista, pero unos detalles casi imperceptibles, hicieron que Aarón descubriera gato encerrado. Yo no hubiera sospechado nunca la conexión entre los servicios  de países como esos y el nuestro. Y digo esos y no digo ese, porque otro fulano con cara de andinista desencontrado con el Aconcagua, resultó ser de la CIA. Todo eso me puso en la mira, nada menos que de los peores enviados de esa guerra entre países en perpetua batalla. La cuestión que de pronto nos vimos rodeados de un puñado de “turistas” que pesaban por lo menos cien kilos, con cara de gansters y mirada de hacha. Me dejé atrapar por la voz susurrante de uno que adiestraba su único ojo, el otro le faltaba detrás de una cicatriz que anunciaba alguna guerra perdida en el tráfago mundial. –“Lárgate” – dijo amablemente – y sus manazas parecieron tenazas sobre mi hombro. Él, Aarón interpuso su aliento necrófilo y tomándome del brazo, me atrajo hacia sí e insistió en preguntar sobre la tarea en cuestión que ellos querían esconder.

            Chorreaba mi lápiz transpiración, igual temblaba el micrófono manual y yo sonreía estúpidamente para tratar de mostrar indiferencia. Comenzó una discusión febril entre los hombres y Aarón, yo sólo sostenía mi miedo con las manos y rebotaba entre miradas asesinas. Cuando salimos, sentí que mis piernas estaban trémolas y mi vientre apurado. Un negro coche nos siguió por las calles oscuras. Mi legítimo terror me acompañó hasta el diario. Allí se descompuso hasta el inodoro, que austero, recibió mi temor.

            Las portadas chismosas de todos los periódicos destrabó el silencio de “los turistas” de incógnito y fue un río de noticias y desmentidos que aparecieron por semanas. De notera de chismes sociales a novel pesquisa de espías internacionales, sólo logré tener llamados anónimos a mi celular y la amistad del viejo Aarón Bermúdez, el mejor reportero que pude conocer. ¡Ah, gané un premio internacional a la noticia más espectacular del año! Eso de ser sólo una ignota periodista es tal vez lo que me permitió huir a estudiar a Francia.

           

¡QUE HISTORIA PUEDO RELATAR!

  

Hace como un siglo que estoy tirada aquí. Me han tratado de robar, de vender, de usar como masetero y ahora gracias a no sé bien qué o quién, estoy en medio de la vieja cocina de la estancia en donde vivieron mis únicos dueños. Tres Jesuitas, que llegaron con un burro, dos vacas, varios ornamentos sagrados y su cruz.

Tengo como doscientos años. Me fraguó un herrero en Jaén y fui a dar a Sevilla, desde donde en un barco me trajeron a las américas. Y a este lugar, que en un tiempo lejano, era codiciado por mucha gente. Todos hoy, son almas en pena. Todititos muertos. Pero yo, persisto y cada vez, parece que soy más apreciada.

Cuando me bajaron del lomo de la mula o burro, eso está en discusión aun, el padre Jordi, que tenía un hambre de los mil demonios, con perdón del Santísimo, me miraba sonriendo y expresó a mandíbula batiente que me llenaría con toda la riqueza que daba esta tierra. ¡Y fue así! Pronto, con ayuda de unos nativos y algunos hombres africanos, acarrearon piedras, piedrotas y piedrazas, construyendo un convento con tres habitaciones, una enorme cocina, un excusado, con perdón de las damas que me miran; y luego comenzaron la iglesia. Magnífica, con su crucero en igual posición que las de toda Andalucía.

Rodeaba un terreno amplio todo el edificio. Un río cercano desplegaba sus aguas puras de manantial bajo las piedras del convento. Se armó rápido una chacra y corrales con aves y puercos. Era una delicia despertarse a la mañana con las campanas y los cantos de gallo. El padre Manuel, leía en voz alta para todos, el breviario y el padre Toño rezaba la misa en el patio. Yo aun repito las jaculatorias y a veces, a pesar de mis años, rezo en latín las Letanías. La gente no escucha mis plegarias. Sólo el viento que hace subir o bajar un suave silbido por mi cuerpo, parece entender que estoy orando.

EL FORD “T”

 


Llegar desde Rosario de las Dunas hasta Rincón de los Eucaliptos, en 1938, era una larga y preciosa odisea. No había un camino, eran huellas que se dispersaban por los trigales y maizales, como collares de talco, si no llovía. Si llovía más que odisea era la aventura más loca que pueda alguien idear.

Mi madre, por razones varias aceptó ser maestra directora en la escuela de Rincón. Decir escuela es una falta de respeto a la dignidad de las escuelas. Era una tapera. Dos cuartos con techo de paja brava y piso de tierra apretada por el zapateo feroz de los niños que se apiñaban cada mañana después de ordeñar y hacer las tareas que sus mayores les asignaban en las chacras.

El lugar era una mezcla de gente gringa y criollos. Había vascos, italianos, polacos, españoles y criollos. Según los forasteros, (léase: los gringos), un montón de “fiacas” que sólo sirven para montar y pialar. Los criollos dicen que los gringos son ladrones y que esas tierras son de sus ancestros indios…, vaya uno a saber, que hubiera sido de todo ese campo, sin el arado de los gringos.

