Hoy está sentada
frente a la ventana. Leila Alkelaibe no sabe que es Leila Alkelaibe. Mira tras
los vidrios ¡Cuánto han florecido las glicinas! Las mira bajo la opaca visión
del glaucoma. El lila es suave y opalescente. El perfume inunda la estancia.
Todo es nacarado desde hace un tiempo. Su edad ha comenzado a desdibujar el
tiempo y los relojes ya no sirven. Suenan las campanas. Ella no las oye.
Regresa, cada vez que se despierta, a su lejana memoria.
Ahora tiene
quince años y usa por primera vez tacones altos. Un vestido de gasa de seda
blanca, flores en el cabello cobrizo que cae lloviendo en su espalda.
Y baila, baila
el vals en brazos de jóvenes que sonríen y tratan de rodear su cintura. Ella
los aparta con delicadeza. Busca al amor que tiembla en su corazón. Esa
ensoñación de la edad temprana. Se ha dormido. Leila se ha alojado en el ayer.
Hoy no existe en su mente. Y es su cumpleaños. No lo recuerda. Despierta y está
allí parada con tan solo cinco años en el sótano de la casa de sus abuelos. La
penitencia es por haber roto el jarrón chino antiguo. Leila llora. Se orina.
Llama a su madre y nadie le contesta.
Una luz muy
brillante le muestra el camino hacia el mañana.
Leila el día de
su cumpleaños noventa y tres no se despierta. El reloj de pared se detiene con
las últimas doce campanadas.
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