Sentados
en el caliente muro divisorio entre la casa y el jardín, Atilio y Guillermina
jugaban. Recortaban figuras de revistas y las pegaban en pequeños recuadros de
papel cartón. Luego pasaban horas hablando sobre lo que veían en las figuras.
Inventaban historias y leyendas que servían para atemperar las tediosas siestas
en que toda la familia dormía. La primera en salir, somnolienta aun, era la tía
Eufemia. Les traía agua fresca del aljibe, con zumo de alguna fruta fresca de
estación, para los cuerpos sedientos.
Luego
llegaba Sergio que les hacía alguna adivinanza o trabalenguas y se dirigía a la
sala. Allí comenzaba a sonar monótono el chelo del primo. Cuando se presentaba
el abuelo, les enviaba una sonrisa algo distraída con la mano en alto, entraba
con su violín y ensayaban horas y horas las partituras de color ocre que el
tiempo hacia más interesante. Faltaban pentagramas enteros. Pero era
maravillosa la mezcla irreverente de los clásicos.
Así
crecimos, llenos de melodías y compases que nos tentaba a tomar el piano de la
abuela y comenzar a estudiar. Las tardes y las noches se dilataban entre risas,
sonrisas y comentarios. Los vecinos nos tenían por una familia poco seria, pero
un día sucedió lo inesperado, Sergio tenía la edad de marchar al ejército. Se
fue con su pequeña mochila de inquietud, sorpresa y miedo. Nunca imaginamos lo
que devendría.
Una
guerra insensata de desplegó entre los dos países vecinos al nuestro. Nos
involucraba indirectamente. El abuelo había sido un mediador entre ambos países
hacía como treinta años. Llamaron a papá para que interviniera. Sergio en ese
entonces era candidato a ocupar un lugar en la banda del ejército, pero acompaño
a nuestro padre a ese viaje sin sentido. Así pasó de músico a ayudante de
diplomático.
Atilio,
viendo la tristeza de los mayores, comenzó el trabajo de armar una orquestita
con toda la familia. El entusiasmo del abuelo, que ay sordo, mantenía el ánimo
de las mujeres, aunque lo vimos llorisquear en muchas oportunidades.
Una
mañana que ensayábamos en la galería oeste, vimos que llegaba un coche oficial
con la bandera de la cruz roja. Bajó un joven regiamente vestido y preguntó por
mamá.
Tía Eufemia, lo invitó
a ingresar a la galería. Se interrumpió la música. Quedaron los sonidos
suspendidos bajo las glicinas.
En voz muy baja,
le comunicó algo. Un estallido, sangre… humo, muerte. Papá no regresaría,
Sergio estaba grave. El abuelo se acercó con pausa, no emitió sonido. Pero con
la mano apoyada en el pecho comenzó a sollozar muy quedo.
Mamá partió en
el coche que trajo la noticia. Pasó un tiempo en que prudentes no volvimos a
ensayar. Nos acercó la Oda
a la Alegría
y sonaba muy linda, cuando llegaron Sergio y mamá. Sergio estaba herido. Ciego.
Pero acercó el abuelo el chelo y lo sentó junto a mí y todos juntos comenzamos
a tocar. Habían regresado, teníamos motivos suficientes para festejar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario