jueves, 28 de noviembre de 2024

OJO POR OJO


 

                               Vivo de una sonrisa, que usted no supo cuándo me donó. Renato Leduc

 

     No es lindo estar prisionera en un lugar húmedo y oscuro. Aun no se porqué estoy acá. No puedo dormir ni descansar con el ruido de las rejas que hacen otras prisioneras. Mi historia comenzó hace muchos años. Yo nací en un pueblo pequeño, de la zona costera, acostumbraba a esperar la pequeña barca de mi padre que con mis tíos y primos mayores salían muy de madrugada a pescar a la mar.

Es cierto que no siempre regresaban con buena carga. El pescado estaba raleando en ciertas partes y a veces la marea roja, impedía que se recogiera algunas especies. Otras, el agua revoltosa y rústica impedía alzar las redes.

Lindo era ver la llegada de varios botes, que llenos de presas se podían vender en la rada. Desde que una tormenta rompió el casco, papá, cambió el carácter. ¡Era duro como las rocas que acordonaban la playa!

Mi madre había muerto hacía como dos años y eso le endureció más el humor. Nunca lo ví llorar. Y nunca supe de una caricia o beso de mi padre. Fui creciendo como la hermana mayor y asistiendo a toda la familia en la faena diaria. ¡No me gustaba esperarlos con los guisos de arroz y pescado que sobraba de la venta diaria! El silencio nos enroscaba en la madrea húmeda del mesón donde las cazuelas se mezclaban con los trozos de pan que aprendí a hacer junto a mi tío Alfio.

Me gustaba ver en la noche, desde la ventana las luces de los botes que estaban desperdigados por el mar. Parecían luciérnagas en la oscuridad y cuando la luna llena se enamoraba del las aguas, competían con el lucimiento de luces.

¡Pero ahora estoy aquí, encerrada por lo que me pasó una noche de verano en el puerto! Yo había ido como siempre a esperar casi al amanecer el bote con mi familia y me senté en una enorme ancla que dejaron perdida los marineros antiguos.  Coménzó a soplar un viento fuerte y helado. De las sombras apareció un enorme pescador que me tomó por la cintura y arrancándome la ropa, me desgració. Parecía una guerra entre el mal y el bien. ¡Yo siempre llevo una cuchilla afilada en las bragas! Se la clavé en el corazón al maldito. Y cayó boqueando como pescado sin agua sobre el cemento frío de la rada. Me quedé allí, sentada esperando a mi padre. Cuando llegaron, el silencio me envolvió y me caí desmayada junto al desgraciado muerto.

Mi padre tomó el cuchillo y se lo clavó en los ojos y le cortó el pene y los testículos. ¡No tuvo que hacerte eso! Dijo. Y ahora estamos ambos en la cárcel. Pero el está lejos y ya no puede pescar y yo no puedo cocinar para los pescadores. ¡Dicen que extrañan mis guisos! Yo los extraño a ellos y a los botes y las luces a lo lejos en la mar.

El tío Alfio viene y me trae comida fresca de su pesca, me acaricia y me besa la frente y su sonrisa me ayuda a seguir soñando con una vida normal. Siempre me dice: - Francisca, ya pasarán los tiempos y regresarás a casa y te podrás casar y tener tu familia.

Pero yo no le creo. Acá es muy dura la vida y hay muchas venganzas y odio a los carceleros que me dicen palabras muy feas y otras mujeres que han hecho peores faenas que yo. ¡Cuánto extraño a mi papá! Cuando cumpla los veinte, seguro que seré vieja y nadie me va a ayudar.

EL BARCO DE CUATRO RUEDAS

 


 

Hacia varios años que Miguel Ángel conducía, a modo de barco, aquel viejo trasto, ahora con ruedas. Desde que el barrio se había transformado en un aquelarre de ruidos, gases de vehículos y negocios y a él, lo habían echado del trabajo no tuvo otro modo de ganarse la vida.

Había regresado con su traje gris, gastado y deslucido, por la calle empapada. Llegó y olió el puchero. Ella lo abrazó consternada y en silencio se fue al tocador, sacó una cajita de polvo “Coty”, gastado y de su interior un rollito de billetes apretados. Los puso en la mano pálida y sudada. Junto a eso un recorte del diario: Vendo antiguo navío trasformado en barco de feria. ¡Soberbio, pasean los niños y los grandes como si fuera de alta mar! Se le corrieron unas lágrimas.

Él, el mejor tenedor de libros como monigote, lo compró y se convirtió en el mejor “Capitán de barco a ruedas Good Year” de Bs. As. Los días feriados y domingos subían familias enteras. La campana era el llamado para que los chicos que gritaban felices se sintieran navegando entre islas imaginarias y puertos llenos de piratas.

Algunas veces, los niños, aumentaban su gastritis. Esa maldita gastritis que lo atormentaba. Un día subió una mujer anciana con una pequeña niña que tenía unas “Nakhon” aparatos de metal en sus piernitas flacas. Fue la polio vio, ella hace dos años camina apenas. Le pareció un ángel y les devolvió las monedas. La nena tenía una enorme sonrisa. Con su gorra de marinero puesta, saludaba a la gente que miraba la ruidosa caravana. Casi todos los feriados y domingos, Marisa, y su abuela estaban en la esquina, él no les cobraba, claro. Le traían caramelos, una factura. Siempre con lluvia o sol, estaban allí a la espera de su barco. Pasó el invierno varios días, que no aparecieron, preocupado por el faltazo, llamó a voces al diariero con temor y preguntó por la nena. No las espere más. A la abuela la atropelló el tranvía. A Marisa la internaron en un centro de Córdoba para enfermos discapacitados. Y otra vez lloró.

 

LOS CONSEJOS


El taller estaba en silencio. Por allí y por allá, una pieza de cuero o una herramienta descansaba su innecesario uso. Los cueros y los maderos apilados sobre caballos de madera de palma. Nada era como un tiempo atrás. Era maravilloso ver a los aprendices charlar y juguetear mientras el maestro Jalil, les iba enseñando cómo debían usar los tientos o apretar los moldes con las figuras de camellos y flores. Nada. No quedaba nada. Desde que tuvo que decirles que ya no se vendían esas piezas y no había más trabajo, el lugar se fue opacando, umbroso y frío. Silencioso y hostil.

Desde que llegaban las hermosas marroquinerías europeas; las manuales hechas en el taller eran dejadas de lado. Jalil, había heredado del abuelo la habilidad de manejar el pequeño negocio familiar. Su padre había sido enviado a una lucha contra ciertos grupos sediciosos y no regresó. El abuelo, encontró el paraíso de leche y miel, cuando supo que no iba a regresar su hijo de la lucha.

Jalil se sentó en un rincón, con los brazos abrazando sus flacas piernas y con la mirada disparando dolor como el polen de las flores. Su rostro de ojos oscuros era el reflejo de un ave queriendo escapar hacia el desierto. ¡Dichosos los beréberes del desierto! Ellos no tienen esta amarga invasión de productos extranjeros. Se negaba a soltar sus amargas lágrimas por ser un hombre de tierras ásperas marroquíes. Buscaba con desespero una salida.

Ingresó al taller Emir, el pequeño vecino. Su cuerpo contrahecho, cuya columna vertebral lo desdibujaba, encontraba la esperanza en cada paso que daba con dificultad. Se sentó en el piso junto a Jalil. ¡Tengo una idea, dijo! He conocido a un extranjero que sabe mucho de cuero. Es argentino, vive en las Pampas del sur de Buenos Aires. Vino a estudiar nuestro idioma, pero sabe mucho de marroquinería. Es agradable y me contó cómo su familia lidera tiendas, allá; con carteras, monturas y hasta zapatos y botas. Si te animas lo traigo y charlamos un poco. ¿Ya sé, con un buen té, podemos demostrar nuestra hospitalidad y seguro, se sentirá menos solo? Hace seis meses que llegó y ya habla bastante bien el árabe. Nosotros, le enseñamos nuestra rica lengua, y él, nos ayuda con este lío. Entonces mañana nos juntamos en el café de Mohamed.

