1-
Agito
un pañuelo haciendo señas. Nadie, aparentemente, me ve. Los enormes abedules
cubren con sus hojas la visión de la casa. O bien, la indiferencia o el temor,
impiden a los misericordiosos acercarse.
Ha
comenzado el fuego hace como veinte minutos. Una densa humareda se eleva entre
el follaje. Pero ni el griterío de los loros y graznidos de los cuervos, atraen
a nadie. El camino, tiene una curva allí y quienes transitan no pueden dejar de
bajar la velocidad. Por lo contrario, de ser así, saben que será seguro que se
estrellen contra una pared de piedra. A pesar de eso, me parece que pasan
acelerando.
Miss
Leyla Doguerty yace exánime en su silla de ruedas, junto al pilar pétreo donde
se deja la escasísima correspondencia que llega. Generalmente, el buen Johan la
acerca hasta la misma casa y de paso, toma un balón de oscuro ale, que
preparamos artesanalmente. Pero hoy nadie se detiene. Nadie.
Hace
tiempo que se retiró y no actúa. Su huída al campo reafirma la idea de la densa
personalidad de esta mujer hermosa.
Ha
sido un año fatal. Malas lluvias. Malas cosechas y no consigo gente para
trabajar el valle. Todos han viajado a la gran ciudad, en busca de libras
fáciles. Incluso, miss Georgina Hustlei, nuestra enfermera, que se empecinaba
en hablar de manera maligna contra la capital, ha sacado sus pocas pertenencias,
ya partió ayer al amanecer. Nosotros imposible. Miss Leyla, no tiene salud acá,
menos tendría trasponiendo la campiña hacia el mundo y el tránsito. Hemos
quedado solas, pero los vehículos pasan por la carretera rumbo a los condados
vecinos, como en las mejores épocas, en que el rendimiento de la cosecha de
cebada para el licor más famoso del mundo, ellos, tampoco se detienen.
El
prefecto, ayer me comunicó, que las tuberías de agua se saturarían por la falta
de consumidores, por lo que debí abrir el suministro de líquido, incluso, al
poco ganado que nos queda, dejarlo que vague por los campos en medio del
lodazal. Observo a mi señora y la veo desorbitada. El pánico marca su rostro, el
que jamás deja de mirar el fuego que lo consume todo. Estamos solas.
Se ha
enrarecido el aire. Un rumor de cristales rotos se congrega cerca de la enorme
casa. Siento el gemido insidioso de los galgos, ellos tironean la escasa tela
de las polleras de mi ama, que en llamas, se dispone a abrasarse. Yo sigo
haciendo señas y me voy disgregando en cenizas que vuelan junto a los pajonales
levemente inmóviles. He traspasado el tiempo. Alguien viene. Se detiene un pequeño
automóvil, con esfuerzo trata de alejar el fuego. Ya se está consumiendo el
joven y su hermoso auto.
Hemos
entrado en una enorme zona de penumbra. Pero de entre los escasos residuos,
emerge una Miss Leyla Dogherty, juvenil y robusta. Camina contra el aire
desentonando con la furia del fuego, que se va desvaneciendo en el ocaso.
2-
Las
bocinas dejan insomnes a los pocos transeúntes del Central Park. El ocaso llena
de trozos en penumbra las calles. En derredor comienzan a perfilarse los
vagabundos, alcohólicos y desamparados, que buscan un retazo de espacio para
dormir o husmean en los bolsones de basura para ver si encuentran algo útil.
Los dealer venden sus drogas a los cada vez más resuelto consumidores, mientras
algunas patrullas tratan de aliviar las avenidas y pasajes de lacras
callejeras. Un automóvil, se detiene en 5ª y Landfort, y se le acercan dos
muchachotes encapuchados, calzados con zapatillas brillantes y generosas. Una
mano enguantada y aturdida, se acerca con un billete de diez dólares a uno de
ellos y atrapa un pequeño sobre. El vehículo escapa, es una ráfaga de fuego
negro que brilla con la extraña luz de neón.
