Ya se escucha el sonido del tren que se
acerca. Una muchacha toca el “chelo” sentada apenas, sobre un cajón de frutas.
Me siento invadido por esa música triste y dejo que se aleje el coche. Me
pareció que he visto en el vagón de cola, la figura inverosímil de Leonardo.
Imposible. Militante de la más dura izquierda, desaparecido allá por los 70.
Me entretengo escuchando la música que invade esa fosa iluminada a neón. Olas
humanas atraviesan en cada llegada y partida de convoyes grises, la cabeza me
da vueltas pero siento que una realidad está por golpearme. Dejo con pesar la
estación, esa mujer es una gran intérprete de Bach. El suelo tiembla bajo el
peso del coche colmado de oficinistas. En “Catedral”, decido bajar y seguir
hacia “Virrey”, voy a ir a hablar con Marité, la mujer que asistió a todos en
el anonimato en los 70. Cuando salí a la calle, todavía con sol, me parece que
la vida me sigue sonriendo a pesar de los recuerdos. Camino mirando a cada uno
de los transeúntes como si fueran fantasmas de aquel tiempo de sombras. Utopías
que nos desheredó de la juventud sin culpa. Admiro las viejas casas de barrio,
con sus zaguanes llenos de amor prohibidos de antaño, las verjas y ligustrinas
bien recortadas. ¡Qué vida más provinciana, tranquila, que a pocas cuadras del
caos de callao y corrientes, donde piqueteros, desocupados y madres con
carteles, gritan consignas políticas a toda hora!
Ya son las… miro el reloj, como entonces.
Fue como las once y cuarto que llegaron. ¡Eran tantos! No quiero recordar, me
hierve el hígado. Si ya son las once y veinte. Marité debe estar prendiendo los
hornos para hacer sus magníficas piezas de alfarería. Recuerdo la grácil figura
de la muchacha rubia, con rasgos nórdicos, ojos celestes, cuyas manos
aprendieron a domar el barro arcilla, el vidrio, los metales, creando obras de
arte que atraen a expertos y neófitos del oficio. Su casa fue refugio. Ahora,
sola suele llamarme. Tomamos unos mates, café, té lo que hay, y hablamos. Toco
a su puerta. Su llamador improvisado es un cordel con trozos rotos de cerámica.
Tras una persiana, sale su voz y pregunta: ¿Quién viene a interrumpir la inspiración
de una artista?, se hace silencio. Soy yo, Gabriel, ¿Me abres? . De inmediato,
su gruesa puerta me deja ingresar al oscuro pasillo. Tomo la salida equivocada
y tropiezo con una enorme escultura, que se bambolea con mi torpeza. Me abrazo
y siento una carcajada, que estalla en mi cerebro como cascabeles. Ya adaptado
a la penumbra veo las puertas que me acercan a Marité. Allí parada con el
cabello suelto que le llega a la cintura, con esas túnicas “guajira”, que la
envuelven como a un ángel. Creo que el golpe de sangre en mis sienes, me están
diciendo que la amo. Me tengo que sobreponer. Vengo por lo que ví recién.
–Maarité…, yo no sé si me estoy volviendo loco. Acabo de ver a Leonardo en el
subte.
Se acerca y me abraza con ternura. No
soporto más el aroma de arcilla y jazmines que me envuelve. Beso con pasión su
boca. Devuelve una a una mis caricias. Silencio.
Bueno, sí Gabriel, el muy traidor, ha
vuelto. Parece que nada hubiera pasado unos momentos antes.
Ayer en la “escalera mecánica” de Ezeiza,
dio una conferencia de prensa. Era agente de la CIA y vendió a muchos de nuestros amigos. La tomé
en mis brazos y volví a besarla. –Hay judas en todo tiempo y lugar. Nunca pude
imaginarlo. –Me devuelve los besos y corre a la sala donde están los hornos.
Apaga el fuego en el número 8, donde se funde un vidrio color violeta. Me toma
de la mano y subimos la escalera. Su lecho, es un nido cálido donde su cuerpo
parece un plumón de seda. Nos amamos con ternura. Suena, abajo, el cordel con
trozos de alfarería. ¿Algún amigo? . Me tira una camisa y se sale en bata, su
pelo despeinado y acalorada se asoma por el balcón. Es él, Leonardo. Un traidor
que regresa. Inventa una excusa y regresa. No quiero verlo. Ella tampoco. A la
noche me acerco a la puerta y encuentro un sobre arrugado y viejo. Lo abrimos.
Están nuestros datos y nuestras fotos de hace más de 20 años. No quiso
entregarnos… tal vez, le debemos la vida.
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