El joven argentino, venía con un paquete debajo del brazo. Su rostro serio, rasurado y peinado con cabello muy corto, se veía a la distancia que era extranjero. Pero estaba dispuesto a acercarse a esos nuevos vecinos y colegas del cuero. ¡Hola, soy Jorge Alberto Morales, estudiante de árabe! Y saludó con una fuerte mano extendida. Me dijo Emir, que tienes algunos problemas con las mercaderías que entran de afuera. ¡Eso nos pasa allá, en mi país! ¡La gente cree que por ser europeo o chino o americano, es mejor... y qué herrados están! No hay como lo hecho en los talleres familiares. Mis abuelos trabajaron el cuero de vaca, toda la vida. En la pampa húmeda hay mucho ganado vacuno. ¡Acá veo más diferentes cueros! Eso es mejor, me parece, da otras posibilidades. ¿Cómo te puedo ayudar? Entró Emir con un dulce té y la conversación se disparó como un caballo por otros caminos. ¿Qué traes en ese bulto? ¡Curioso Emir miraba el envoltorio! Ah, es un regalo, ustedes son muy obsequiosos. Toma, amigo, es un sobre hecho por mi padre en Buenos Aires. Puro cuero de vaca, hecho a mano con tientos perfilados con cuchillos especiales, muy afilados.

¡Una verdadera belleza! Lo daban vuelta para ver defectos y no veían ninguno. Gracias por recibirme. ¿Qué necesitas Jalil? La charla se alargó con varios vasos de té. La noche se acercaba y Jorge tenía que tomar el autobús que lo llevaría a la otra orilla de la ciudad. Hablaron mucho y el consejo fue volver a las fuentes... los ancianos. Ellos saben mucho de lo que se puede vivir aquí.

¡Busca a los padres y abuelos del zoco! Invítalos a una ceremonia de té y pídeles consejo. Los ojos le brillaban a ambos. Era un atisbo de esperanza. Una pequeña luz, en esas enormes tinieblas en la que se encontraban la mayoría de los artesanos.

El fuerte olor a cuero y productos que usaban para trabajar tornó a ser más agradable... antes se percibía como veneno. Esperó el día y mandó a Emir para invitar a cada uno de los mayores y ancianos del zoco. Todos artesanos como él, pero con mucha experiencia. Quedaron, encontrarse un día entre las horas de las oraciones y atender los negocios que por exiguas ventas, no se podían abandonar.

En un café en la calle "La Alcazaba", se fueron juntando algunos ancianos. Allí esperaba Jalil y cerca en una esquina tras un árbol, Emir bis viciaba a los tenderos. Vino el dueño del lugar. Luego llegó en primer lugar Zair Bennis, anciano venerable que tenía una tienda de hojalatería y productos de metal. De altura imperiosa y barba recortada, prolija, su ropa de sereno color celeste y rayas blancas. La mirada profunda e inquisidora, enfrentó al muchacho que lo invitó a sentarse en un cojín. En la alfombra había quedado el servicio. Humeaba el agua para el té. Luego entró al rincón Ahmed  Sahssi, pequeño en tamaño cuya voz impedía  ser ignorado. Se sentó y estiró los brazos en señal de desespero. ¿A nosotros nos toca hacer que los talleres vuelvan a llenarse? ¿Acaso estamos predestinados? Se hizo un breve silencio. Llegó Rachid el carpintero con su ropa europea, con el rostro afeitado y sonriente. Parecía una mezcla de extraña figura, sacada de una de esos carteles que pegaban en los muros los soldados enviados por los franceses. ¡Y bien, si Alá, el Misericordioso nos ayuda saldremos de todo esto! Mira Jalil, recuerda los tiempos en que tu abuelo tenía el taller vacío. ¿Tú, quieres resolver en poco tiempo lo que nuestros ancestros hicieron en años? Comenzó una acalorada discusión. Cada uno daba su opinión elevando la voz sobre la de Ahmed, que vociferaba contra todo. ¡Calma, dijo el patrón! Ahora es el momento de tomar el té. Y comenzó a soltar el dorado líquido en los vasos de vidrio con bordes dorado. Emir se acercó y le dio un papel a Jalil, que puso frente a los ojos de sus invitados. Necesito vean lo que me han propuesto. El Imam me ordena que comparta con artículos europeos el negocio, pero nunca serán iguales a los que salen de las manos de mis muchachos... y hay personas que no conocen las largas horas que lleva hacer cada una de las piezas y herrajes de las monturas de camellos y caballos. Entró Jorge, el argentino y todos sorprendidos elevaron la vista. ¡Este joven, sabe mucho de nuestro tema! Su familia en argentina tiene el mismo oficio que nosotros. Escucharon toda la historia de las pampas. ¡Pero es tan lejos ese país que temen equivocarse!

No se ponían de acuerdo. Pero la opinión más justa fue la de Zair Bennis, quien puso un color de solidaridad y justicia. Jalil, si lo dice el Imam Tú, debes obedecer. Recuerda que es venerable y sabio. Nosotros te apoyaremos en lo que podamos. Eres muy joven y los tiempos cambian. Veremos cuando ya se vayan los extranjeros y sólo vengan a disfrutar de nuestra hospitalidad, buena comida y hermosos paisajes. Se dispuso a volver a su tenderete. Allí lo esperaba su familia. Abrazó con afecto al muchacho y le agradeció su humildad y el haber pedido consejo a sus mayores. También alabaron al joven argentino, por discreto y solícito. Le auguraron una excelente estadía.

Nunca imaginaron que con el tiempo, toda la sociedad se vería inundada de objetos variados de muchos países que ni conocían sus nombres, ni dónde quedaban. ¡Sólo Alá lo Sabe en su Clemencia y Misericordia; todos murmuraban, los comerciantes y habitantes! ¡Comenzaron a mezclar sus artículos con los que llevaban nombres de extraños lugares del mundo! Y así volvió la gente a vivir y a comerciar.

CON LA CABEZA LLENA DE PÁJAROS


 

            -¡Man…! ¡Man…! ¿Niña Cuándo vas a escuchar y hacer lo que se te pide?

            -¿Qué, qué me dijiste?

            -¿Siempre en el extra mundo! Pareces una abombada. ¡Manu, tienes pajaritos en la cabeza!

 

            Manu nació en primavera, con el color de las hojas amarillo verdoso de los primeros brotes; calmo, limpio y suave de la brisa que desdibuja el frío y alienta con hálito   tibio el aire del campo. Manu, pequeñita y frágil. Fue la única mujer entre ocho varones. Mis padres, campesinos analfabetos y tranquilos, la recibieron confundidos.

            Una fémina entre tanto hombre…, toscos, bravucones, intensos y arrebatados. ¡No sabíamos cómo tratar a la niña!

            Creció como educada por manos ásperas pero deliciosas. ¡Nunca un grito, una palabrota, un enojo! Cuidada como copa de alabastro, era un pequeño cristal que se podía quebrar con el más leve movimiento.

            Entonces adiós a los chicos alborotados, peleadores y groseros.  Ya no peleábamos y sólo afuera de casa o en la escuela y fuera de su mirada que escapaba hacia el cielo, siguiendo el rumbo de los pájaros. Nunca cerca de su mirada melancólica, según decía madre, podíamos asustarla.

            Cuando comenzó a caminar, todos detrás de ella para evitar que se fuera de bruces al piso, parecíamos una larga fila de hormigas…todos atrás. No se puede raspar o algo que se marque en su piel de azucena. Su piel de seda pálida brillaba por un color de damasco que maduraba lentamente. El cabello largo y ondulado bajaba sobre sus hombros con suaves rulos y caían por la espalda y la serena frente amplia. Piel con brillo de fiesta permanente; pestañas largas sombreando las mejillas siempre rociadas por alguna pícara lágrima que se escapaba de sus ojos grises. ¡Nunca supimos por qué! 

            La bautizaron con el nombre de Manuela. Y fue una fiesta inolvidable. Todos hablan en la feria sobre ese día. Sobre los ricos dulces caseros y pasteles que hizo mi madre y la madrina.

            Así fue creciendo. Subía a un árbol, en cuya horqueta papá le había fabricado una especie de nido y allí se quedaba como soñando, horas, canturreando.

            Cuando la llamaban a comer o a dormir no contestaba. Según mamá y alguno de nosotros, tenía pajaritos en la cabeza.

            Un día, cuando cumplió doce años le dijo a mi hermano Alfredo que en su cabeza había un piar insistente de aves. Se moría de risa y curiosidad. Mas, luego, comenzaron  a salir de entre su cabellera los picos y cabecitas de pájaros de diferente tamaño y color.

            ¡Y sí, tenía cientos de pájaros en la cabeza! Como si de eso fuera poco, ya no bajaba del árbol.

            Allí se quedó y ahora vuelan a su alrededor los pájaros más bellos del campo y de la aldea.

            ¡Manu, realmente tiene pájaros en la cabeza!

ATREVIMIENTO

 

 

"Si el hombre vive, es porque cree en algo" León Tolstoi.

Cuando nació, todos se retiraron sorprendidos. ¡Si el médico dijo que iba a ser un muchacho! Nació niña, muy blanca y con una pelusa rubia que enmarcaba las mejillas regordetas. La llamaron María del Pilar. Era hija de una pareja de más de cuarenta años, casi un milagro. Pusieron tanto empeño en educarla que era el ejemplo del barrio. Esa pequeña calle, casi un pasaje del interior de un barrio obrero, donde no había más que trabajo e ilusiones.

