Un día de pronto sentí
una luz potente que atravesaba mi débil cuerpo. La tierra a mi rededor era
fértil y húmeda. Algo extraño fue ver muchos como yo, en distancias cercanas.
Supe por el comentarios de unas plantas de alcaparras que ese calor venía de
una estrella llamada sol y que en ciertos momentos desaparecía y hacía frío y
una nube dejaba su rocío en nuestro cuerpo, por entonces pequeño. Crecí y me
fortifiqué. Di frutos que me arrancaban felices unos hombres rudos y musculosos
que hablaban un extraño idioma. Con el tiempo aprendí a escucharlos y los
entendía. Supe que vivíamos en una isla rodeados un mar azul brillante.
Pasaron años, esos
hombres se fueron yendo y mi cuerpo cada vez era más fuerte y me sacaban más
frutos, aceitunas que a veces eran verdes o las dejaban madurar y eran negras.
Ellas arrugadas como algunas partes de mi cuerpo. ¡Me cuidaban mucho!
Pasaron muchos años. Y
fueron sacando compañeros míos para hacer caminos y casas de piedra y cal, tan
blanca que cegaba. Había otros seres diferentes. Yo seguía con una vida
rutinaria, envejeciendo solo.
Cerca de mi espacio,
una mañana, en un extraño espacio con baranda de mármol la vi. Ella.
Una mujer tan hermosa
como las estrellas en las noches de calma. Vestía una hermosa ropa de tela
suave y de color vino, ese que bebían los hombres en cántaros cuando me sacaban
los frutos. Su larga cabellera parecía el ondular de las aguas del mar, pero
eran de color oscuro y brillaban como el cielo nocturno con tormenta.
Me miró un breve instante y la vi como me sonreía. ¿Era un afortunado!
Yo olivo viejo atrayendo la sonrisa de una bella mujer humana.
Todos los días esperaba
que saliera y me mirara. Yo hubiera querido tener voz y movimiento en mis ramas
para abrazarla y decirle cuánto la amaba. ¡Qué inútil sueño el mío! Un día bajó
hasta donde yo me mecía con el aire marino que en ráfagas sublimes me quise
mostrar. Ella se acercó a mi tronco y me rodeó con sus brazos. Tomó un fruto y
lo llevó a sus labios y saboreó mi jugo, mi entraña de oliva. Me volví loco de
amor.
Pasó un corto tiempo y
una mañana que estaba cerca de mí, comenzó el mundo de mis raíces a moverse con
furia. ¡Terremoto! Y caían las viviendas y se desplazaban los enormes trozos de
la isla hacia el mar, donde comenzó a bullir un fuego enorme. Un volcán emergía
del fondo marino. Era un caos. El agua hervía y la tierra se desplomaba por
doquier y yo la vi, vino corriendo y se aferró a mi cuerpo. Su cabellera se
enroscó en mis ramas y yo apreté mis raíces a lo que quedaba de suelo, gracias
a mis años, tenía muy lejos mis raíces y pude sostenerme. ¡Y ella conmigo! Mi
amada Briseida se confundió con el verde de mis hojas y pude salvarla. Cuando
la tierra dejó de arrastrase hacia el loco mar y el fuego se calmó y el agua lentamente
quedó fría, ella, mi adorada se sentó en mis ramas más fuertes y se quedó
dormida.
La isla había quedado
desolada y pequeña. Ella, Briseida y yo, el olivo viejo que atrapaba entre sus
ramas retorcidas a la más hermosa de las mujeres. Una barca de pescadores la
sacaron de mi lado y a mi, me dejaron solo. ¡Solo, pero con el recuerdo triste
de mi amor perdido! ¿Dónde estará ahora Briseida? ¿Se acordará de mi? Seguiré
mi sueño de olivo centenario hasta un nuevo terremoto me arrastre al mar como
una boya y me pierda en el olvido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario