La
ciudad cabecea con un calor fastidioso, rumor de tormenta para algunos,
descanso para otros. Viento zonda en altura que desencaja y trastorna la mente.
Toda la población mirando al este o a la montaña buscando una señal de alivio.
Las calles empedradas o las de tierra van recibiendo de mujeres y de chicos
agua gredosa de las acequias, que dejan al secarse, polvo volátil como talco.
Hay un calor pegajoso y seco que molesta. Don
Florencio saca del solar trasero la carretela con "Emperador", que
sudará con el trotecito bajo la canícula. No queda lejos el corralón de los
amigos, necesita muchas cosas y a pesar de la hora, recorre la calle del
zanjón. Viaja tranquilo. El portón siempre cerrado no impide que con sus
fuertes manos de trabajador hagan un llamado como toda vez cuando necesita
mercadería. Espera un rato y vuelve a golpear pero nadie aparece. ¡Qué extraño! Envuelve el lugar un
silencio como de siesta, pero son las nueve de la noche, él no tiene reloj,
lujo de señoritos bien, sólo se acomoda con las campanas de iglesias o
conventos de la ciudad que aun recuerdan la colonia. Vuelve a insistir y
aparece la voz de Fortunato, que casi guturalmente contesta que vuelva mañana.
¡Extraño! Ellos tan atentos, tan educados, charlatanes y jaraneros. -Será el calor, habrán tomado cerveza y les
ha hecho mal.- piensa.
Son
tres viejos solos en ese caserón lleno de carbón, herramientas, leña, hierro,
forraje, maíz, cebada y mil cosas más para vender, simples gangas, baratijas,
nunca una mujer para alegrarles la vida. Don Florencio contrariado regresa por
donde vino refunfuñando contra los gringos que le hacen perder el tiempo.
Llega
a su caserón de adobes y ya en la vereda se trenza con su vecina en una charla
comadrera.
- Vio, don Florencio, ayer desapareció
el contador de la
Bodega El
Progreso, dicen que salió como a la siesta de la oficina y luego de ir a uno o
dos lugares de Las Heras y Maipú, nadie lo ha vuelto a ver. La familia pagaría
por saber algo.- la cara de Dominga tiene un aire de intriga y avaricia.
Si ella supiera algo, podría ganarse unos buenos pesos, mal no le vendrían.
Lava ropa para gente de todo tipo y camina de una punta a otra de la ciudad.
Conoce a todos y casi todos la conocen.
- ¡Parece que hay fantasma en esta ciudad,
últimamente, doña, si no me equivoco, desde...
hace dos años han desaparecido como cuatro o cinco personas sin dejar
rastros...! - dice perplejo el hombre mientras se rasca el cuello y la
cabeza.- ¿Se acuerda del ingeniero alemán
que había venido a “construir” el dique? Nunca se supo nada.-
- Ese, dicen que se escapó a Chile con
la hija del coronel Pereda, y se llevaron como doscientos mil pesos de la obra.
Así escuché en las casas.
-
¡Qué quiere que le diga, yo no lo creo,
la chica dicen que se metió en las Carmelitas en Córdoba y que allá la van a
ver los parientes!- chismerío de
mujeres. Por la mañana tiene que regresar al boliche de los solterones. -Me voy doña. Hasta pronto.
Las
calles dormilonas tienen en suspenso el tiempo y el polvo que vibra entre
pasiones y amores. Las acequias traen algo de frescura a los árboles mustios y
caballos que beben entre charla y charla de sus dueños. La ciudad comienza a
murmurar. Algo raro pasa. Ya no sólo se habla del ingeniero, ha desaparecido el
doctor Filomeno Uliarte, un médico con experiencia traída de Europa. También el
candidato del partido liberal, Don Goyo Echenberrieta, otro que al partir se llevó como cincuenta mil pesos del partido
y ni hablar de Estanislao Telesky, el topógrafo del ferrocarril – ¡Ese dicen que aparte de llevarse como
ochocientos mil pesos, se llevó un Ford nuevito, recién llegado de los Estados
Unidos en un vapor moderno a Chile! La gente comenta y saca conclusiones. ¡Algo
pasa en este pueblo tranquilo!
- Señor Comisario, necesito hablar con
Usted. - la mujer insignificante se refriega las manos en su carterita
vieja y deslucida.
-¿Nombre y datos de filiación? Agente tome los datos.
-
Me llamo Josefa Aureliana Pérez, soy nacida en Jocolí en mil novecientos
veinte. Viuda. Empleada en casa de una maestra de la Compañía de María de
ciudad. Se llama Clara Molina. ¿Algo más? No, no tengo documentos.
-
¡Señora estoy muy ocupado! -dice con desdén el policía, casi sin ponerle
atención a la pobre desgraciada. Y ordena a un ayudante para que la escuche.
-
Mire señor, yo vivo en la parte de atrás del corralón, allá en la Cieneguita , ¿conoce, me
imagino? Bueno yo he sentido varias veces gritos pidiendo ayuda, a través de la
pared, pero no me animo a asomarme. Después escucho ruidos de todo tipo y finalmente
un silencio total, ni perros que ladren.- dice con mirada asustada.