Creció haciendo de su pequeñez un hermoso corolario de actividades: canto, danza, costura, recitación, cocina y cuidaba del jardín como nadie en las cercanías. Era un verdadero Edén. Cada año, además de la escuela donde concurrían todos los chicos y chicas del barrio, ella traía un certificado de tareas diversas. El profesor de gimnasia, que era alemán y muy atlético, vio algo diferente en la niña y habló con los padres: "Tiene que trabajar esas habilidades", es una verdadera joya sin pulir. ¡Atleta nata!

Ala discordia la puso el tío Alfredo. ¿Cómo una mujer va a ser atleta? ¿La mujeres para la casa y para cuidar la familia y al esposo y a los hijos… qué tanto gimnasio? Pero la abuela Ursulina dio la palabra final: La María del Pilar será lo que tiene que ser, una atleta. Punto. Nadie, pudo decir nada más.

Así pasaban los meses, los años y llegó a la pubertad. Ya había ganado muchas medallas, muchas copas y diplomas de todo tipo. La abuela la acompañaba a cada ciudad, pueblo o club, donde la muchacha, superaba a sus compañeros de tiro al disco, a correr cien, doscientos y trescientos metros; según pasaban los ciclos y cumplía las etapas según su edad. ¡Era tan linda, que los compañeros le decían muchos piropos!, pero ella era criada con valores de personas mayores.

Una mañana muy temprano, el profesor Kurt Clinger llegó a la casa de María del Pilar. Los padres y la abuela lo recibieron sorprendidos. Estaban expectantes. Vengo a preguntar, mi pupila, María está nominada para ir a los juegos olímpicos en Europa. Tienen que hacer sus papeles y preparar toda esta lista de elementos para representar a la argentina en Oslo. ¡La sorpresa los dejó mudos! El padre le pidió un tiempo para hablarlo con calma. Él profesor salió con la triste idea que no la iban a dejar. Y así fue. La respuesta fue un No rotundo.

Tenía dieciocho años, era hermosa, pero… nadie podía acompañarla y Europa estaba muy lejos y ellos, no podían permitirse gastos tan altos. María del Pilar lloró tres días, pero aceptó su destino.

Esa parte de su vida quedó en el recuerdo. En su lugar fue una joven de la capital federal, que trajo una medalla de plata. Si iba María, seguro, traía una de oro. Y el Honor para la patria. No tuvo el atrevimiento de hacer lo que amaba, atletismo.

Pasaron los años y se dedicó a lo que dijo el tío: cuidar de los padres, ayudar y enterrar a sus abuelos y ancianos de la familia y trabajar en una empresa de laboratorios médicos, donde conoció a Jorge. Como amigos llegaron a cumplir veinte años compartiendo trabajo, cenas laborales, paseos de la empresa, congresos de laboratorios, etc. Un día él, Jorge la invitó a almorzar y la llevó a conocer a sus padres y hermanos. Allí le pidió casamiento y en pocos meses en una pequeña ceremonia se casaron. Ella tenía cuarenta y ocho años y él, cincuenta. Vivieron felices, pero algo empañaba su vida, por la edad no pudieron tener hijos. Se conformaban con compartir con los sobrinos todos los acontecimientos novedosos: circos, cabalgatas, vacaciones y un sin fin de actividades. Una noche, después de cenar y bailar varios tangos con el tocadiscos de la casa, Jorge, se sintió mal. Se acomodó en la cama y tomado de la mano de María del Pilar, pasó al sueño eterno. Fue una tristeza infinita. Pero la vida siguió.

Los años pasaron y hoy desde la ventana de un geriátrico observa a los pájaros que vuelan buscando a esa María del Pilar que cada mañana les daba de comer en la ventana.

martes, 26 de noviembre de 2024

EN LOS ESCOMBROS

 

 

Caían uno a uno los ladrillos seculares. Un polvo agrio atrapaba la poca saliva que quedaba en la triste garganta cerrada del obrero. Era uno de esos inmigrantes atormentados por el hambre. Era un hombre solo. Pobre. Hombre sin esperanza, casi. Soltó el pico y acomodó un ridículo sombrero en su cabeza. Amoratadas manos duras sobaron el pescuezo secando el sudor. Se escupió esas manos embarrándolas. O no. Se refregó y continuó con su obra. Pensaba en el tiempo que le quedaba para el crepúsculo. A esa hora, las diecisiete u dieciocho, regresaba a su habitación compartida con otros parias como él. Una línea más de ladrillos y llegaría hasta el piso. Había sido hermosa esa vivienda añeja. ¿Por qué la demolían? ¿Aun sirve, pensó? Yo no tengo casa y ellos destruyen ésta tan hermosa. Su boca siempre cerrada no admitía una réplica. Había visto poco al arquitecto. Lo contrató apurado. Estaba siempre apurado. Por las rendijas de puertas viejas, despintadas, lo espiaban ojos invisibles. Él sabía. A veces se entreabría una celosía gastada y percibía  una presencia humana. Nunca vio a nadie en realidad. El calor era sofocante. El polvo penetraba en sus más íntimos orificios. Estaba solo. Siguió mecánicamente con el pico, rompe que te rompe. Su mente se fue como ave migratoria a un territorio ajeno. Se fue lejos. Sólo quería que el sol se disparara hacia el poniente.

El hierro dio un golpe agudo. Chispeó en una losa de granito. Se detuvo. Se alejó un instante y se prendió a la botella de agua. Estaba tibia. Gorgoteó en su garganta reseca. Sintió alivio. También asco. Estaba muy caliente su agua. Quizá en otra región la gente fuera más solidaria. Allí eran de arena, escurridizos, secos, muertos. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra enorme. El verde era un paraíso de frescor impensado. Ya hacía tiempo no sentía dolor en sus músculos agarrotados. Cerró los ojos un minuto. Sintió un perfume a madera de nogal. No supo de dónde provenía. Se quedó quieto, allí, sin siquiera atinar un suspiro. Cuando se incorporó necesitó un esfuerzo inusual para volver al pico.

La losa estaba allí, con una inscripción, apenas perceptible. Tal vez no debía tocarla. Pensó en esperar al patrón. Y dejó ese rincón para luego.

Sintió que mil ojos invisibles lo observaban. Se sentían los metales herrumbrados mordiendo en las fallebas de ventanas y puertas. No vio a nadie. Ellos estaban, seguro ellos estaban, aunque no se mostraban nunca. Buscó otro ángulo de la vieja casa. Comenzó a demoler la chimenea. Era bella, recubierta de mayólicas pintadas. Un magnífico escudo labrado en bronce; y pintado. No alcanzaba a leer lo que decía.  Tomó la decisión de no romper las bellas piezas. Con una pequeña azuela comenzó a hurgar en el pegamento que las incrustaba en la chimenea. El tizne saltaba entre los colores frescos y caía como lluvia imperceptible. Era sorprendente con la facilidad que podía desprender los pequeños cuadraditos. Fue haciendo un atadillo y los escondió entre los montones de escombros. Sintió que a medida que se desprendían iba apareciendo una madera noble de color claro. Alguien, en algún momento de su historia, había escondido en ese lugar algún secreto.

Raspó y descubrió un agujero. Estaba realmente alterado. Eran ya dos cosas extrañas para un solo día. Se quedó quieto. Apoyó el pico y la azuela contra la losa de granito y automáticamente comenzó a su alrededor un raro movimiento. Se deslizaban haciendo un mágico ruido sordo. Hipnotizado comenzó a mirar el hoyo profundo. Al abrirse totalmente, se vio un muñeco hecho en paño de lana, crines, ojos de cristal y de apariencia humana varonil. Tenía un afilado estilete de acero toledano atravesando el frágil cuerpo. Parecía la imagen de un enano. Pero con forzada dificultad lo tomó sacándolo del insólito escondrijo. Lo acomodaba en un rincón cuando comenzó a ver que gente de todas las edades comenzaba a caminar por pórticos, aceras y calle. Como autómatas todos convergían en el amplio habitáculo. ¿Eran espectros o curiosos? Él, no entendía nada. Era muy ignorante. Además el terror lo petrificaba.

La tarde se estaba acostando sobre la construcción desmantelada. El jornalero sudoroso se afanaba entre ese sin fin de ojos acuosos. Buscaba un lugar por dónde huir. Ya no hacía el calor sofocante de la tarde, pero sintió igual la fiebre que le secaba la garganta agostada. Salió disparado.

