Sebastián, un joven descendiente de vascos y de oficio
peón viticultor, conchabado en una viña ubicada no muy lejos de la plaza de
armas de la ciudad, luego de participar del oficio religioso dominical ofrecido
en la capilla de la hacienda, practicaba con otros jóvenes compañeros de labor
su juego favorito: la pelota vasca. Pero ese domingo, algo raro ocurría a
Sebastián pues siendo el más habilidoso en tal juego aquel domingo en cuestión
no acertaba a devolver ninguna pelota, ni lenta, ni rápida. Cansado de correr y
correr de una punta a la otra de la cancha, finalmente y para sorpresa de sus
compañeros, se sentó sobre una piedra ubicada en un costado, lió un cigarro y
se quedó abstraído mirando la pared trasera de la capilla, aquella que era
usada como frontón. Sebastián no solo era
admirado por su destreza en el juego sino que era muy apreciado por ser
un trabajador incansable, aguantador como el que más, de una honestidad
intachable, jovial, generoso y buen amigo de sus amigos. En vano sus compañeros
lo indagaron buscando comprender semejante actitud tan distante a la
personalidad habitual de Sebastián. El mutismo fue total. ¿Qué había ocurrido?
Muy temprano, aquella mañana de domingo y como era su costumbre, Sebastián se
encontraba en el canal lavando sus ropas cuando no muy lejos vio un carretón
que se acercaba, sobre el pesado armatoste, y no obstante la distancia, se
podía reconocer a un conjunto de figuras de piel muy oscura. Sebastián se dijo:
-"Deben ser los nuevos esclavos y sin darle mayor importancia a la escena
siguió lavando su ropa" -¿Qué hubo Sebastián? El saludo del carretero
eufórico seguramente por regresar al pago, luego de meses de ausencia, hizo que
Sebastián levantara la mirada y ahí fue que ocurrió el milagro. En medio del
transporte y rodeada por otras personas a quienes no prestó la menor atención,
viajaba una hermosa africana de esbelta figura y no más de veinte años. Las
miradas se cruzaron, el flechazo fue mutuo y esa mañana de domingo comenzó a
gestarse un amor que duraría hasta la eternidad.
Era costumbre por entonces en esa y otras
haciendas que los amos, en este caso Doña Etelvina, una joven y resuelta viuda,
enseñaran personalmente a sus nuevos esclavos rudimentos de español, de
catecismo, de las tareas que habrían de desempeñar a futuro, modales
higiénicos, de mesa y por sobre todas las cosas a acatar el principio de
autoridad como algo inviolable y a entender que las cosas eran así porque de
ese modo lo había dispuesto Dios. ¡Y las
leyes de la naturaleza! Finalmente debían comprender que la vida no era más que
un tránsito hacia la verdadera vida, a la que todos podían acceder si se
comportaban bien por difícil que fuera ese tránsito. Todo esto Sebastián lo
sabía, como que también sabía que aquella tarea de iniciación duraría no menos
de dos meses, lapso en el cual le sería muy difícil entrar en tratos con la
recién llegada. Los días se le hicieron eternos, sólo en una oportunidad pudo
verla unos instantes. Una mañana como tantas en la que marchaba con Felipe, su
mejor amigo y confidente rumbo a la viña, se distrajo contemplando el vuelo de
unos patos luego de haber transpuesto el zanjón, entonces fue que la vio. La
africana caminaba entre la bruma matinal en dirección al canal con un atado de
ropa sobre la cabeza, su andar era sereno y cadencioso y daba la impresión a la
distancia, que sus pies apenas si rozaran la tierra. Sebastián quedó
petrificado, con los ojos desorbitados, era sin dudas mucho más bella y
elegante que el recuerdo imaginario que lo había desvelado tantas noches. Al
advertirlo, la esclava se detuvo, Sebastián le sonrió al tiempo que la saludaba
quitándose el sombrero y con un brazo en alto, ella respondió el saludo pero
apenas esbozando una triste sonrisa. Felipe que se había adelantado unos pasos,
al advertir el retraso de su compañero, volteó la cabeza y pudo contemplar la
escena, fue entonces que Felipe comprendió y al instante se formuló el designio
de no molestar a su amigo con preguntas inoportunas. El domingo siguiente,
luego del consabido oficio religioso, el cura informó a los presente que,
aprovechando las festividades de San Juan Bautista en una semana se realizaría
el solemne bautismo de los nuevos esclavos y de aquellos niños que habían nacido
recientemente en la hacienda y sus alrededores. Tampoco esa mañana Sebastián
quiso jugar a la pelota vasca declinando el ofrecimiento de sus compañeros, por
el contrario, más taciturno que nunca marchó hacia el canal y se refugió bajo
un sauce para oír en silencio el rumor
de las aguas. Felipe que lo había seguido a la distancia fue a sentarse a su
lado, armó dos cigarros, ofreció uno a su amigo y ambos quedaron fumando hasta
que por fin Sebastián, luego de exhalar unas cuantas bocanadas habló:
- Felipe, tengo que tomar
una gran determinación.