Leyla Dogherty, enfundada en un escotado
vestido negro, aspira una línea. Su manager la observa con mirada vacua. Sabe
que cantará como nunca. Su voz, con ese raro tono burilado es capaz de
trastornar a la inconfundible concurrencia grifada del club “Ninna”. Son las
horas voraces de la noche. Allí se arreglan los muy suculentos negocios sucios
y no tan sucios de New York. Leyla, camina con los altos tacones envuelta en
una maya de piedras engarzadas sobre la piel desnuda. Alta, delgadísima por su
adicción y rubia hiriente, esconde una mirada insinuante y lejana. Oculta un
secreto inescrutable. Habla poco o nada. Tiene eternas horas insomnes, por las
que camina descalza por el frío pavimento del departamento. Nadie sabe de dónde
vino, ni qué hará en el futuro.
Su
público delira cuando comienza a cantar. Música casi desconocida con letras que
huyen a extraños espacios de tiempo y espacio. Pero, ha comenzado a sentir el
mismo dolor de antaño. El síndrome comienza a invadir sus músculos como
entonces.
El
perfume de los cuerpos reunidos en el salón del club, penetra en las fosas
nasales de Leyla. Sangran sus pequeños capilares rotos por el uso del polvo
blanco. Kevin, el pianista le alcanza un rectángulo de papel absorbente y se
sostiene con sus largas manos transparentes, donde venas azuladas escurren la
sangre enferma. Sigue lánguida cantando esos lejanos recuerdos musicales. El
silencio se interrumpe por el zumbido de una necia que se ha emborrachado o
está ebria de narcóticos. Ella hace silencio. Nunca permite que le impidan su
actuación con el respeto que merece. Un aplauso insinúa que deben apoyar su
voz. Ella abandona el escenario. Arrastra su breve cola negra centelleante de
azabaches y piedras, pero se nota que tiene alguna dificultad. No está erguida
y segura. Robin Keathon, su manager, la toma de un brazo y masculla en su oído
una palabrota. No puede ser que destruya
su carrera con un capricho o por la droga. Ella se suelta y acomete hacia el
camarín. Es Leyla Dogherty. La única. Los aplausos caracolean tras la mujer,
que se pierde entre las sombras de su secreto escondite. Allí, puede dar rienda
suelta a su verdad. No conspira, sabe que tiene un tiempo, sólo un breve tiempo
y cantará en una silla de ruedas. Aun huele el fuego de un tiempo perdido en su
misterioso pasado.
En el
silencio que la envuelve, descorcha una botella de vino burbujeante; un
exquisito champagne francés. Bebe. La copa cae de su mano, cuando en el espejo
ve reflejada la imagen de la amable mujer que la cuidaba y que se disolvió en
la tormenta hecha cenizas. Tú, Mery, ¿qué tramas? Acaso vienes a buscar
venganza. Desaparece la imagen en el azogue y Leyla llora. Después de años
puede llorar a esa mujer perdida. Kevin, su manager, le acerca una línea y ella
de una palmada la destierra de la mesilla. No quiere ese sostén mercadeando su
vida. No habla. Él, la empuja hacia la puerta de salida y subiéndola al auto,
de un envión la desmiembra casi, en el cuero del Mercedes. Te odio. No soy tu
prisionera. No te debo nada. Él, no le responde y ríe, ríe a carcajadas. Le
aplasta una mano en el rostro que vuelve a sangrar por la nariz. La magnífica
cantante es un guiñapo humano. Él, enciende un habano y ella, se arroja sobre
el hombre y comienza el fuego. La combustión es rápida. El chofer, trata de
evitar que se propague el fuego, trata de escapar, pero Leyla ha cerrado
herméticamente las puertas y crepitan entre los aullidos agigantados de dos
perros que esperan a la orilla de la calle. Son dos galgos. Esperan a su ama.
Ella sale por la puertecita y camina mientras el coche estalla. Entrará en esa
margen inexplicable de sombra y penumbras. El chofer se deshace detrás, en
cenizas, y, una brisa lo dispersa por los jardines. Adiós, querido Terry,
pronto nos volveremos a encontrar, murmura. Y sigue por la calle umbrosa.
Mañana
en los diarios hablarán de la extraña muerte de la artista del año, Leyla
Dogherty. Los encargados de investigar, se estremecerán al no encontrar huellas
de su cuerpo.
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