La noche cubrió el edificio. Una figura fantasmagórica atravesó el portal derruido y se agachó en el frío pavimento antiguo. Se deslizó por el oscuro agujero y desapareció en las sombras. Un helado viento comenzó a mover las hojas del árbol y algunas ramas débiles comenzaron a quebrarse en una danza sutil. Nada hacía prever los sucesos que luego acontecieron.

Al regresar el día y aportar la canícula  lujuriosa de enero, el obrero destapó su miserable rectángulo personal en la demolición. No encontró nada. No estaban las tejuelas, ni las mayólicas, ni el pico, ni la azuela. Nadie aparecía en el desmedrado edificio desmantelado. Se acercó a la cavidad pétrea y allí hecho un ovillo encontró al arquitecto con un estilete atravesado en la garganta. Su mirada extraviada en un punto alejado. La mano en un gesto infantil de pánico. Ni una gota de sangre. Ni un grito en la noche. Nada. Su traje de estricto corte inglés, su reloj de oro, su blanca camisa de seda y sus zapatos impecables. En la mano que estaba bajo su cuerpo, una moneda antigua con el noble emblema de la familia. En el augusto escudo un lema en latín: Verum moritura sumus.

El hombrecillo atrapó desconfiado sus ínfimas posesiones y salió corriendo en la calle empedrada y se perdió en la villa.. 

    

 

                                                          

LA PAREJA


 

                        Gregorio salió del departamento 3 de planta baja y fue a buscar un cable para arreglar el timbre. Encontró a Kiki en una posición extraña. No lo veía desde hacía algún tiempo. Pensó que había pasado más de un mes. Con los brazos afrentándose las piernas encogidas, sobre la alfombra algo gastada del palier. Miró el ascensor y se preguntó por qué no había subido al 7º A. Recordó que ayer su mujer le comentó que el casillero de correspondencia de Tai, el del séptimo, estaba repleto. Nunca lo veían pero era tan metódico que le llamaba la atención ese detalle. En ese momento apareció la doctora del 8º A, para pedir que le avisara al del 7º A que cerrara los ventanales. El golpeteo de noche no la dejaba dormir. Salió sin mirar siquiera al muchacho en el piso. Gregorio sorprendido no quiso interrogar mucho a Kiki sobre Tai. Eran pareja desde hacía varios meses y el joven entraba y salía a su antojo del edificio. Tenía llaves. Cuando quiso subir al ascensor, el pequeño travestido lo miró desolado. Tenía aun el rimel corrido, se había acomodado la larga cabellera con un elástico y su cara desfigurada por un tremendo golpe. Sintió piedad por ese ser casi fantasmal. Volvió sobre sus pies, se agachó y encaró al joven. ¿ Qué pasaba que no ingresaba en el departamento de su amigo? Si tenía temor, él, lo podía acompañar. Sabía la bondad del viejo bribón, eso se lo guardó para sí. El desventurado con sollozos le explicó que había intentado todo pero que no podía entrar; la llave estaba puesta por dentro y nadie respondía.  No tenía fuerza y además tenía un terrible miedo de encontrar a su amigo muerto o ¿quién sabe? Gregorio suspiró: ¡Por Dios, problemas en puerta! Llamó a la policía y esperó.

            Cuando llegó el inspector Fernández, sólo se fijó en Kiki a quien pidió su nombre, dirección, trabajo y un sin fin de datos. El infeliz sopillaba como un imbécil. Llegó Cárdenas y se sumó al grupo. Con rapidez  lograron ingresar en el vetusto departamento 7º, mas... ¡Oh sorpresa! El silencio, el orden y la sobria belleza de los ambientes dejaron a los dos hombres callados. Revisaron cada rincón sin encontrar nada. Ni un cuerpo, ni una nota, ni tan siquiera una pista que indicara lo sucedido con el dueño de casa. Cárdenas abrió los placares y comprobó, con la ayuda de Kiki, que toda la ropa y los enseres de higiene que usaba el “hombre” estaban en su lugar. El televisor encendido en blanco, el video detenido y sólo abierta la puerta ventana del salón. Los cortinados se movían suavemente con el aire que necesariamente entraba a esa altura del edificio.  Ese ruido era el que molestaba a la vecina. Pero allí no había nadie. Ni siquiera un vaso abandonado o un objeto fuera de lugar.

            Esa noche se quedaron merodeando por los cafetines gay de la zona. No sacaron ningún dato excepto invitaciones para tomar una copa de dos o tres personas. Al día siguiente casi se desmayan cuando vieron aparecer a Kiki, vestido como hombre. Era bien parecido y su infinita tristeza marcada en el rostro aniñado. Él, quería mucho a su padrino. Los hombres se miraron y comenzaron a desentrañar algunas historias.  La correspondencia acumulada les dio alguna pauta de los negocios del desaparecido.

Dueño de varios departamentos, casas y campos, tenía un ingreso superior a lo imaginado. Rastrearon sus datos y descubrieron que era descendiente de una familia muy importante de la ganadería y política de cierta provincia. El silencio rodeaba su vida. Siempre separado de aquellos, a los que podría importunar su condición y apetitos sexuales. Nadie sabía de él desde hacía tiempo y la mayoría de sus familiares trataron de desaparecer muy rápido de las oficinas policiales, antes de ser señalados como parientes. Nada se aclaraba y Kiki, ya instalado era observado en forma permanente por alguien de la oficina. El caso era desafortunado.

Una mañana, Gregorio necesitó limpiar el hueco del ascensor y descubrió un enorme cuchillo ensangrentado. La sangre estaba seca pero aun sus marcas mostraban la ferocidad del uso. Llamó a Fernández y éste tomó el objeto con los cuidados propios de su experiencia. Comenzó el trayecto a la deducción. ¿Quién pudo matar al desaparecido? ¿Había desaparecido y estaba fuera del país? La oficina se pobló de intrincados peritajes y fotos del padrino de Kiki. Los medios no hacían otra cosa que hablar del caso.

Apareció un abogado con papeles muy importantes. Había una fortuna en juego y la dudosa necesidad de abrir el testamento. ¿A quién había dejado semejante legado?

De repente comenzaron a aparecer parientes que hasta poco tiempo antes ni lo aceptaban como tal. El único que seguía llorando su desaparición era Kiki o mejor dicho Daniel Hernández. ¿Sería él, quién lo heredaría o tal vez fue quien lo mató?  

Nadie encontraba el cuerpo y sin cuerpo, no había un caso.

EL REGRESO?

 

Al fin, todos la habían visto menos ella. Era la casa más antigua de Lago Hermoso. Tenía un parque de más de mil metros, que según decían fue hecho por un famoso paisajista inglés a principios del siglo veinte. Los mármoles eran italianos y la herrería española. Un estanque formado el arroyo que atravesaba un sector del jardín, estaba lleno de aves acuáticas y plantas con flores. Leticia caminó sorprendida por el alto pasadizo de árboles gigantes. Cada rincón de la casa le atraía por su color a tiempo desgastado. El musgo había marcado cada piedra, cada estatua, cada columna con una pátina inusual. Luego, entre el alto matorral, se sorprendió y gritó. Nadie le había hablado de ese extraño personaje que encontró frente a sí. El hombre, era un ser verdaderamente feo, desagradable. Por su rostro una enorme cicatriz atravesaba su mejilla izquierda y su párpado casi oculto tras una larga melena rojiza mostraba la falta de un ojo. Su paso casi imperceptible la había dejado paralizada. De los labios desdentados apenas salió un agudo chistido y con sus manos agudas mostró un mastín que ferozmente le hacía frente. Leticia, cerró los ojos y dio media vuelta para regresar a la casa. Un dedo afilado y mugriento se lo impidió. Su camisa entre esas manos horrorosas, parecía un mantillón de fiesta. Se detuvo y observó la figura. Apenas gesticulaba. ¿Era eso una sonrisa? Soltó el hombre a Leticia y le dio un ramillete de violetas y juncos en señal de amistad. Ella sonrió levemente. Ya sin tanto temor le preguntó quién era. El infeliz, comprobó, no podía hablar.

                        Él partió sin antes hacerle una inusitada reverencia. El dogo salió tras el hombre sin siquiera gruñir. Se perdió tras una alta pared de piedra cubierta de enredaderas y zarzamora. Un griterío de pájaros y aves silvestres cubrieron el paso sobre los adoquines que tapizaban parte del camino. Al divisar la fachada de la casa suspiró. En la balaustrada vio la figura varonil de Ezequiel que esperaba que los ayudantes terminaran de acomodar los muebles. El camión que los había traído ya estaba casi vacío. La tarde se imponía con sus cálidos colores morados y sus ruidos. Verlo le tradujo el miedo en alegría. Se acercó casi corriendo en el último tramo. Las risas claras de Romina y Tatiana le ampararon la nostalgia de ese cambio de hogar. La pobreza había terminado y por fin la vida recobraba el orden natural. Recuperar la casa era el principio.