Al principio, mamá viajaba hasta Coronel Jiménez en tren. Allí le dejaban una jardinera atada al palenque del único empleado del ferrocarril. Ella ascendía como podía, siempre cargada de objetos varios, y chasqueando las manos, salía al trotecito el zaino o el tordillo, que le servía de guía y compañía. Sola por los largos caminos polvorientos, cantaba o rezaba el rosario, según estuviera tranquila o con problemas con papá. Él, tenía muy mal carácter. Era un hombre adusto, serio y malhumorado. Nada lo hacía feliz y mamá solía llorar a escondidas. Papá trabajaba en una empresa de acopiadores en Trenque Lauquen y viajaba a Rosario de las Dunas cada fin de semana. Eso aliviaba a la familia, porque los fines de semana siempre había algo para reparar o comprar en los almacenes de la zona. Pero tarde o temprano arreciaban las discusiones. Mamá tenía una educación de lectura fácil y diálogo. Papá tenía ideas impuestas por un padre rígido que había escapado de no sé qué guerra europea. Cuando se conoció con mamá, él, fingió ser educado como ella, porque a decir verdad, mamá era la chica más linda del pueblo. Eso lo contaba el talabartero, que para mi hermana y para mí… estaba enamorado de mamá. En silencio, porque jamás lo vimos o escuchamos decir nada malo. Conquistada mamá se casó, con el disgusto de su madre, pero mi abuelo, vio en mi padre un hombre formal, respetuoso y trabajador. ¡Yo creo que eso no basta! Mamá sufría mucho y creo que después de nacer Verónica, mi hermana, no quiso tener más hijos.

Ella siempre nos dice que cuando fuéramos grandes, íbamos a comprender. Pero yo siento acá, en el pecho, que papá no la quiere. Que por orgullo de tener a la mejor candidata del pueblo, se casó con ella. Verónica dice que soy un payaso y que de amor no sé nada; pero yo entiendo que si uno quiere a alguien, no lo hace sufrir.

Bueno, vuelvo al tema de la escuela. Cada lunes tempranito mi mamá se enfrentaba al difícil viaje y a sus alumnos. Tenía chicos de varias edades. Rústicos, tímidos y con dificultada para aprender el idioma español. La mayoría hablaba un dialecto o un chapuceo de castellano con palabras del idioma de sus familias. Ojo, que había familias que tenían mezclas de varios países: italianas con polacos, criollas con alemanes, españolas con ucranianos…, era importante para ellos que las mujeres fueran regordetas y trabajadoras. Muchos tenían ojos azules como el mar y otros cabellos de color de girasol. ¡Era lindo verlos en sus chatones ir por los caminos en caravanas al pueblo! El griterío era fantástico, pero a la hora de comerciar, se entendían igual.

Esos eran los alumnos de mamá. La maestra de campo más dulce que pudo existir. Los muchachos llegaban con las manos ampolladas de manejar la hoz o el arado, las niñas llenas de sabañones de lavar con agua helada. A veces mami, tenía que romper con un martillo la capa de hielo que se formaba en el agua que bebían o limpiaban los viejos pupitres de madera. Muchos aprendieron, otros fracasaron y mamá lloraba en ocasiones junto a los padres. Bueno en realidad a las madres, que en general, quieren que sus hijos sean mucho más que ellas. El hombre, creo que se conforma con las cosas más simples. “Que escriba su nombre y sepa que no lo engañan los patrones.” Y allí se quedaban con el ábaco en la cintura, para contar los terneros o las ovejas que esquilaban o las bolsas de cereales. Algunos eran dueños de sus tierras y los padres querían que aprendieran más.

Yo tenía doce años cuando fui por última vez a la escuela donde mamá era directora maestra. Ahora, con la edad que tengo, no me atrevo a ir a Rincón de los Eucaliptos. Dicen que le cambiaron el nombre al pueblo y le pusieron el nombre de un político que fue senador de la zona. No les queda ni la vergüenza. El tren ya no pasa y cerraron la escuela. Bueno, la nueva que con esfuerzo hizo construir mamá. Ayudaron mucho los gringos. Rifas de chanchos, cuadreras y tabas, o kermesses donde se conocían las jóvenes y se formaban las nuevas parejas. Quedó linda. Un enorme salón con tres aulas, dos baños, una cocina y en el patio, enorme, el mástil donde flameaba la inconfundible celeste y blanca. Allí se juntaba la gente. Era el club social, deportivo, cultural y filantrópico. Ahora sé qué quiere decir filantrópico. Vino un inspector de Rosario y otro de Buenos Aires a la inauguración y trabajaron tanto que por un mes se cerró la escuela. Mamá, orgullosa mostraba que había logrado tener una biblioteca y una vieja pianola, que donó una abuela italiana, de otro pueblo cercano. Hubo todo lo que debía haber: cantos, discursos, (el que pronunció el presidente de la cooperadora no lo entendió nadie ya que habló en un dialecto italiano, mezclado con algo que parecía español) y luego bailes regionales. Cada familia trajo un plato de comida típica de su país. Fue una verdadera fiesta.

Después de eso pasaron varias cosas. Murió mi abuelo Efraín y mamá heredó la chacra, el negocio y pudo comprarse un auto. El “Ford T ” que parecía un alma en vilo. Por el camino lo fue haciendo rodar tío Carloncho. Y esa fue la historia central del pueblo y la región por años.

            Mamá asumió que debía demostrar que sabía usar ese vehículo. Subió, sin sacarse el sombrero ni los guantes, comenzó a dar vueltas y vueltas alrededor del edificio escolar. Todos aplaudían y saludaban su paso. Don Zenón Rosales, que montaba su rocillo, advirtió que mamá no sabía parar. Aparejó el caballo, se subió al estribo y haciendo una maniobra espectacular, detuvo el auto y a mamá que sudaba como un árabe en dificultad, con alegría le dio las gracias.

Dicen que todavía se habla del apuro que pasaron con el atrevido esfuerzo y la maniobra gaucha

VATICINIO

 

            La depositaron frente al portón del Instituto de Menores. Era menuda y tranquila. Esperó a que alguien se acercara sin hacer demasiado ruido. La encontró el portero, hombre rústico que conocía a cada niño del hogar. Llamó a la regente, que se acercó mirando con sorpresa a la pequeña. Ésta, no quiso que la tocara y trató de quedarse allí. Pero fue imposible. Don Lelio la tomó como quien alza un paquete grande y la llevó al interior del orfanato. Parada sobre el escritorio parecía una figurita de greda cocida.