-
¡Bueno señora, no se inquiete yo le tomo la declaración y usted me deja su
dirección y mañana o pasado la vamos a visitar!- rápidamente y torpe toma
algunos datos como para tranquilizar a la humilde mujer... pero interiormente
piensa que es otra vieja entrometida que fisgonea a los vecinos. Ya iría él a
ver de todos modos.
Una
tormenta se desgarra sobre la población, estremecen los truenos y parece que el
cielo cae en gruesos trozos de mampostería líquida. Un olor acre a tierra y
podredumbre sale de las acequias en las zonas que comienzan a inundarse. En el
corralón tres hombres tranquilamente sentados comen un trozo de pierna de
cordero que un vecino y cliente les ha traído del sur. Charlan animadamente,
cuando ven aparecer por el portón entreabierto a don Florencio con su carro.
La charla entre los hermanos se alarga y entre
chanzas y risotadas se pasa el núcleo del temporal. Cuando se separan los
hombres silenciosos, van a sus camastros en un profundo silencio. Cada uno
pensando sus propias cuitas.
¡Don
Florencio y su carretela nunca regresa con las compras! La familia comienza la
búsqueda incesante. El enigma es pavoroso.
A
los pocos días, el cabo Fermín Segura sale rumbo a la Cieneguita para
constatar la denuncia de doña Josefa Aureliana Pérez, la modesta mujer. Él sabe
que no encontrará nada. Igual hay que cumplir con su trabajo.
¡Extrañamente,
él tampoco retorna y su cuerpo no se encuentra en los sucesivos rastrillajes
que hacen en zanjones y descampados sus compañeros!
La policía está nerviosa. El
comisario recibe permanentemente pedidos de familiares de los desaparecidos y
de los correligionarios del político. Deben buscar una salida a ese atolladero.
Llama a los ayudantes y comienzan a buscar pistas. Un detalle se les ha
escapado... ¿Cuál?
-
¿Adónde dijo que iba el cabo, jefe?...- se miran curiosos. ¿No tenía que
constatar una denuncia en un barrio de Las Heras? De un salto suben al flamante
automóvil que ha entregado Don Pascual Aguirre, el señor Ministro de seguridad.
La polvareda señala la ruta que han seguido los hombres de la ley.
Se presentan en la pobre casa de la denunciante.
Nadie contesta, un olor nauseabundo delata un cadáver en descomposición. Cuando
ingresan a la miserable habitación el horrendo cuadro los hace retroceder. Un
montón de ratas y alimañas se están peleando por el despojo de un ser humano...
¡Es lamentable pero han llegado tarde!
Comienzan
a revisar el cuartucho y sólo encuentran diarios viejos con los artículos donde
se leen las noticias de las desapariciones. Nada nuevo. El cabo principal
Onofre Miranda observa algo que le atrae la atención. Una pala nueva sin más
uso que pelos y sangre seca, un azadón lustroso, nunca usado... sólo con
rastros de sangre y tierra... y una horquilla tan nueva, como los anteriores
objetos, con señales de masa encefálica, sangre y pelos... y allí presiente que
está la clave.
Muestra
al jefe las piezas. - ¡Don Melitón, compadre, no le llama la atención tanta
lindura, para matar a esta vieja? Todo tan nuevito y sin marcas... ¿Quién tiene
por acá plata como para comprar herramientas y dejarlas tiradas por ahí?
-
¡Che Onofre, no me había dado cuenta..., pero tenés razón, compadre, todo esto
me da mala espina! - se siente más tranquilo desde que ha llegado un médico del
hospital San Antonio y se han llevado el cadáver. Comienzan a pensar y de
repente los dos gritan a dúo: " Los
del corralón"... y salen como disparando para entrar por la otra cara de
la manzana. Enfrentan el enorme portón y al grito de “Policía"... Escuchan
un disparo. Ingresan y encuentran a Juliano el más viejo de los Leonello con un
disparo en la sien. Siguen hacia las habitaciones donde una discusión proyecta
palabras en un dialecto que ninguno reconoce. Sale Vicente Leonello con una
cara tranquila y seria... -¿Parece que no se respeta el luto de la gente? y se
agacha al lado del hermano muerto. Sale Fortunato Leonello con una mirada
extraviada y sudor que le moja la camisa
manchada con la sangre aun fresca. Se sienta y deja caer un revolver sobre una
mesa destartalada.
-
¿Dónde están los otros?- el comisario arriesga por las dudas... ¡Ya no pueden
ocultar más las cosas!- en realidad no sabe de qué habla pero su experiencia le
hace decir con seguridad las palabras.- Cabos registren el lugar...- Da la
orden sin titubear. Los hombres salen a buscar sin saber qué. De pronto un
grito desde la caballeriza...
-
¡Jefe acá hay mucha tierra removida!- corren. Todos se agolpan en ese amplio
espacio. Alguien alcanza una pala otro un pico, de las herramientas que están
allí a mano, comienzan a cavar y sale entre la tierra una mano conocida... la
mano de Fermín Segura... el pobre policía que fue allá a ver y a investigar... luego van apareciendo uno a uno
otros cuerpos y otros rostros. Hasta “Emperador”, y el mateo abandonado llora
su muerte entre paja y polvo. El gran
misterio sería saber ¿por qué? Y al mirar hacia los hombres sentados impávidos y serios, ven en sus
rostros descompuestos por la furia que se desplaza una luz de "
avaricia"... ¡Tan sólo fue por " Dinero"!
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