- ¿De qué se trata?.
- Estoy enamorado.
- Ya lo sabía.
- Y, ¿por qué no me lo dijiste antes?
- No se, tal vez por respetar tus reservas, tu silencio o
simplemente por imaginar que podría llegar a importunarte.
- Tú sí que eres un buen amigo.
- Trato... pero bueno, ¿qué es lo que piensas hacer al respecto?
- Pedir esta semana una entrevista a Doña Etelvina y solicitarla
formalmente en matrimonio.
- ¿Lo has pensado bien?
- Creo que sí.
- ¿Haz reflexionado acerca de que quedarías pegado de por vida a
esta hacienda? Que prácticamente renunciarías a tu condición de trabajador
libre, a que si te hartaras de esta hacienda y de esta patrona podrías
conchabarte como viticultor en cualquier otro lugar, inclusive en Chile, a que,
¿si un día quisieras abrir las alas y rodar por el mundo conociendo otros
rebaños, otros cielos y otros soles sólo tendrías que contratarte como
carretero o arriero?
- He pensado en todo eso y mucho más, mi querido Felipe, he
pensado que tengo veinte años, que he sido huérfano la mitad de ese lapso, que
ya ni sé lo que es una caricia y en que por sobre todas las cosas estoy
enamorado, me gusta este lugar, me gusta esta gente y me placen las faenas que aquí realizo.
Además, ¿no has pensado en que bien podría ahorrar y algún día comprar su
libertad?
- Todo lo anterior no te lo discuto, a lo mejor mis argumentos
están más en arder a mis sueños que a los tuyos, pero eso de juntar el dinero
suficiente como para lograr su libertad me parece una verdadera locura. A menos
que te hicieras bandolero, salteador de caminos o la raptaras para ir a
refugiarte entre los salvajes del sur, te aseguro que ni en tres vidas de
trabajo en la viña, juntarías el dinero suficiente.
- He pensado pero...
- ¿Felipe, me concederías el honor de oficiar como padrino del
novio?- dijo Sebastián.
- O sea que... ¿la suerte está echada?
- Así es.
- Será entonces un gran honor acceder a lo que me pides.
Puestos de pie,
arrojaron las colillas al agua, se miraron largamente para quedar confundidos
en un fuerte y prolongado abrazo. Esa misma semana Sebastián solicitó la
entrevista con Doña Etelvina. A la patrona no le sorprendió el pedido, siendo
Sebastián tan bueno y leal trabajador,
no puso reparos en otorgarla para el jueves al atardecer, luego que la
campana de la capilla sonara indicando el
ángelus y consecuentemente el final de las faenas en la hacienda. Introducido por el mayordomo en el
salón donde la patrona despachaba los asuntos de la hacienda, vestido con sus
mejores ropas, sombrero en mano y de pie guardando prudente distancia respecto
del escritorio, vio de soslayo como Doña Etelvina entraba al salón y tomaba
asiento. La imponente figura de su patrona a la que apenas se atrevía a mirar
lo turbó, por un instante pensó en salir corriendo o inventar una excusa, algo
así como un pequeño aumento o una corta licencia. La voz de Doña Etelvina lo
sacó bruscamente de su embarazo.
- Buenas tardes, muchacho, aunque ya no se si debiera llamarte
así, no había reparado en cuanto has crecido, si pareces todo un hombre.
- Gracias, señora.
- Pues bien, tú dirás, ¿qué te trae por aquí?
- Patrona, Doña Etelvina... es que yo, no, es que, es que usted
sabe...
- En realidad no se nada... vamos muchacho... ¡qué no ha de ser
tan grave!
- Vengo a solicitar su licencia para casarme.