                        Todos, esa noche se sentaron a comer sabiendo que nunca volverían a ser los mismos después de tanto sufrimiento. Que ya no regresarían ni el primo Jeremías ni Mario. Ellos serían una presencia en el recuerdo. La charla igual se hizo amena. Había mucho por hacer y decir sobre esa casa y Leticia contó el inesperado encuentro en el bosquecito de castaños.

                        Ezequiel quedó perplejo. No conocía ni tenía noticias que por los alrededores vivieran hombre alguno; lo que lo llevó a tomar medidas de precaución con respecto a puertas y ventanales exteriores. No obstante nunca supieron que en forma permanente fueron observados por aquel desconocido.

                        Transcurrido algunas semanas nadie volvió a hablar de ese episodio. Romina continuó su rutina con el piano. Su Chopin y Schubert mejoraban día a día. Tatiana iba y venía de la ciudad con sus telas adamascadas y terciopelos con los que fabricaba capas y ropa para damas que comenzaban a hacer vida social. Leticia consiguió que un posadero de la ciudad le comprara todos sus pasteles y dulces. Así la casa era una permanente fábrica casera. Había que recuperar lo perdido en la “quiebra” del abuelo. Ezequiel tenía el deber de trabajar los campos y hacer rendir los establos.

                        De vez en cuando aparecían hombres pidiendo trabajo o acilo y ellos le proveían de algún apoyo pensando en sus parientes en “paro”. Una tarde de invierno cuando ya estaban junto a la chimenea, Ezequiel sintió ruidos en la leñera. Tomó su rifle y salió. Allí se enfrentó con un personaje atroz. Éste, al verlo, se quedó sorprendido. Lo encontró con unos leños entre sus brazos. El hombre parecía un mendigo. Tal vez era un forastero hambriento, pensó, y recordó que Leticia le había hablado de un encuentro semejante. Interrogó, pues, al hombre y éste tratando de zafarse, dejó caer la madera e intentó salir. No se lo permitió. Cuando quiso prenderlo del brazo para introducirlo en los cobertizos, el viejo mastín atacó. Salvó la mano gracias a la gruesa capa de fieltro. El menesteroso, tomó al animal con fuerza y evitó un accidente. Agradecido, Ezequiel lo invitó a pasar y el hombre entró por su voluntad a la cocina. La sorpresa de Tatiana y Romina no se hizo esperar. Cada una soltó una palabra de desagrado. El pobre infeliz se acurrucó junto al hogar, se despojó de un viejo abrigo sucio y calentó sus manos contrahechas en el calor. Al entrar allí la cocinera se persignó. Miró al muchacho y les comenzó a relatar su historia. Ese mozo, no tenía aun treinta años, había sido hijo del patrón con una muchacha de servicio. Lo había abandonado de pequeño. El muchacho, siempre se dedicó a cuidar animales y un funesto día cayó un rayo en su cabaña. Se produjo un incendio,  lo atrapó una viga, lo encontraron medio muerto. Se había quemado la cara y roto la mandíbula, perdió parte de la lengua..., en fin un desgraciado accidente. La mujer le proporcionó un cubo con agua caliente, se bañó  y Ezequiel le dio ropa de Jeremías que habían quedado en el desván. Así descubrieron un muchacho joven, fuerte y con un enorme potencial para las innumerables tareas de la casa. A la mañana siguiente el muchacho había desaparecido.

                        ¿Cómo harían para recuperar su confianza? Tal vez con el tiempo aceptara a todos en la casa y regresara.

 

 

RÍO BERMELLÓN


                                   “Una vez que la esperanza entra en tu sangre, nunca la abandona.”Autor desconocido.

 

 

            El despertar de la selva es una fiesta de rumores y colores de arco iris. Los árboles se estremecen con la algarabía de insectos y pájaros. Pechitos colorados, blancos y naranja, revolotean en el remanso de la aguas del arroyo La Tuca.

            Una vez o dos al año, cuando comienza el invierno se despojan las plantas de alas y parloteo de cotorras parlanchinas. Cuando vienen las lluvias y crece el río se lleva los nidos de los ánades y patos silvestres. Es el tiempo en que los hombres juntan las cachas y huyen hasta el terraplén de la ruta.

            Se ven las lanchas de prefectura buscando algún rezagado o una anciana que no puede andar por los arrebatos del agua que trae todo tipo de arrastre: árboles, animales, trozos de ranchos… hasta se ha visto chapas del algún galpón derribado en su furia.

            En tiempo de bonanza, es una gloria. El pasto alto atrae al bichaje que engorda para la seca. El maíz, el arroz, la soja y el girasol, crece con la libertad de la abundancia.

            A veces en el camalotal, baja una yarará o una coral. Por eso hay trampas para no despistarse. Allá en medio de la tierra se eleva un rancho.

            Parece un tacurú en medio de la tierra apelmazada, del erial que rodea las paredes de caña y barro. Un ombú le da sombra como al descuido y levanta esa sombra que tanto anhela la calurosa faena de todos los días.

            Al amanecer un gallo se despierta y con el rocío se eleva una niebla dulce que moja despacito la piel de las vacas y ovejas. Con ellos se despiertan Simón y la Petrona. Los chicos aun duermen hasta que el sol calienta a un poco la mañana.

            Viene el tiempo de ubres y espumosa leche tibia. De agua en el tizne de una sufrida pava renegrida. Los niños se despiertan y la cháchara inocente envuelve la tabla de la mesa. El Simón de trote al cuartel del sur y la Petrona a la prisa. Ya viene el carretón para llevarlos al pueblo. La maestra espera y no hay que desperdiciar sus palabras y cuentos. A lo lejos, se escucha el griterío, vienen en remolino de distintos tamaños y voces a destajo. Van a la escuela.

            Más tarde recoge los huevos de los nidos, hay conejitos nuevos y una cabra ha parido. Limpia la tierra con la escoba húmeda y los pisos se quejan. Lava la ropa en el arroyo y son alas de palomas colgadas en los hilos. Es la vida de nuestros campesinos en la inmensa tierra que Dios nos ha dado. Son la esperanza de una vida mejor en nuestra patria. Son una alegría para el futuro.

            Cuando llega la noche y se enciende el cielo de un color violeta, una lámpara deja una luz diseminar paz y memoria para el descanso.

            Si el cielo en cierne descontrola esa serenidad… y desgarra en rayos y truenos su orden milenario, viene la ira y el Río Bermellón rompe el pacto de amor con sus hijos, mañana se iniciará una embestida bestial rompiendo todo.

            Simón y la Patrona, sacan la pala grande, hacen con las cenizas la Cruz Bendita y ahuyentan la tormenta como le enseñó el abuelo. Echan sal al aire y hojas de laurel. Se arrodillan y rezan como niños pequeños, oraciones antiguas de sus ancestros.

            La esperanza los guía. Los guía un sueño.


lunes, 25 de noviembre de 2024

LA ESPERA

 

Tuvo que regresar por la calle sedienta de gritos mañaneros. Se quedó sin trabajo. Cerró el negocio donde él, trabajó tanto tiempo. Lloraron juntos el patrón y ellos. Cada uno se subió a la pena. ¿Qué hacer ahora?

El barrio es digno y los que habitan sus hogares, gente toda de hombros trajinados. Manos con callos y cicatrices viejas. Mujeres de batón y delantal de lienzo. Harina. Lentejas y arroz hervido.

Rubén se baja del tranvía como aspirante al paredón del hospital de enfermos incurables. Su traje gastado y los botines viejos. Algunas canas y sombrero negro.

Quedarse sin trabajo lo destruye y una lágrima se desliza por su rostro afeitado esa mañana. Usa el pañuelo. No quiere que lo vean. Pasa el diarero voceando las noticias. En Europa hay guerra. Estallan los corazones sensibles como cuerdas de un violín maltratado. Han escuchado las historias de los ancianos que vinieron de otras batallas increíbles. Hambre y sudor. Estiércol y metrallas. ¿Qué dirá Mariana cuando lo vea entrar? Habrá silencio. Luego llanto y tristeza. ¡Esa secular tristeza!

Sigue caminando como si en los pies se le hubiera pegado un pedazo de plomo en cada suela. Mira el cielo que comienza a estallar en brillo de sol caliente. ¡Gracias a Dios los chicos ya crecieron! Cada uno el su casa y con estudio. Se saca el sombrero y le entrega el rostro al sol. Se va acercando a su casona, a su hogar donde Mariana espera. Lo detiene un vecino para hablar de sus problemas. Toman un café en el bar de la esquina. El escucha en silencio. Pasa el tiempo. Total, su regreso es impensado a esa hora.