La mujer la estudió.  Observó detenidamente su rostro, su ropa de buena calidad, sus zapatos y el cabello limpio y bien cuidado. Descubrió, bajo el saco de lana tejido, una papeleta arrugada con la palabra: “Lunática”. Ambos rieron porque una cosa así, tan chiquita, era imposible tratar de “loca”.

Unas breves preguntas y la señora supo que se llamaba “Anunciada”; que tenía tres años, ya que mostró tres deditos. Estaba callada. No contestó nada más. La llevaron con una asistente. Renata, la joven auxiliar, le puso ropa adecuada. Continuó en silencio. Después de varias semanas, tan pronto cantaba o reía como lloraba sin motivo o gritaba en la oscuridad.

Se quedaba en un rincón lejos de las otras niñas, ya que la mayoría eran deficientes o con síndromes extraños. ¡“Generalmente abandonan por esa causa a las niñas!”, solía decir la directora. Pero ella era hermosa, sana y había sido alimentada. ¡Era muy extraño.¿Qué había sucedido con sus padres?

Cuando Anunciada se acostumbró al lugar, se acercaba a las pequeñas si le parecía que estaban en peligro o hacían algo que les podía producir un problema. Tanto Renata como don Lelio, observaron que desde su llegada, las huéspedes no habían sufrido accidentes tan comunes a esa edad y en ese lugar.

Un día, la asistente entró al dormitorio y la observó acunando a una nena afiebrada. La consolaba. Le sonreía y su mano blanca y chiquita, acariciaba su frente calmándole el dolor. La sorpresa fue grande. La asistente comentó con la directora y todo el personal y comenzó a mirarla de otra forma. Era una niña singular.

Pasaron dos años. Nadie quería que se alejara, pero no podía quedarse. Por orden superior, tanto tiempo en el instituto era imposible. Con dolor debieron desprenderse de ese ángel llamado Anunciada.

 

 

 

La entregaron a una familia sustituta como era de suponer. Así es la Ley

            En la casa adoptiva, estaba más silenciosa. Tenía miedo. Al cumplir los siete, la madre del corazón, la descubrió mirando unas fotos viejas y Anunciada le fue diciendo el nombre de cada uno de los que aparecían en ellas. Nunca, la mujer, había nombrado a ninguno. La niña “insólita” conocía si vivía o estaba muerto, si visitaba la casa o hacía años que no se veía con su actual parentela. Cada vaticinio que expresaba, sucedía fatal e inefablemente.

Nada resultaba claro. Cada augurio se concretaba siendo inexplicable para el entorno. Ella no llegaba a comprender “eso” que le sucedía. Se distraía con los ruidos; urgiendo a las sombras a irrumpir en el vacío. Veía señales a su paso. De día y de noche. Siempre la tentaban con sutiles engaños. Bajaba la vista siguiendo al instinto de no consentir la trampa propuesta. Absorta, delicada y cautivada con las visiones continuó creciendo.

A veces jugando, perseguía un perro callejero, iba tras un carro de mudanza o llegaba a la calesita. Don Cipriano, conociéndola, le permitía subir a dar unas vueltas. Ahí soñaba hipnotizada con su fantasía. El maquinista del “tío vivo” sabía que cuando le solicitara a los padres del amor, le pagarían.

Creció sin mucha instrucción, en la escuela, no duraba en el aula. ¡Era tan inquieta! El médico de la familia le hizo pruebas que superó. No era débil mental. Era indómita, les advirtió.

Creció alertando, a quienes conocía, de los extraños sucesos que le podían ocurrir. Si le creían evitaban una contrariedad. Caso contrario solía sobrevenir alguna catástrofe personal o familiar.

            Salió una mañana a caminar como cada día y se perdió en la ciudad. La familia cansada de sus extravagancias no la buscó. Regresaría cuando quisiera o necesitara volver. Ya lo sabían. Caminó y caminó. Frente a un edificio que creyó maravilloso, se detuvo. Ingresó a la biblioteca más completa del país. Comenzó a pedir libros que devoraba.

De noche bailaba en la calle y descubrió que los mirones le dejaban dinero por sus extrañas contorciones. Comía poco pero no sentía hambre de alimento, sólo de páginas y páginas. Anunciada, cuando había pasado varios meses, regresó a la casa. Se alegraron sin sorprenderse. Traía un bagaje de conocimientos que le había develado su condición de vidente nata. ¡Esa era su locura infantil! No era demente, era visionaria.

Cumplió quince años. Regresó al instituto y les relató cómo había descubierto las enfermedades de sus compañeras, quienes se iban del lugar, quienes pasaban a ser ángeles tutelares. Supo del amor de Lelio y Renata. Siempre se amaron y nunca se atrevieron a aceptarlo. En fin, ella tenía premoniciones. Sabía por qué la dejaron en el Instituto. Temor, horror a lo desconocido, escrúpulos frente a lo inexplicable. Ignorancia.

En sueños veía la cara de sus verdaderos padres que vislumbraron su condición de videncia. La tortura que sufrieron por dejarla abandonada. Pero creían que era hija de “Lucifer”.

Un vecino, le pidió ayuda para encontrar a un hijo perdido. Esa fue la primera vez. Lo encontró en un tugurio de adictos. Le valió para que llegaran muchos en búsqueda de auxilio a varios sucesos. Apoyó a todos. Quedaba agotaba por lo que cada tanto huía y se escondía vagando por la ciudad. Así conoció gente igual. Eran tildados de raros. Especialmente los que se negaban a asistir en oscuros hechos policiales.