- Desde ya la tienes, pero no te hace falta, eres hombre libre. O
es que será que me quieres pedir como madrina de tu boda. ¿Es eso, verdad?
- Eso además sería fantástico.
- Y para mí un gran honor, conocí a tus padres y jamás olvidaré la
pena que me causaron sus muertes durante aquella horrible epidemia. Pero no
entiendo eso de que además...
- Porque hay algo más.
- ¿Y qué es ese algo más que te tiene tan nervioso?
- Es acerca de la novia.
- ¿Qué hay con la novia, no es de aquí y quieres licencia para
mudarte a otro sitio?
- No es eso, al contrario es bien de aquí, tanto que usted es su
dueña. Se trata de la joven esclava nueva que el domingo va a ser bautizada y
presentada en sociedad.
- Vaya... vaya... conque de eso se trataba. Te confieso que me has
sorprendido, pero en fin, has pensado seriamente en el asunto?
- Si, lo he pensado.
- ¿Has medido, siendo aún tan joven, los riesgos que semejante
vínculo te pueden acarrear de por vida?
- Supongo que sí.
- ¡Pero... si ni la conoces...!!!
- La he visto dos veces y aún sin haber intercambiado ni media
palabra, sé que estoy enamorado, como nunca lo estuve. Además tengo la plena
convicción de ser correspondido.
- Bueno... te prometo pensarlo y si mi resolución fuera positiva
la anunciaré el domingo luego de los bautismos.
Dicho lo cual,
poniéndose de pie dio por concluida la entrevista. Sebastián aguardó a que
saliera de la sala y trastabillando, se retiró él también con un nudo en la
garganta y a punto de estallar en llanto.
Doña Etelvina
efectivamente pensó el asunto mucho más de lo que Sebastián hubiera imaginado.
Siendo una joven viuda en una sociedad patriarcal, donde a diario se las tenía
que ver con hombres para discutir los más variados asuntos propios de la
hacienda, su carácter era por demás receloso y desconfiado. Lo primero que hizo
fue indagar los sentimientos de la esclava, la africana a pesar de su media
lengua, entendió perfectamente las preguntas de su ama y por primera vez en los
casi dos meses de residencia en la casa de la hacienda, su rostro mostró una amplia y hermosa
sonrisa. Luego y sin articular palabra, de sus ojos comenzaron a brotar
copiosas lágrimas, para finalmente postrarse ante su ama y besarle los pies. A pesar de la dureza de su carácter, Doña
Etelvina se conmovió sobremanera. ¡Un casamiento por amor, no era lo corriente
entre los de su clase! Ella misma, siendo poco menos que una niña, había sido
entregada en matrimonio por su padre, a quien le cuadruplicaba la edad. De ese
matrimonio arreglado, le quedó la hacienda y dos vástagos, los cuales a pesar
de haber sido cuidados sin economizar desvelos o precisamente por eso mismo, le
salieron algo botarates; por sobre todo nada afectos al estudio, al trabajo o a
las responsabilidades en general. Pero más allá de sentimentalismos, para Doña
Etelvina, la esclava era definitivamente una inversión. Tal vez la mejor que
realizara desde que se hiciera cargo de la administración de la hacienda.
Efectivamente, la africana había resultado ser sumamente dócil y por demás inteligente, aprendía sin dificultad las
tareas que se le enseñaban, era aseada, prolija, diligente y prometía ser una
excelente cocinera. Su determinación hubiera sido negativa si no es que el
domingo en que la tendría que anunciar no hubiera sostenido una larga charla
con su confesor antes de la misa. El religioso finalmente la disuadió
argumentando que existiendo un lazo amoroso tan
fuerte entre esos jóvenes, la negatíva no haría más que potenciar esos
sentimientos, en cuyo caso no sería de extrañar que a la larga o a la corta se
fugaran quedando la patrona sin su fiel peón y su excelente esclava. El
matrimonio no tendría por qué modificar sustancialmente las cosas si las
condiciones para acordarlo eran claras y precisas.