La cucharilla tintinea en cuarto café que bebe. Y las luces s e van encendiendo, cae la tarde. Sale. Un abrazo fraterno con su amigo. Camina.

El hombre solo mira el callejón sombrío. Hay un silencio mitigando el bandoneón lluvioso de nostalgia. ¿Mañana? La espera.

 

DELFOR, EL ORGANISTA


 

                        El día es muy corto para ser egoísta, una vida no alcanza para destruir a una mujer.

 

            ¡María Luisa, baja ya de esa escalera y ponte a limpiar la ropa de tu hermano! ¡María Luisa, sal del baño y apúrate que tienes que cepillar los botines de tu hermano! Y los papeles del escritorio y los libros que dejaba mi hermano por cualquier lugar y yo, la mayor de todos me tenía que hacer cargo de arreglar los líos que él inventaba. ¡Por eso lo hice!

Una mañana me levanté con ganas de salir al parque... para qué le dije a mi madre. ¡Estás loca! Hoy tenemos que hacer humitas para toda la familia. Vienen los abuelos y las tías de San Silvestre y los primos de Los Moros. Vamos a sacar las cortinas para lavarlas. Y palmetear las alfombras. Muévete hija, que se pasan las horas. Y ahí se quedó otro de mis sueños.

Otra vez, eso hace como dos años, decidí salir a la parroquia del barrio de mis tías. ¡Se armó un trastorno horrible! Delfor tenía que dar un concierto de órgano en la de la ciudad. Yo le tuve que armar las partituras, la ropa y hasta arreglarle el cabello. Así me fui quedando con las ganas de hacer mil cosas. No pude, Delfor me necesitaba cada vez más. Tal vez eso me llevó a hacerlo.

Cuando cumplí los quince años, recuerdo como si fuera hoy, mamá me hizo cumplir una tarea que dejaba bien claro que no me haría ni un pastel, ni un regalo. ¡María Luisa, es normal cumplir años! Y tuve que llevar el traje de Delfor a la tintorería en el tranvía a muchas cuadras de casa. Esperé que lo limpiaran y volver. Llegué a casa, era de noche y además, me retó por llegar tarde a la cena. Ví llegar un automóvil que venía a buscar a mi hermano. Salió con el traje limpio y zapatos nuevos, y apenas me dijo adiós. Luego se volvió y me preguntó si quería ir con él. ¡Tenía que dar un concierto en una catedral en la ciudad! Ni se acordó que era mi cumpleaños.

A veces lloré. Otras, me sentaba en el umbral de la puerta, y veía a las chicas pasar cuando iban al cine o a la plaza. Era costumbre dar la "vuelta del perro", es decir las chicas venían hacia el lado de la vereda y los chicos del lado de la calle en orden contrario. Se miraban las caras y se decían cosas... ¡Nunca pude ir!

Mamá enfermó. Según papá, tenía tisis. ¿Creo que era tuberculosis? Y ¿a quién le tocó remplazarla en todo? Pues para eso, dijo papá, María Luisa es experta en cocina, lavado, planchado y hacer mandados. Y dejé de soñar. Dejé de vivir. Cambiaba las sábanas del lecho de mamá y le daba la comida en la boca, pasó a ser un niño o mi hija. Pero Delfor, seguía yendo a dar conciertos en ciudades y pueblos, en teatros e iglesias.

Una mañana cerró los ojos para siempre mi madre. Papá lloraba en mis brazos, Delfor, sollozaba como un bebé y yo tuve que hacer todos los trámites que se hacen en esas circunstancias. Ya tenía veinte años y era una mujer hecha y derecha, como decían los parientes y vecinos... ¡María Luisa es una mujer extraordinaria! Y entonces un día mi papá no quiso comer más. Se tomaba una botella de ginebra por día hasta que se le paró el corazón. Y ese día, ese mismo día, Delfor trajo a una joven hermosa. La presentó a todo el mundo como su enamorada.

Se llama Olga. Nos casamos en dos meses. Espero que la sepas respetar y querer. Así, me dijo a los pies del cuerpo de papá. Y me quedé paralizada. Esa noche soñé con una idea. Y así fue que unos meses después lo hice.

- Mire, inspector, no me tembló la mano cuando me pidió que le lavara la ropa a la Olga. Que cocinara humitas y pastel de champiñones para Olga, que le pusiera tinte dorado en el cabello a Olga. Olga para acá y Olga para allá. Agarré el cuchillo de la cocina y se lo clavé en medio del órgano que estaba ejecutando mi hermano en ese momento. Y queriendo o sin querer, le atravesé las manos sobre el teclado. Y a Olga, le saqué la sonrisa de un tajo en la boca cuando me gritó hija de puta... ahora puede llevarme donde quiera o deba, ya no podrá tocar más un concierto mi querido hermano Delfor.

  

PRESENTACIÓN DE MI ÚLTIMA NOVELA

¿...Y SI SUCEDIERA  MAÑANA?
  UN GRUPO DE ESCRITORES Y AMIGOS QUE ME ACOMPAÑARON EN LA LIBRERÍA GRACÍA SANTOS... GRACIAS.

LA PORTADA Y LA CONTRATAPA. 

LOS PASEOS EN LA CALLE ÁLAMOS SECOS


 

            El despertador sonó las seis y cuarenta y cinco y se bloqueó un sueño. Era el momento de despegar del lecho y comenzar a correr. Cepillar el cabello de Lili, arreglar la corbata de Reinaldo y preparar el desayuno de toda la familia. A las siete y veinte pasa el autobús que me traslada al trabajo. Sin mi sueldo, no logramos pagar las cuentas mensuales.

            Vestida deprisa, peinada como siempre, con una colita o trenza hecha a la carrera, me detenía en la parada de la calle Sucre y allí aguardaba el transporte. Muchos chóferes se detenían al reconocerme. Otras tantas mujeres, con el mismo rubor de apuro, esperaban junto a mí.

Una hora andando por las calles llenas de baches y mirando los mismos carteles, las mismas casas, los mismos negocios. Una hora. Aprovecho para leer una novela, un folleto o la simple distracción de observar a la gente que viaja en el vehículo. Imagino el nombre, a qué se dedica o qué sueños tiene. Mi imaginación siempre va más allá de lo esperable. Es mi mayor problema.

            Tal vez mi fracaso matrimonial porque, a pesar de seguir al lado de Reinaldo, no logro nada especial o romántico con quien creí tendría un mundo de felicidad. Debe ser por mi manera de volar.

Mi marido es un hombre común, lleno de miedos y perturbado por los acontecimientos políticos del país. Nunca podría cambiar nada. Ni siquiera votando, continuamente, en contra del que aparenta ser el ganador. Reinaldo es el típico hombre gris. Un vinito con picada de salame, queso y maníes cada domingo. Cada partido de la Copa Nacional, Internacional o del club ignoto de Villa los Periquitos.

            Intenté demostrarle que detrás de todo había un mundo mágico y posible. Nada. Sólo la queja perpetua y el deporte, que convierte en estúpido al hombre más inteligente o ignorante de mi tierra. Creo que si hablo con una mujer de Ghana o con una finlandesa, diría lo mismo. Claro, siempre y cuando no fuere la ganadora de preseas en las Olimpíadas de Athenas.

            Declaro mi total infelicidad. Desde que dije el famoso “Sí”, mi vida se transformó en algo monótono y sin Arco Iris al final de la montaña. ¡Muera el matrimonio!

            A pesar de la situación y tras los permanentes: ¿Para cuando un niño? de la familia, bajé la guardia y me dispuse a conformar a los intrusos. Incluso a mi madre. Así tras unos meses infernales, nació Lili. Fea, colorada y chillona. Mejoró con el tiempo, y ahora es un ser adorable. Igual, no nací para ser una madre complaciente.

            Nunca más me dejé convencer y seguimos siendo tres. Bueno, también el perro y la mascota de Lili. Un saurio verde y lleno de escamas que me mira revoloteando los ojos tras el cristal de su habitáculo.

Pienso que amo a mi niña. También al perro. Y el trabajo, que si bien me trae algunas incomodidades, me concede algunas facilidades vitales.

            En febrero nos permite viajar cerca del mar. No a los centros más poblados, sino a esos pequeños reductos donde se puede disfrutar de largas caminatas sobre la arena. Es lo único que soporta Reinaldo. Odia estar entre gente bulliciosa y de ese modo, podemos llevar a Plomo, nuestro perro Pura Raza de Plaza. Es decir ”PRP.”

