Artemio…Artemio, llamó la abuela
Laurencia a los gritos. Mire que viene la tormenta. Hay que llevar los animales
al corral, las gallinas al reparo y tapar las plantas que están más expuestas.
Desde lejos, si mirábamos el
horizonte al sur, se veía una línea negra como de muerte. Era el granizo.
Comenzó a soplar un aire fresco que se hizo viento helado. ¡Es la piedra,
Artemio! Perderemos todo y las manos endurecidas por el trabajo y la tierra, se
apretaban en la falda bajo el delantal de la abuela.
El “Kalu” olfateó el aire y se echó
debajo de la mesa de la cocina. Su cola parecía un abanico de pelo ralo, en el
piso de tierra y ladrillos viejos. El abuelo, me dio la orden de traer del
galpón unas maderas que tenía apoyada sobre la pared y como pude con mis
catorce años, las traje y se apuró a martillarlas en las ventanas, que de viejas
se astillaban. Luego salió con mi abuela y una pala, la llenó de ceniza del
horno de barro y se fueron luchando contra la tormenta hacia el sur de la finca
y allí entre los dos, hicieron una cruz en la tierra dura y de rodillas
comenzaron a decir frases religiosas a un santito y a Jesús.
Yo, los seguí, sin que me vieran, el
viento me tiraba al suelo. Ellos apenas podían, con sus pesados años, llegar
hasta el lugar donde hicieron el “conjuro religioso”. Cuando la abuela me vio,
enojada me hizo seña y me hincó junto a ellos y me hizo rezar lo que me enseñó
el “padre cura” en Catecismo. Y como por arte de magia o por la intervención de
Dios, la terrible tormenta se fue alejando hacia el lugar en que la pala con
cenizas señalaba más a la montaña donde no hay viñedos ni huertos.
Supe después que aparte de ceniza,
la abuela Laurencia había puesto sal gruesa en el lugar y cuando cumplí los
veinte, antes de ir a servir a la
Patria , me enseñó cómo se debía desviar la tormenta. Ahora
cuando veo los nubarrones, hago un pequeño surco en el jardín de mi casa con
ceniza y sal por si hay gente que no conoce cómo se alejanlas
borrasca.
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