Por fin ese
domingo, se ofició la misa y se hicieron los bautizos. A Sebastián, si le
hubieran dado la oportunidad la hubiera nombrado: Gacela, pero esto ni pasó por la mente de doña
Etelvina quien optó por nombrarla, santoral de por medio: Consuelo. El cura
presentó a los nuevos cristianos y Doña Etelvina anunció formalmente el
matrimonio de Sebastián y Consuelo para la primavera venidera, luego, pidió a
Sebastián que se acercara y tomara de la mano a Consuelo. Hubieron aplausos
generales, finalmente solicitó a la nueva pareja, que la siguieran hasta su
despacho donde fijarían las condiciones de la boda. Como quien está muy
acostumbrado a resolver asuntos, Doña Etelvina fue clara, precisa, y
contundente al anunciar que: - Hasta que la boda se concretara se verían sólo
los domingos luego de misa, pudiendo almorzar juntos y permanecer en mutua
compañía hasta el atardecer, sin sostener trato carnal, caso contrario el
convenio quedaría automáticamente anulado sin apelación posible!-. Sebastián
tendría la posibilidad de ir construyendo un rancho, en lugar a determinar,
pero cerca de la casa principal y junto al zanjón, para lo cual la patrona
aportaría los materiales necesarios. Luego de la boda ambos tendrían una semana
de licencia dentro de la hacienda, pasado ese lapso, Sebastián volvería a sus
tareas y Consuelo, seguiría al servicio de la casa de lunes a sábado desde el
amanecer hasta luego de servirse la cena. En cuanto a días feriados se fijaban
los de los santos correspondientes y fiestas de guardar, salvo caso de
enfermedad de la patrona, pues si eso lamentablemente ocurría, Consuelo habría
de asistirla de día y de noche, de lunes a domingo sin distinción de días
fastos y nefastos. Doña Etelvina ofreció elaborar y firmar el contrato
correspondiente a lo que Sebastián, en su arrebato, se opuso terminantemente
argumentando que desde siempre había servido en la hacienda siendo muy bien
tratado sin que mediara papel alguno. Sólo se contentaba con que su patrona y
Felipe fueran los padrinos, acordado lo cual, pidió licencia para besar las
manos de su patrona y poder salir en compañía de Consuelo para dar el primer
paseo y compartir el también primer almuerzo dominical.
Tomados de la mano salieron de la casa
alejándose lentamente, Consuelo, seguramente, poco y nada había entendido
acerca del arreglo, sería Sebastián quien a media lengua y por gestos se lo
haría comprender, sin embargo poco le importaba, en el fondo sabía que ella
seguiría siendo esclava pero con la posibilidad de vivir un gran amor. Por eso,
a mitad de camino entre la casa y el zanjón, detuvo la marcha y miró a
Sebastián con una mezcla de amor, dulzura y agradecimiento inefables, lo
estrechó entre sus brazos de ébano y lo besó en los labios tiernamente. La
rígida patrona que había seguido la escena desde la galería no pudo evitar que
se le escaparan unos gruesos lagrimones.
Mientras los días
se sucedían y al correr de los meses la primavera se acercaba lentamente, de
domingo en domingo Sebastián, luego del servicio dominical, mostraba orgulloso
a su prometida los progresos en la construcción del rancho. Con Felipe, en los
escasos ratos libres, inclusive en noches de luna llena y no tan llena, habían
ido levantando las paredes de dos habitaciones, una para el futuro matrimonio y
la otra para que funcionara como cocina con espacio para una mesa. Luego,
invariablemente tomados de la mano,
realizaban largas caminatas por el interior de la hacienda. Al atardecer se
presentaban en la galería de la casa principal donde la patrona, a pedido de
Sebastián, les daba la bendición en téminos tales como:- "¡Dios los
bendiga, los ampare y los favorezca!"-. Semejante conducta despertó entre
los peones y esclavos de la hacienda nobles sentimientos, todos querían
colaborar de alguna manera de modo que cuando hubo que techar el rancho, plantar los horcones y hacer la cumbrera para
la pequeña galería, se armó una jornada de trabajo comunitario, lo que en
quechua se conoce como "una minga". Don Joaquín que manejaba muy bien
el oficio de albañil, supervisaba la obra a la vez, que personalmente construyó
el fogón con un tiraje suficientemente bien hecho como para garantizar que el
rancho jamás se llenara de humo. Así mismo; Don Carmelo, el carpintero hizo y
colocó puerta y ventanas, ambos menestrales se opusieron gravemente a recibir
compensación material, los respectivos aportes tenían que ser aceptados en
calidad de regalos de boda.
