Sintió
el sonido febril de unos tamboriles en las adyacencias. Era carnaval y su
pueblo amaba esa fiesta pagana. Despertaba la sangre negra escondida por
siglos. Se asomó a la ventana. La mujer con su rostro descompuesto de ira,
rompió el cristal de la ventana para que el sonido se acercara a sus oídos excitados.
Su sangre fluía a borbotones por sus piernas sin poder sacarse el deseo de su
hombre. Un agudo calor le atravesó el vientre. ¡El carnaval había llegado
trayendo los recuerdos de su juventud! Sintió el aire fresco de la mañana en su
rostro alegre. Su corazón sonaba como los tambores. Se estaba muriendo envuelta
en el fragor del ritmo loco.
Había
conocido a un dios robusto, amante caliente y fervoroso en una tarde en Copacabana,
en la Rua. Ella
estaba vendiendo su cuerpo como siempre desde su más tierna pubertad. Lo miró.
Sus ojos se metieron en un mar bravío. Silencioso como dios pagano la arrastró
hasta un hotelucho. La amó desesperadamente. Se fue dejándole una soledad
desmesurada. Ni su abandono en la infancia la dejó tan desnuda de calor humano.
Sintió que ya nunca podría amar a otro hombre. Se emborrachó como hacía mucho
no lo hacía y volvió a la calle. Rodó. Rodó. Moría en cada sexo que penetraba
su fantasma. Ya estaba muerta.
Tal
vez al conocer a Oliverio comenzó a resucitar. Era un hombre calmo. Bueno. Se
fue con él un día después de una tormenta. La Fabela le apretó el silencio. Le llenó de gritos
y de risas. Pintó sus carnavales con ráfagas de fuego. Pero en medio del
extravío ensoñaba con su dios perdido. Una lluvia de estrellas conectó su mundo
con la vida. Se quedó embarazada. Una mañana descubrió entre sus brazos morenos
a su niño. Regocijó su espíritu. Cantó su alma. Canturreó y armó batucadas
nuevas en su cuerpo exuberante. Alimentó de las calles a sus hombres con
hombres que mantenía a distancia de cien fuegos. Era feliz a su manera.
Una
noche sucedió...encontró a su dios perdido. Estaba solo y borracho. La cachaza
rebotaba de su aliento afiebrado. Habló como no hubiera hablado con nadie. Ella
lo amó desesperadamente. Sabía que nuevamente lo perdería. La ruas lo tragaron
como entonces. Ella ya no era la niña de aquel tiempo. Tenía cien años en su
rostro. En su alma milenaria no cabía esa pasión. Regresó al alba y lo esperó
la tragedia. En su ausencia la fabela se había incendiado y murió su hijo.
Quedó petrificada de dolor. Oliverio buscó ayuda. Estaban tan sólos como los
pobres solos de las fabelas violentadas. Vinieron a llevarlos a un refugio y
ella fue como una muñeca moribunda. No podía respirar por la tristeza. No tenía
esperanza.
Se
acercaba el carnaval. Despertó una mañana con un mal presagio su corazón le latía de una manera extraña. Sintió un dolor agudo en la garganta y el último suspiro tenía sabor de sangre y fuego. Afuera un grupo cantaba en la fabela un zanba triste de negritud desesperada.
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