El comisario Fretes, le envió un sobre con fotos, una mañana de verano del 2005. Necesitaba que encontrara la verdad en un caso de una rara muerte por estrangulación. Le cambió la vida.  Anunciada entró en un infierno.

No podía escapar de esa maraña de seres diabólicos. Los fantasmas del averno la querían doblegar hacia la oscuridad. Entonces, tomó la decisión de enmudecer. Nunca más habló y su silencio, la acompañó hasta ese día, que ella conocía bien, en que se sumergiría con el pequeño bote en el lago de la casa de campo donde envejeció.

           

 

sábado, 9 de noviembre de 2024

ESA VIEJA HISTORIA DE AMOR ENTRE UN VASCO Y UNA ESCLAVA

  

Sebastián, un joven descendiente de vascos y de oficio peón viticultor, conchabado en una viña ubicada no muy lejos de la plaza de armas de la ciudad, luego de participar del oficio religioso dominical ofrecido en la capilla de la hacienda, practicaba con otros jóvenes compañeros de labor su juego favorito: la pelota vasca. Pero ese domingo, algo raro ocurría a Sebastián pues siendo el más habilidoso en tal juego aquel domingo en cuestión no acertaba a devolver ninguna pelota, ni lenta, ni rápida. Cansado de correr y correr de una punta a la otra de la cancha, finalmente y para sorpresa de sus compañeros, se sentó sobre una piedra ubicada en un costado, lió un cigarro y se quedó abstraído mirando la pared trasera de la capilla, aquella que era usada como frontón. Sebastián no solo era  admirado por su destreza en el juego sino que era muy apreciado por ser un trabajador incansable, aguantador como el que más, de una honestidad intachable, jovial, generoso y buen amigo de sus amigos. En vano sus compañeros lo indagaron buscando comprender semejante actitud tan distante a la personalidad habitual de Sebastián. El mutismo fue total. ¿Qué había ocurrido? Muy temprano, aquella mañana de domingo y como era su costumbre, Sebastián se encontraba en el canal lavando sus ropas cuando no muy lejos vio un carretón que se acercaba, sobre el pesado armatoste, y no obstante la distancia, se podía reconocer a un conjunto de figuras de piel muy oscura. Sebastián se dijo: -"Deben ser los nuevos esclavos y sin darle mayor importancia a la escena siguió lavando su ropa" -¿Qué hubo Sebastián? El saludo del carretero eufórico seguramente por regresar al pago, luego de meses de ausencia, hizo que Sebastián levantara la mirada y ahí fue que ocurrió el milagro. En medio del transporte y rodeada por otras personas a quienes no prestó la menor atención, viajaba una hermosa africana de esbelta figura y no más de veinte años. Las miradas se cruzaron, el flechazo fue mutuo y esa mañana de domingo comenzó a gestarse un amor que duraría hasta la eternidad.

             Era costumbre por entonces en esa y otras haciendas que los amos, en este caso Doña Etelvina, una joven y resuelta viuda, enseñaran personalmente a sus nuevos esclavos rudimentos de español, de catecismo, de las tareas que habrían de desempeñar a futuro, modales higiénicos, de mesa y por sobre todas las cosas a acatar el principio de autoridad como algo inviolable y a entender que las cosas eran así porque de ese modo lo había dispuesto Dios.  ¡Y las leyes de la naturaleza! Finalmente debían comprender que la vida no era más que un tránsito hacia la verdadera vida, a la que todos podían acceder si se comportaban bien por difícil que fuera ese tránsito. Todo esto Sebastián lo sabía, como que también sabía que aquella tarea de iniciación duraría no menos de dos meses, lapso en el cual le sería muy difícil entrar en tratos con la recién llegada. Los días se le hicieron eternos, sólo en una oportunidad pudo verla unos instantes. Una mañana como tantas en la que marchaba con Felipe, su mejor amigo y confidente rumbo a la viña, se distrajo contemplando el vuelo de unos patos luego de haber transpuesto el zanjón, entonces fue que la vio. La africana caminaba entre la bruma matinal en dirección al canal con un atado de ropa sobre la cabeza, su andar era sereno y cadencioso y daba la impresión a la distancia, que sus pies apenas si rozaran la tierra. Sebastián quedó petrificado, con los ojos desorbitados, era sin dudas mucho más bella y elegante que el recuerdo imaginario que lo había desvelado tantas noches. Al advertirlo, la esclava se detuvo, Sebastián le sonrió al tiempo que la saludaba quitándose el sombrero y con un brazo en alto, ella respondió el saludo pero apenas esbozando una triste sonrisa. Felipe que se había adelantado unos pasos, al advertir el retraso de su compañero, volteó la cabeza y pudo contemplar la escena, fue entonces que Felipe comprendió y al instante se formuló el designio de no molestar a su amigo con preguntas inoportunas. El domingo siguiente, luego del consabido oficio religioso, el cura informó a los presente que, aprovechando las festividades de San Juan Bautista en una semana se realizaría el solemne bautismo de los nuevos esclavos y de aquellos niños que habían nacido recientemente en la hacienda y sus alrededores. Tampoco esa mañana Sebastián quiso jugar a la pelota vasca declinando el ofrecimiento de sus compañeros, por el contrario, más taciturno que nunca marchó hacia el canal y se refugió bajo un sauce para oír  en silencio el rumor de las aguas. Felipe que lo había seguido a la distancia fue a sentarse a su lado, armó dos cigarros, ofreció uno a su amigo y ambos quedaron fumando hasta que por fin Sebastián, luego de exhalar unas cuantas bocanadas habló:

- Felipe, tengo  que tomar una gran determinación.

- ¿De qué se trata?.

- Estoy enamorado.

- Ya lo sabía.

- Y, ¿por qué no me lo dijiste antes?

- No se, tal vez por respetar tus reservas, tu silencio o simplemente por imaginar que podría llegar a importunarte.

- Tú sí que eres un buen amigo.