            Vuelvo al principio, porque ya divagué bastante. Cada mañana, salto al estribo del micro y comienzo a vivir las posibles aventuras de cada pasajero. El señor del impermeable azul, ése que usa corbatas rojas, me imagino que es detective y busca desentrañar la infidelidad de mujeres tipo vampiresas de cine. Un muchacho que trepa en Hernandarias, con los brazos llenos de carpetas y libros, me hace pensar en un abogado defensor, a ultranza, de mujeres maltratadas.

La joven que asciende conmigo siempre lee novelas de horror. Fantaseo con que vive en una casa antigua con un padre malvado. Cuando desciende cerca del congreso me saluda y le mando un “Hasta mañana”. ¿Quién sabe si mañana nos veremos? Pero, fatalmente, nos vemos todas las mañanas.

            A veces me adormezco y miro las calles trasnochadas. En las esquinas, los hombres que lavan la vereda con chorros de agua. Sus enormes barrigas envueltas con manteles manchados de vino derramado en veladas de amor y nostalgia.

Siento dentro de mi corazón el sonido vertical de los corchos de champagne y las risas. Oigo, el sonido transversal de los bandoneones y el taconeo de una rubia teñida en brazos de su amante. Mi imaginación, me persigue hasta la parada de Santa Fe y allí, regreso a la realidad. La oficina, el jefe y ese puñado de hombres grises que hablan de fútbol.

            Acá, en mi pecho suena un enorme dolor de corazón marchito. El desamor frecuentando mis miserias cotidianas. Me siento frente a monitor y teclado; encuentro un sobre azul con perfume de jazmín. Me espera. Abro y saco el papel lentamente observando a cada compañero con suspicacia. Leo. “Amor”. Es una letra desconocida. Miro y siento un rubor que sube por mi cuerpo hasta agobiarme.

 Nadie me mira y una lágrima se desliza hasta la mano que estruja el regalo inesperado. Rueda en el cesto de alambre junto a otros papeles. Comienzo a escribir la primera carta: Estimado cliente, nuestra compañía…

 

 

KALIPÁTERA, UNA MUJER EN EL ODEÓN

 

El día refleja un sueño de oro sobre la arena en el Odeón donde el pueblo, de hombres rudos y fervorosos, aclama al héroe. El cielo despliega rubores dorados para embellecer la faena.

El joven atleta más brillante, y amado por los dioses, muestra el trofeo que le ha entregado el Cónsul. Una diadema de hojas de olivo, con orfebrería manual en oro, enrosca su frente de perfil helénico. Ha ganado cada uno de los juegos y su figura muestra músculos iguales al dios Mercurio. Serpentea cada sitio de la explanada con los brazos en alto.

 La multitud lo victorea y nombra con fervor. Es el hijo de un dios, seguramente, que viene para desafiar a sus enemigos. Ganó y su madre, que preparó al atleta, tiene prohibido entrar al espacio. Por ser mujer, no puede ver a su bien amado Euleo.

Kalipátera busca ingresar de alguna manera para abrazar al joven. Imposible. Será asesinada de inmediato por la ley de Leyes de Grecia y del Olimpo. Tiene que engañar a los hombres que merodean entre las altas columnas de mármol del Coliseo.

Piensa cómo burlar a esos necios, que no comprenden lo que es ser madre de un semi dios. ¡Se disfrazará de hombre! Corre hacia su lar y regresa diferente. Se envuelve en una manta más larga y gruesa que la que usan las damas de su rango. Cubre su cabello con una malla de algodón del Nilo y desmaquilla su rostro. El polvo y el carmín ya han desaparecido y ha despojado de su cara cualquier rastro de feminidad para dar paso a un sombrío aspecto de anciano.

Pero los dioses saben y ven todo. No se puede enfadarlos.  Por eso, un verdadero problema surge al ingresar, su túnica enredada, se desprende y descubre el sinuoso cuerpo. Ha caído en desgracia ante los Prohombres del Coliseo. Rompió con las Leyes que legitiman a sus poderosos señores. Los hombres braman y comienzan a lanzarle piedras.

Llora Kalipátera y se desgarra por su falta de honor. Euleo se acerca y rápido abraza a su madre, resguardando a la mujer que adora. El gentío hosco y malhumorado, lentamente se tranquiliza y comienza a murmurar el nombre del héroe.  

            El Rey observa desde su trono e inclina la augusta cabeza coronada de laureles de oro. Ese gesto les perdona la vida porque Kalipátera es la esposa y progenitora de los dos héroes más grandes de todos los tiempos, en la Grecia donde un atleta es tan valioso como un dios.

El Rey levanta su copa de vino, se la dedica al joven y a su madre. Es un brindis para asegurar que desde ese instante una mujer puede ingresar a la arena. Bebe y apura el licor de los dioses.

Zeus duerme y Palas Athenea sonríe. Kalipátera, ¿estará protegida por la diosa?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS HIJOS

  

La puerta de la nave, arca de incienso.

Se ha cerrado al paso del aliento del silencio.

No supiste esperarme a sotavento.

Si volviera a mi puerto tu mástil de esperanza,

me lanzaré en el viejo remolino de los días

pasados en tu oriente.

No volveré a soñar porque los hijos....

son las marejadas de néctar que regala el barco de la vida.

y se van perdiendo como pétalos de flores en un ánfora

se despiden con las manos enroscadas en guirnaldas de amor

nos sonríen a lo lejos mientras traspasan el verano con su aliento.

Son la verdad de la vida en adioses.

Son la esperanza del camino en la puerta

Donde hay aguas claras que limpian el cielo.

Por ese amor en espera, en dudas imprecisas.

Mi destino....una despedida.

 

 

 

 

FERNANDO EN SU VIAJE DE VACACIONES


 

            Mi padrastro me contó que nunca ha podido viajar en vacaciones. Conoció a un compañero en la quema, y él, que es “su amigo”, en un descampado descubrió un auto viejo. Está destartalado, pero todavía sirve. Puede usarse a pesar de lo roto que está. El “Mono Coria”, su compadre, es mecánico. Un desocupado más de la Fiat, dijo que lo ayudará y lo arreglarán. Los repuestos los van encontrando en la quema.

 ¡Hay cada cosa en la cava!  Yo encontré juguetes casi nuevos y mi abuela, una máquina de coser, a la que le faltaba sólo una parte. Después localizaron en la calle Azcuénaga el pedazo que faltaba y se la arreglaron. Mi abuela cose y gana plata para poder comer algo de carne. ¡Bueno sigo con la historia del coche! Así es que su compañero, lo invitó a conocer el Tigre y allá fuimos en la chata de Coria. “¡Debe ser igualito a vivir un viaje de vacaciones!”, dijo mi padrastro.

                        El auto estaba lleno. Llevábamos en una canasta: milanesas, huevos duros y bananas. Don Pancho trajo Coca Cola y una damajuana de vino de San Juan, que le regaló un vecino. ¡Una fiesta! La abuela me había arreglado un pantalón y una malla. Mi mamá se hizo un vestido con una cortina que hallé en plaza Francia.

El viaje fue muy divertido. ¡Tanto que no me voy a olvidar jamás lo que vi! El río estaba algo revuelto, según dijo don Pancho, el amigo del Turco, mi padrastro, porque hay inundaciones en el Paraná alto. Por eso hay que tener mucho cuidado. Está prohibido nadar a orillas del Río de la Plata. Está contaminado, parece.

           Me imagino lo lejos que queda el lugar. Nos cruzamos con toda clase de pájaros. En la quema he visto muchos pajarracos, pero estos eran muy bonitos. No había perros, y los que divisamos por el camino, eran de esos caros que llevan las señoras por La Recoleta. ¡Allí me regalan cosas buenas!

         ¡Me encantó ir en auto! El aire te golpea despacito la cara y el cuerpo. Los árboles pasan corriendo a tu lado y no alcanzamos a agarrarlos.

         Creo que debe ser relindo ir de vacaciones más lejos. Me encantaría conocer Mar del Plata. Dicen que el mar es más grande que el río y que no termina y que las olas te llevan y traen arrastrándote, revolcándote, por la arena.  Lo vi en la tele, en la Mirta y en Susana, la tele de don Pancho. Nosotros teníamos una y se la robaron una noche que fuimos a ver fútbol. Boca y Vélez. Ganó Vélez. ¡Qué cagada!    

         Dios quiera que don Pancho nos lleve algún día a mi abuela y a mí al mar. Por ahora vamos de vacaciones al Tigre y nos bañaremos en el río. ¡Me encanta tanto como jugar al fútbol!  

 

Inspirado en el cuadro “Juanito laguna de vacaciones” del pintor argentino Antonio Berni.