¡Por fin llegó el
día tan esperado! Fue toda una fiesta, donde se bebió, comió y bailó hasta el
amanecer. La pareja tuvo la semana de mieles prometida y luego la vida continuó
sin mayores sobresaltos. Sebastián ahorró y compró un caballo, con la intención
de pasear por los alrededores, inclusive llegarse hasta la plaza de armas con
su mujer en ancas los días domingos.
Contra las voces de los agoreros que le
sugerían que esas salidas podrían ser la excusa perfecta para una fuga, Doña
Etelvina decidió confiar, de modo que los domingos, era un primor ver a la
joven pareja pasear por la ciudad a caballo. El mayor placer de Consuelo era
sumergirse en la feria dominical con unos pocos reales que le daba Sebastián,
para regatear la compra de alguna pollera, blusa, camisa o pañuelo para su
marido mientras el vasco, se permitía uno de los escasos lujos a los que era
afecto: tomar unas copas con los amigos, jugar alguna partida de baraja o
presenciar una riña de gallos. Luego almorzaban en una fonda y al atardecer se
presentaban de regreso ante la patrona. A los pocos meses el vientre de
Consuelo mostró ciertamente un avanzado
estado de gravidez. El parto no planteó mayores complicaciones y la
pareja tuvo su primer y único hijo, un mulato verdadera síntesis de razas. El
color de la piel y el pelo lo aportó Consuelo en tanto que los finos rasgos de
la cara y la claridad de los ojos, Sebastián. La alegría se disipó muy pronto,
exactamente el día en que hubo que resolver acerca de quién ejercería la
propiedad respecto del vástago. Sebastián argumentó que siendo él hombre libre,
su hijo también tendría que serlo. Doña Etelvina, por el contrario, afirmó que
siendo hijo de su esclava el niño también era esclavo y en consecuencia
propinad suya.
La justicia dio
la razón a Doña Etelvina, pero concedió a Sebastián la posibilidad de comprar
la liberad de su hijo, luego de acordar y abonar un precio justo. Demás está
decir que el precio fue alto como las nubes y que en esta oportunidad tampoco
el joven aceptó firmar convenio alguno. El hombre no se amilanó, vasco tozudo
como el que más, se formuló el designio de trabajar y ahorrar hasta ver a su
hijo libre. Compró una vaca para asegurar una buena alimentación a Andrés, tal
y como fuera bautizado el crío y de paso aprovechar para hacer y vender algunos
quesos. De año en año engordó un cerdo para carnearlo y facturarlo mejorando la
alimentación de la familia y a la vez para vender salames, morcillas o algún
jamón. Lo propio hizo con un pequeño huerto que generalmente atendía luego de
despachar sus faenas en la viña. Por supuesto, porque no todo es trabajo en
esta vida, algunos domingos no perdieron la costumbre de pasear por la ciudad,
al principio con el niño en brazos de Consuelo y luego montado en un caballito,
que Sebastián compró y amansó personalmente para Andrés. Llámese resignación, convicciones o lo que
fuere, la pareja no se resintió, por el
contrario el amor creció al ritmo de Andrés y el trato con la patrona tampoco
se alteró. Tanto fue así, que en más de una oportunidad, pudieron hacer
excursiones de dos y tres días, la visita favorita la concretaban en la casa de
Felipe que también se había casado y vivía con su mujer el la Villa de Lujan, lindante con
el Río Mendoza. El día que Andrés cumplió quince años, se organizó una fiesta
excepcional pues precisamente ese día Sebastián concretó el pago del cincuenta
por ciento del precio fijado para liberar a su hijo. A las pocas semanas y contra
cualquier pronóstico Doña Etelvina enfermó y a pesar de los cuidados recibidos,
particularmente por parte de Consuelo, murió. Abierta la testamentaría la
esclava y su hijo formaban parte del inventario, eran uno más entre las piezas
de esclavos, toneles con vino, cubiertos, camas, mesas, manteles y demás que
sería repartido a partes iguales entre sus hijos. Sebastián clamó por la
libertad de Andrés argumentando que él había pagado la mitad del valor de la
misma, pero no hubo caso, no habiendo constancia ni papeles escritos, primero
los herederos negaron saber de algún acuerdo verbal y luego la justicia falló
en su contra.
No es cuento, se trata de una versión libre de un caso real
ocurrido en tiempos coloniales en Mendoza, no se han consignado apellidos así
como los nombres de los personajes son arbitrarios. Las pruebas están a
disposición de los interesados en el Archivo Histórico Provincial