- Trato... pero bueno, ¿qué es lo que piensas hacer al respecto?

- Pedir esta semana una entrevista a Doña Etelvina y solicitarla formalmente en matrimonio.

- ¿Lo has pensado bien?

- Creo que sí.

- ¿Haz reflexionado acerca de que quedarías pegado de por vida a esta hacienda? Que prácticamente renunciarías a tu condición de trabajador libre, a que si te hartaras de esta hacienda y de esta patrona podrías conchabarte como viticultor en cualquier otro lugar, inclusive en Chile, a que, ¿si un día quisieras abrir las alas y rodar por el mundo conociendo otros rebaños, otros cielos y otros soles sólo tendrías que contratarte como carretero o arriero?

- He pensado en todo eso y mucho más, mi querido Felipe, he pensado que tengo veinte años, que he sido huérfano la mitad de ese lapso, que ya ni sé lo que es una caricia y en que por sobre todas las cosas estoy enamorado, me gusta este lugar, me gusta esta gente y  me placen las faenas que aquí realizo. Además, ¿no has pensado en que bien podría ahorrar y algún día comprar su libertad?

- Todo lo anterior no te lo discuto, a lo mejor mis argumentos están más en arder a mis sueños que a los tuyos, pero eso de juntar el dinero suficiente como para lograr su libertad me parece una verdadera locura. A menos que te hicieras bandolero, salteador de caminos o la raptaras para ir a refugiarte entre los salvajes del sur, te aseguro que ni en tres vidas de trabajo en la viña, juntarías el dinero suficiente.

- He pensado pero...

- ¿Felipe, me concederías el honor de oficiar como padrino del novio?- dijo Sebastián.

- O sea que... ¿la suerte está echada?

- Así es.

- Será entonces un gran honor acceder a lo que me pides.

            Puestos de pie, arrojaron las colillas al agua, se miraron largamente para quedar confundidos en un fuerte y prolongado abrazo. Esa misma semana Sebastián solicitó la entrevista con Doña Etelvina. A la patrona no le sorprendió el pedido, siendo Sebastián tan bueno y leal trabajador,  no puso reparos en otorgarla para el jueves al atardecer, luego que la campana de la capilla sonara indicando el  ángelus y consecuentemente el final de las faenas en la hacienda.            Introducido por el mayordomo en el salón donde la patrona despachaba los asuntos de la hacienda, vestido con sus mejores ropas, sombrero en mano y de pie guardando prudente distancia respecto del escritorio, vio de soslayo como Doña Etelvina entraba al salón y tomaba asiento. La imponente figura de su patrona a la que apenas se atrevía a mirar lo turbó, por un instante pensó en salir corriendo o inventar una excusa, algo así como un pequeño aumento o una corta licencia. La voz de Doña Etelvina lo sacó bruscamente de su embarazo.

- Buenas tardes, muchacho, aunque ya no se si debiera llamarte así, no había reparado en cuanto has crecido, si pareces todo un hombre.

- Gracias, señora.

- Pues bien, tú dirás, ¿qué te trae por aquí?

- Patrona, Doña Etelvina... es que yo, no, es que, es que usted sabe...

- En realidad no se nada... vamos muchacho... ¡qué no ha de ser tan grave!

- Vengo a solicitar su licencia para casarme.

- Desde ya la tienes, pero no te hace falta, eres hombre libre. O es que será que me quieres pedir como madrina de tu boda. ¿Es eso, verdad?

- Eso además sería fantástico.

- Y para mí un gran honor, conocí a tus padres y jamás olvidaré la pena que me causaron sus muertes durante aquella horrible epidemia. Pero no entiendo eso de que además...

- Porque hay algo más.

- ¿Y qué es ese algo más que te tiene tan nervioso?

- Es acerca de la novia.

- ¿Qué hay con la novia, no es de aquí y quieres licencia para mudarte a otro sitio?

- No es eso, al contrario es bien de aquí, tanto que usted es su dueña. Se trata de la joven esclava nueva que el domingo va a ser bautizada y presentada en sociedad.

- Vaya... vaya... conque de eso se trataba. Te confieso que me has sorprendido, pero en fin, has pensado seriamente en el asunto?

- Si, lo he pensado.

- ¿Has medido, siendo aún tan joven, los riesgos que semejante vínculo te pueden acarrear de por vida?

- Supongo que sí.

- ¡Pero... si ni la conoces...!!!

- La he visto dos veces y aún sin haber intercambiado ni media palabra, sé que estoy enamorado, como nunca lo estuve. Además tengo la plena convicción de ser correspondido.

- Bueno... te prometo pensarlo y si mi resolución fuera positiva la anunciaré el domingo luego de los bautismos.

            Dicho lo cual, poniéndose de pie dio por concluida la entrevista. Sebastián aguardó a que saliera de la sala y trastabillando, se retiró él también con un nudo en la garganta y a punto de estallar en llanto.