ESE GRAN ODIO

 

            La conocí a los quince años. Y ya la odiaba. A ésa, la que me trajo al mundo. A él, mi padre, a ese animal alcohólico y maloliente, nací odiándolo. No se asuste, comprenda, fui un niño anónimo hasta los trece años, ahí supe que tenía nombre. No era el Turco o el Demonio… algunos decían que era El padre del demonio. Y tenía siete años. ¿Ahora me entiende?

            Una mueca de dolor se agigantó, mientras refirió ese tramo de su vida. Omar, se apoyó en los codos, como buscando amparo a tanta pena. El rostro contraído y una mueca irónica, parecía la máscara del hombre intentando esconder los sentimientos. Ahora, como un rescatado de la muerte, vive haciendo tareas solidarias. “Tal vez, tal vez su verdadera madre trató de salvarlo de otro infierno peor al que vivió de niño. ¿Quién sabe?”, le dije. Se produjo un silencio, interrumpido por la intervención del teléfono que distrajo ese instante tan duro.

            Cuando me mostraron a mi vieja, sentí que tenía enfrente a un monstruo. ¡Era tan desagradable que no permití que me tocara! Su rostro era la imagen del vicio. ¿Alcohólica? Es probable. Dicen que vivía entre botellas. Vaya a saber, cuentan cada cosa por ahí. Fue prostituta y de las peores. Me abandonó apenas nací y pasé por cuanto instituto de huérfanos existió. Algunas veces recibí cariño. Otras, las más, golpes, desprecio y maltrato.

 Estoy acostumbrado a golpear, a insultar y me sorprende cuando las personas son atentas y respetuosas conmigo. Por eso soy golpeador. Sin embargo mi mujer me entiende; ella vivió lo mismo. Hablamos el mismo idioma. Nuestro idioma es la violencia. Pero… usted, entenderá que luego, con los años aprendí cómo y con quién puedo ser así.

            A los diecinueve años, me hicieron convivir con un matrimonio de ancianos de origen italiano, que me demostraron que se podía vivir de otra manera. Para mí, son mis únicos y verdaderos padres. Él, Marcos, me enseñó lo que un padre le debe y puede enseñar a un hijo. Ella, María es mi madre del corazón. Los respeto y quisiera sostenerlos hasta el fin de sus vidas. ¡Bueno, Marcos, ya murió! En 1995.

           Ahora yo cuido a la vieja. La mamá que me regaló el destino. La única que me dio amor. A la otra no la vi más. Me han dicho que murió. Estará tranquila disfrutando su juego sucio con Lucifer. ¡Sé que el engendro satánico que me procreó vive! Para mí, sólo si  muere podré ver el camino que empedrará hacia el infierno. ¡Tal vez, yo le seguiré por esa ruta! ¡Ja, ja…! Ni allí, creo, nos van a recibir.

            Mi actitud, fue sacarlo del tema. Omar me miró con un matiz tragicómico. Sabía que su testimonio era muy fuerte y que de alguna manera, me hacía sufrir. Lo invité con un café y comprendí que  necesita compartir su memoria.

           ¡Hace mucho que dejé el alcohol, bebo vino sólo en navidad y año nuevo! ¿Qué tal?

           No perdonó a sus progenitores. Escudriña la vida arañando relatos que den lugar en su corazón para un pequeño respiro. Volteó la narración para transitar mi vida privada. ¡Claro, nada que ver con la suya! Tuve una vida, casi diría, tan quieta, aburrida y falta de interés, que no serviría para ninguna novela interesante. Pero, para él, era importante. Hacía su duelo personal y aforaba sus desgracias.

            Déjeme decirle… tengo algunos buenos recuerdos de ciertos maestros. Fui un error en la inteligencia, no aprendía nada. ¡Pero algunos de ellos decían que era inteligente! El odio no me dejaba concentrar. Sólo quería demostrar que podía con mi horror. Hasta que una docente afirmó —ya tenía catorce años— que podía cursar sin estar presente. No entendí qué quería decir. Me enojé mucho. Una noche entré a la escuela y la llené de mierda, rompí todo y quemé papeles.  Me metieron un año en un reformatorio. Igual, hice dos años en uno y por fin egresé. Ahora soy un laburante. ¡Por eso estoy aquí! Tengo que reivindicarme.

            Más cómoda, me dispuse a darle la lista que me pedía para hacer reparaciones en la escuela. Y se alistó con una hermosa sonrisa a realizar un apoyo a la institución en la que trabajo.

            Omar, es un gran ejemplo para mí. Es su caso el que me invita a mostrar a otros que el abandono, la falta de compromiso y la violencia familiar, que hoy se adueñan de la sociedad, únicamente traen más violencia y odio.

            Le di la mano y me propuse seguir con mis tareas. Tranquila, pensé esa mañana en el futuro de quienes me rodean, sin dudar en contar esta historia. Segura de que, quizá, sea útil para quien que la lea.


EL INTELECTUAL Y EL ARTISTA


 

¿Fue así? Lo veo con mis propios ojos. Es indescriptible. ¿Pero no era el que llegó con no sé cuántas maestrías, tanto que enseguida lo nombraron jefe de una ONG?

¡Sí, bueno, era él, pero se le cruzó esa porquería! ¿Qué podía hacer?, te preguntarás. ¡Nada!, te contesto. Hablaba como siete idiomas y era muy inteligente, pero ahora hay que verlo. Está tirado en plena calle, aún usa camisa de puño con botones de nácar, el traje es un trapo sucio, y le han robado los zapatos. ¡Parece mentira que un tipo así llegue a eso! Nadie hace nada. Te diré que al contrario, cuando comienza a retorcerse en el piso en donde está tirado, y a gritar, esgrimiendo una mano como para pelear, los transeúntes escapan. Se hacen a un lado, lo evitan. Y no te cuento las mujeres. Arrastran a los niños, distrayéndolos para que no vean ese cuadro. Incluso la policía se le acerca sólo para ver si no ha sufrido algún ataque. No lo tocan, ni se lo llevan, ni siquiera evitan que siga gritando como un energúmeno.

            Ayer, volví a pasar, vos sabés que trabajo en el museo casi a dos cuadras. Bueno, lo hago gracias a la beca que me dieron en el dos mil cuatro. Vociferaba que era hijo de un ministro y la gente lo miraba extrañada, pero dejó de babearse y me vio. Me dio la sensación de que sabía que era yo, se dio vuelta y se quedó en posición fetal. Tenía la espalda sucia y con sangre.

            ¿Creerás que está herido? No sé, pero me urge llamar a los padres y pedir que vengan a buscarlo. ¿Ellos sabrán que está así? Me duele el hecho de verlo y no poder hacer nada. Pensar que todo  empezó por una apuesta de quién era capaz de trabajar más horas sin dormir.

Alguien le acercó droga mezclada con vodka y él ganó. Ganó el juego. Cinco días sin dormir haciendo lo que hubiera hecho en varias semanas. Perdió. Perdió la vida. Se hizo adicto y alcohólico y ahora está loco. El cerebro debe estar vacío, licuado. No es un mendigo, es el producto de una sociedad enferma, desquiciada, sin horizonte.

Todos estaban enamorados de su alegría, inteligencia, su glamour. Le tengo pena, pero trató de matarme para que le diera unos euros para comprar droga y vino. El miedo me alejó y escapé de su manía y demencia. Tiene veintiocho años y parece de setenta, o más. Si lo vieran los padres así, creo morirían. O no, tal vez saben y no quieren acercarse como hacen los demás. Me incluyo. He visto que vienen de Notre Dame unos voluntarios. Les traen algo de comida y cuando llueve los tapan con plásticos. No me pidas que vaya a buscarlo y lo interne. No es mi tarea, ni siquiera siento pena. Tal vez sí. Pero nadie puede hacer nada.

¿Vos, te animás? Si me das una mano vamos y lo sacamos de allí y lo llevamos a un centro de rehabilitación, después de todo es tu pareja, vivió con vos hasta hace un año y medio. Te dio una buena vida, sin privaciones. Hasta te dejó el departamento y el auto. No querés saber nada. ¡Y bueno, cada uno cargará con su culpa! Me voy. Hasta otra vez que nos crucemos, cuando quieras, trabajo en el museo como ayudante de un restaurador italiano. Si preguntás por mi, me conocen por “El argentino”. La beca termina en dos años, estoy pensando en volver, pero acá estoy bien. Chau.

 

            El joven sigue su rumbo y se sorprende al comprender que ya ni siquiera él tiene solidaridad para con un compañero de colegio. Camina solitario y, a poco de andar, ve una ambulancia que retira el cadáver de otro adicto. ¿Cómo vivirá con su conciencia?