La tarde como esquirla de fuego,
acercaba el sopor a la gente del pueblo. En esa hora impenetrable de la siesta,
un enardecido movimiento deslizaba en las sendas abiertas con las plantas
callosas de las hembras sedientas. Llegaban desde el río. Con sus ropas mojadas
que habían enroscado en la cintura desolladas por el agua fría.
Lavanderas heroicas. Los canastos
acompasaban el andar por la vereda como hormigas activas. Arriba, sus cabezas
lustrosas de cabelleras motas. Entrar y desplomarse en las hamacas, era el
sueño de todas. Palmerinda, Dilercy, Uma y Flora, se tiraron urgidas con
palmetas de junco y quedaron dormidas.
Los insectos trituraban la piel. Una
nube escabrosa cubrió el patio y descargó un diluvio, lavando el cuerpo de las
buenas mujeres. Que despertaron asombrando la noche. Un perfume de “feishoada”
sacó un deseo culposo de sus cuerpos cansados. Hambre, avidez y sed. Acomodando
las ganas caminaros al fuego de la ancha cocina.
Basilina preciosa, cocinó para todas
y llenó las gargantas y estómagos secos. La noche abrumaba húmedo en ruido de
grillos y macacos. Un sonido rompió la paz de la casona. Era Afranio Mederiros.
El hombre, brutal y peleador que venía a buscar a Dilercy. Sus ojos como ascuas
miraban las curvas de la joven. Apetito de macho. Ella, salió callada. En las
manos llevaba un rosario de penas. Y el corazón cargaba un cesto de coronas de
espinas. Las mujeres apenas levantaron los ojos. Comieron en silencio.
Había refrescado y del río se oía el
crujir de la correntada que creció con la lluvia. ¡Mañana no podremos lavar! Y
se persignaron con los dedos marchitos. ¡La
Virgen De Aparecida, nos proteja! Mis hijos
no tendrán para comer esta semana, dijo Uma. Flora la miró con tristeza. Yo te
daré arroz y porotos…que me quedaron de la semana pasada. Todas la miraron con
amor y dulzura.
¿Flora, qué sabes de tu hija?
Regresó de su viaje, acaso, está en camino. Pero saben que no es cierto. Se fue
con un mozo y la ciudad es tramposa.
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