            Doña Etelvina efectivamente pensó el asunto mucho más de lo que Sebastián hubiera imaginado. Siendo una joven viuda en una sociedad patriarcal, donde a diario se las tenía que ver con hombres para discutir los más variados asuntos propios de la hacienda, su carácter era por demás receloso y desconfiado. Lo primero que hizo fue indagar los sentimientos de la esclava, la africana a pesar de su media lengua, entendió perfectamente las preguntas de su ama y por primera vez en los casi dos meses de residencia en la casa de la hacienda,  su rostro mostró una amplia y hermosa sonrisa. Luego y sin articular palabra, de sus ojos comenzaron a brotar copiosas lágrimas, para finalmente postrarse ante su ama y besarle los pies.  A pesar de la dureza de su carácter, Doña Etelvina se conmovió sobremanera. ¡Un casamiento por amor, no era lo corriente entre los de su clase! Ella misma, siendo poco menos que una niña, había sido entregada en matrimonio por su padre, a quien le cuadruplicaba la edad. De ese matrimonio arreglado, le quedó la hacienda y dos vástagos, los cuales a pesar de haber sido cuidados sin economizar desvelos o precisamente por eso mismo, le salieron algo botarates; por sobre todo nada afectos al estudio, al trabajo o a las responsabilidades en general. Pero más allá de sentimentalismos, para Doña Etelvina, la esclava era definitivamente una inversión. Tal vez la mejor que realizara desde que se hiciera cargo de la administración de la hacienda. Efectivamente, la africana había resultado ser sumamente dócil y por demás  inteligente, aprendía sin dificultad las tareas que se le enseñaban, era aseada, prolija, diligente y prometía ser una excelente cocinera. Su determinación hubiera sido negativa si no es que el domingo en que la tendría que anunciar no hubiera sostenido una larga charla con su confesor antes de la misa. El religioso finalmente la disuadió argumentando que existiendo un lazo amoroso tan  fuerte entre esos jóvenes, la negatíva no haría más que potenciar esos sentimientos, en cuyo caso no sería de extrañar que a la larga o a la corta se fugaran quedando la patrona sin su fiel peón y su excelente esclava. El matrimonio no tendría por qué modificar sustancialmente las cosas si las condiciones para acordarlo eran claras y precisas.

            Por fin ese domingo, se ofició la misa y se hicieron los bautizos. A Sebastián, si le hubieran dado la oportunidad la hubiera nombrado: Gacela,  pero esto ni pasó por la mente de doña Etelvina quien optó por nombrarla, santoral de por medio: Consuelo. El cura presentó a los nuevos cristianos y Doña Etelvina anunció formalmente el matrimonio de Sebastián y Consuelo para la primavera venidera, luego, pidió a Sebastián que se acercara y tomara de la mano a Consuelo. Hubieron aplausos generales, finalmente solicitó a la nueva pareja, que la siguieran hasta su despacho donde fijarían las condiciones de la boda. Como quien está muy acostumbrado a resolver asuntos, Doña Etelvina fue clara, precisa, y contundente al anunciar que: - Hasta que la boda se concretara se verían sólo los domingos luego de misa, pudiendo almorzar juntos y permanecer en mutua compañía hasta el atardecer, sin sostener trato carnal, caso contrario el convenio quedaría automáticamente anulado sin apelación posible!-. Sebastián tendría la posibilidad de ir construyendo un rancho, en lugar a determinar, pero cerca de la casa principal y junto al zanjón, para lo cual la patrona aportaría los materiales necesarios. Luego de la boda ambos tendrían una semana de licencia dentro de la hacienda, pasado ese lapso, Sebastián volvería a sus tareas y Consuelo, seguiría al servicio de la casa de lunes a sábado desde el amanecer hasta luego de servirse la cena. En cuanto a días feriados se fijaban los de los santos correspondientes y fiestas de guardar, salvo caso de enfermedad de la patrona, pues si eso lamentablemente ocurría, Consuelo habría de asistirla de día y de noche, de lunes a domingo sin distinción de días fastos y nefastos. Doña Etelvina ofreció elaborar y firmar el contrato correspondiente a lo que Sebastián, en su arrebato, se opuso terminantemente argumentando que desde siempre había servido en la hacienda siendo muy bien tratado sin que mediara papel alguno. Sólo se contentaba con que su patrona y Felipe fueran los padrinos, acordado lo cual, pidió licencia para besar las manos de su patrona y poder salir en compañía de Consuelo para dar el primer paseo y compartir el también primer almuerzo dominical.

             Tomados de la mano salieron de la casa alejándose lentamente, Consuelo, seguramente, poco y nada había entendido acerca del arreglo, sería Sebastián quien a media lengua y por gestos se lo haría comprender, sin embargo poco le importaba, en el fondo sabía que ella seguiría siendo esclava pero con la posibilidad de vivir un gran amor. Por eso, a mitad de camino entre la casa y el zanjón, detuvo la marcha y miró a Sebastián con una mezcla de amor, dulzura y agradecimiento inefables, lo estrechó entre sus brazos de ébano y lo besó en los labios tiernamente. La rígida patrona que había seguido la escena desde la galería no pudo evitar que se le escaparan unos gruesos lagrimones.

            Mientras los días se sucedían y al correr de los meses la primavera se acercaba lentamente, de domingo en domingo Sebastián, luego del servicio dominical, mostraba orgulloso a su prometida los progresos en la construcción del rancho. Con Felipe, en los escasos ratos libres, inclusive en noches de luna llena y no tan llena, habían ido levantando las paredes de dos habitaciones, una para el futuro matrimonio y la otra para que funcionara como cocina con espacio para una mesa. Luego, invariablemente tomados  de la mano, realizaban largas caminatas por el interior de la hacienda. Al atardecer se presentaban en la galería de la casa principal donde la patrona, a pedido de Sebastián, les daba la bendición en téminos tales como:- "¡Dios los bendiga, los ampare y los favorezca!"-. Semejante conducta despertó entre los peones y esclavos de la hacienda nobles sentimientos, todos querían colaborar de alguna manera de modo que cuando hubo que techar el rancho,  plantar los horcones y hacer la cumbrera para la pequeña galería, se armó una jornada de trabajo comunitario, lo que en quechua se conoce como "una minga". Don Joaquín que manejaba muy bien el oficio de albañil, supervisaba la obra a la vez, que personalmente construyó el fogón con un tiraje suficientemente bien hecho como para garantizar que el rancho jamás se llenara de humo. Así mismo; Don Carmelo, el carpintero hizo y colocó puerta y ventanas, ambos menestrales se opusieron gravemente a recibir compensación material, los respectivos aportes tenían que ser aceptados en calidad de regalos de boda.

            ¡Por fin llegó el día tan esperado! Fue toda una fiesta, donde se bebió, comió y bailó hasta el amanecer. La pareja tuvo la semana de mieles prometida y luego la vida continuó sin mayores sobresaltos. Sebastián ahorró y compró un caballo, con la intención de pasear por los alrededores, inclusive llegarse hasta la plaza de armas con su mujer en ancas los días domingos.

             Contra las voces de los agoreros que le sugerían que esas salidas podrían ser la excusa perfecta para una fuga, Doña Etelvina decidió confiar, de modo que los domingos, era un primor ver a la joven pareja pasear por la ciudad a caballo. El mayor placer de Consuelo era sumergirse en la feria dominical con unos pocos reales que le daba Sebastián, para regatear la compra de alguna pollera, blusa, camisa o pañuelo para su marido mientras el vasco, se permitía uno de los escasos lujos a los que era afecto: tomar unas copas con los amigos, jugar alguna partida de baraja o presenciar una riña de gallos. Luego almorzaban en una fonda y al atardecer se presentaban de regreso ante la patrona. A los pocos meses el vientre de Consuelo mostró ciertamente un avanzado  estado de gravidez. El parto no planteó mayores complicaciones y la pareja tuvo su primer y único hijo, un mulato verdadera síntesis de razas. El color de la piel y el pelo lo aportó Consuelo en tanto que los finos rasgos de la cara y la claridad de los ojos, Sebastián. La alegría se disipó muy pronto, exactamente el día en que hubo que resolver acerca de quién ejercería la propiedad respecto del vástago. Sebastián argumentó que siendo él hombre libre, su hijo también tendría que serlo. Doña Etelvina, por el contrario, afirmó que siendo hijo de su esclava el niño también era esclavo y en consecuencia propinad suya.

            La justicia dio la razón a Doña Etelvina, pero concedió a Sebastián la posibilidad de comprar la liberad de su hijo, luego de acordar y abonar un precio justo. Demás está decir que el precio fue alto como las nubes y que en esta oportunidad tampoco el joven aceptó firmar convenio alguno. El hombre no se amilanó, vasco tozudo como el que más, se formuló el designio de trabajar y ahorrar hasta ver a su hijo libre. Compró una vaca para asegurar una buena alimentación a Andrés, tal y como fuera bautizado el crío y de paso aprovechar para hacer y vender algunos quesos. De año en año engordó un cerdo para carnearlo y facturarlo mejorando la alimentación de la familia y a la vez para vender salames, morcillas o algún jamón. Lo propio hizo con un pequeño huerto que generalmente atendía luego de despachar sus faenas en la viña. Por supuesto, porque no todo es trabajo en esta vida, algunos domingos no perdieron la costumbre de pasear por la ciudad, al principio con el niño en brazos de Consuelo y luego montado en un caballito, que Sebastián compró y amansó personalmente para Andrés.  Llámese resignación, convicciones o lo que fuere, la pareja  no se resintió, por el contrario el amor creció al ritmo de Andrés y el trato con la patrona tampoco se alteró. Tanto fue así, que en más de una oportunidad, pudieron hacer excursiones de dos y tres días, la visita favorita la concretaban en la casa de Felipe que también se había casado y vivía con su mujer el la Villa de Lujan, lindante con el Río Mendoza. El día que Andrés cumplió quince años, se organizó una fiesta excepcional pues precisamente ese día Sebastián concretó el pago del cincuenta por ciento del precio fijado para liberar a su hijo. A las pocas semanas y contra cualquier pronóstico Doña Etelvina enfermó y a pesar de los cuidados recibidos, particularmente por parte de Consuelo, murió. Abierta la testamentaría la esclava y su hijo formaban parte del inventario, eran uno más entre las piezas de esclavos, toneles con vino, cubiertos, camas, mesas, manteles y demás que sería repartido a partes iguales entre sus hijos. Sebastián clamó por la libertad de Andrés argumentando que él había pagado la mitad del valor de la misma, pero no hubo caso, no habiendo constancia ni papeles escritos, primero los herederos negaron saber de algún acuerdo verbal y luego la justicia falló en su contra.

 

 

            No es cuento, se trata de una versión libre de un caso real ocurrido en tiempos coloniales en Mendoza, no se han consignado apellidos así como los nombres de los personajes son arbitrarios. Las pruebas están a disposición de los interesados en el Archivo Histórico Provincial

ALGUIEN EN SETIEMBRE IZARÁ PALOMAS EN TU PUERTA


 

¡Qué látigo  septiembre

con su tumulto de tiernos sauces

su estallido de panteras verdes!

 

Te caerá a la piel su junco roto

con la luna partida por las trenzas

nadie, entonces, cantará la aurora

 

la ventana venderá un arcángel

su sonrisa     su voz señera    cascabeles

abanicará noviembres tras las viñas

 

una hamaca de algas asombrará el cenit entre los prados

alambique de tornasol florido. Septiembre

ojos de cielo      sin frontera

un niño   juguetes desparramados  chocolates con forma

tamborcillo de lata    otro  otros

casi nada 

 

una mujer sobre la breve veta de la tierra. Desnuda

sin palabras. Y las palomas en un portal izando sus pálidas

plegarias. Setiembre sin argumento de pradera. Esperanza

nido con azaleas y malvones.

 

LA VOZ DE JOAQUINA


 

            Imagínate ver a la Joaquina en los corrales con las chivas mansas, ordeñando sus ubres rebosantes de caliente leche espumosa. Cantando coplas, mientras las manos diestras aprietan las tetillas y cae el dulce jugo en un balde para hacer quesillo. Imagínate, Ramiro, el balido urgente de tanta cría hambrienta. La Joaquina conoce a cada cabra por su nombre y a sus crías las va bautizando cuando nacen y ella les corta el cordón ayudando a la hembra en parición. Es hermoso ver el techo del rancho con la cumbrera a pleno de pértigas donde cuelgan las pequeñas formas de queso de color ámbar que se desembarazan de la grasa fina. Es un lujo del campo, Ramiro, acercarse y oler ese aroma a vida. Hay horas en el día que se penetra de aromas ancestrales. Algunas veces la Joaquina canta o llama con un silbido a las cabras que vienen a su lado. ¡Claro que la reconocen! Si es como su familia ese puñado de pequeñas bestias cálidas y de piel suave, con pellejas de variados tonos del blanco al marrón oscuro o negro. Ella, la pastora, nunca tuvo hijos. Pero vos Ramiro verás cuando llegues que ellas son sus hijas. Nunca ha venido a la ciudad, la Joaquina nunca salió de su rancho. Mañana cuando vayas, y le digas..., si no se muere, quedará violeta del asombro. Estará inmóvil del espanto. Sé dulce y tierno cuando se lo digas. Nunca salió del rancho, nunca vino a la ciudad y no sabe cómo es la vida fuera de ese allí. Venir a morirse ahora el patrón Don Braulio. Los hijastros vender el campo, ¿qué vamos  a hacer con ella? Morirá de pena.

            El ruido del auto de Ramiro despierta el balido de las cabras. Sale Joaquina a recibir al primo que viene de la ciudad. Él nunca se imaginó encontrar a tan hermosa mujer en medio de la tierra árida e inhóspita de la sierra. No la conoce. Es tan bella y tan ingenua como las flores del cardón que aprieta en su rústico vestido. Su cabello largo, suelto al viento, la envuelve como una mata de “barba del diablo” de color del trigo. El calor la apura y encierra rápido los animales entre los palos corraleros y las pircas que aun sobreviven a los viejos nativos de la zona. Prende un farol de vieja data y se entretiene en el fogón con un puchero. Saca una botella de leche fresca y corta rodajas de pan casero, jamón y choclos hervidos, que son el alimento, comen con el zumbido de los jejenes y las chicharras, cantando junto a los grillos entre los jarillales del patio. Apenas hablan. Ella llora en silencio. ¿Qué hará con la “Preciosa”, la “Blanquita”, la “Rubia” y la... una a una va nombrando sus cabras. Se desparrama un poncho de tristeza junto con el sol que dormita entre los quebrachales.

            Amanece calmo. Joaquina está lista. Abre los corrales para que las amigas pasten por su cuenta. Ya vendrán los nuevos dueños. Se lleva varios quesos y muy poco de sus pertenencias. ¡Tiene tan poquito y necesita tan poco ! Sus ponchos hilados con la lana de la“ Redondita” y del “Terco”. Sube muda, al coche, y van dejando huella de polvo seco y blanquecino mientras se alejan del rancho.

            Llegan a la casa del centro. Le aturden los ruidos y el movimiento histérico de toda esa gente que va y viene sin rumbo seguro. La dejan en su cuarto. Se mira por verse en un espejo y descubre que ha envejecido diez años en un solo día. Llora la Joaquina.

            Pasan unos días. No va a ningún lado atolondrada por las estridencias que siente a través de los muros. Una mañana cuando Ramiro, Jimena y el niño, comen en la cocina sienten un extraño ruido. ¡Sorpresa! La buena muchacha en su angustia ha roto el tabique con lo que encontró a mano, un viejo tenedor de alpaca. Quiere buscar del otro lado los rostros amigos, su nueva familia, que asombrada la observa y comprende.   Jimena se incorpora y la abraza. No es fácil consolar a Joaquina, pero su cariño alimentará la certeza de que no está en el mismo infierno como ella cree.

UN CAMPO DE LINO COLOR GLICINA

 


Subí al vagón número trece y me senté en uno de los primeros asientos. El murmullo se acompasaba con el triqui traque del movimiento del viejo tren. Miré detenidamente a mi alrededor y vi una familia de campesinos que con varios niños, se movían a un ritmo teatral. Me distraje con un hombre de gabardina oscura que leía con unas gafas que parecían largavistas. Luego, la vi. Era una joven vestida de seda color glicina, con una larga trenza de cabello ceniciento y que sobresalía de una pamela de paja bien tramada de cierto tono amarillento. No pude ver su rostro, ya que buscaba algo en su bolso de tela adamascada.

En la estación de Valle Regina, caminó hasta la puerta por el pasillo y descendió. La vi caminar a la par del coche que tomaba velocidad y la perdí de vista. Me adormecí. Cabeceé y luego puse atención al butacón donde había estado sentada. De cada espacio manaban pequeñas gotas de sangre.

Se fueron juntando hasta formar un pequeño charco con la forma del cuerpo de la muchacha. Me sorprendí. ¿Qué era eso? Un pequeño milagro en ráfagas de misterio inexplicable.

Siguió el convoy surcando el intenso rielaje del ferrocarril. Cuando se acercó a la estación de Villa Hermosa, observé los campos de maíz que reverdecían y en una de las plantas, observé que la panela de paja revoloteaba como una mariposa gigante y se depositaba en la panoja del maíz. Alrededor un campo de lino color glicina mimetizaba la figura de una muchacha que se perdía entre los verdes maizales. Corrí para ver si la podía alcanzar. ¡Imposible! Estaba fusionada con el paisaje. Era un duende místico que deambulaba por los prados. El tren silbó dos veces y comenzó su marcha que fue creciendo hasta dejar una estela de humo que envolvía el paisaje dormido en un sol que agonizaba. Yo, quedé parado en el andén y descubrí que había perdido el rumbo. ¿Cuándo pasaría el próximo convoy? Me senté en un banco de la estación y me quedé dormido. El ruido de una locomotora me despertó al amanecer y vi como subía una muchacha con un vestido de seda color glicina.